La iglesia de Aguís estaba llena a rebosar. El bisbiseo de los ramos, el lloriqueo y los gritos de alguno de los niños fue la banda sonora de la ceremonia. Al terminar la misa, algunos niños corrieron a la sacristía a ofrecer al sacerdote los caramelos y los bombones de sus ramos. A la salida de misa, los intercambiaron entre ellos, y los restos los repartieron entre la gente. De camino a casa, mucha gente se sentó en la terraza del bar a tomar el aperitivo. A llegar a casa, ataron el ramo a una columna a la entrada para protegerla de tormentas, pestes y enfermedades a gente y animales. En el fuego del hogar, el sábado cada casa había quemado los restos del ramo viejo del año pasado. La sencillez, una de las virtudes de las almas grandes, dejaba oír el hosanna de la multitud que tendía sus mantos al paso de Jesús. Todo fue tan sencillo que lo único que se sentía era la presencia ausente de Jesús.