Al alba, muchas casas viejas de las que las losas de las puertas están gastadas de pisadas, ocultas por saucos y zarzas, se diría que nunca fueron terminadas, están unidas a la tierra por una urdiembre de raíce y custodiadas por mil tapias y muros que guardan capachos de dichas y desgracias. El viajero camina por sendas de hojas que borran el retorno y le dejan al albur del vacío frío y colorido; va entretenido escuchando la entrecortada canción del viento preñado de misterio y de deseos que por momentos parece el lamento de aves raras. Al regreso, el viajero escucha las campanas arañando la ladera, a los grajos que vuelan raso chasqueando la lengua, y la mirada húmeda de la oscuridad le confunde y le causa sueños sin brida. Todo va quedando dormido, muriéndose. El día se acaba, una página que se cierra y se piensan cosas que nadie se atreve a decir. La vida está al albor del voraz paso de un suspiro, y las llamas arden despacio y se hunden en la herrumbre de sus ramas. Mientras las nubes siguen navegando por el cielo y muchas cosas olvidadas siguen ahí, la vida, en brazos del misterio, se revela en calma.