Sentencias de ancianos

El Paraíso del hombre, dicen, es su infancia. Nací con el chillar del carro, jugué con el carro. Subí y caí del carro, escuché el cantó y canté al ritmo del carro. El carro hacía parte del patio, de las cuadras, del pajar. En el carro carreteábamos el centeno, las patatas, el estiércol, los nabos, la leña. Hace mucho tiempo que no veo un carro por los caminos que estaban llenos de carros. El otro día, visitando un muse, oigo: Ah! Era alguien que había visto un carro. Al día siguiente entró en un restaurante y en sus paredes habían colgado ruedas de carro. No era un carro ni eran las ruedas de un carro, eran formas que seles parecían. Los visitantes no habían contemplado a Arturo arrancar el carro de las entrañas del árbol, nunca se habían interesado por la función del carro. Para ellos no es más que una forma, un volumen. En los museos, en las paredes del restaurante, el carro está embozado, enmascarado. Mi paraíso está siendo derruido. Sólo me queda la palabra para seguir haciéndolo mío, nuestro. Pero los niños me dicen: Sentencias de ancianos.
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