A la distancia de un grito

Esperando el tren, me dijo esta mañana: Muchos días sentía la brisa que azotaba su cara   y las caricias del follaje del bosque como algo repugnante porque en su rostro estaban vivos los rasguños y las punzadas del insomnio que le producía el futuro incierto de sus siete hijos que dormían todos en el mismo cuarto a su lado. Sentía como muchos la belleza de una mujer, la de las imágenes del retablo de su iglesia, las hermosas ceremonias de la liturgia, los vientos agitaban su espíritu y la lluvia mojaba su alma, pero no lloraba ni se lamentaba porque no tenía palabras ni lágrimas. Las había agotado todas en silencio. Trataba de aliviar el terror producido por la impotencia de poner remedio a sus males recordando las blandas y a veces melifluas palabras del cura el domingo y del dueño de las tierras que trabajaba a medias, pero no lograban aligerar la congoja de su alma. Se sentía como un náufrago zarandeado por olas inmensas Cuando empezaba a sentirse ufano de nuestro trabajo y nosotros hubiéramos podido mimarlo, el Padre le esperaba a la distancia de un grito.

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