Una frontera de palabras

Liberados del lastre de la experiencia, nuestros políticos, mujeres y hombres jóvenes, simpáticos y generosos, quieren convertir la aburrida, informal y egoísta realidad en una fantasía que ellos han soñado; llenan “la limpia republica verbal” de palabras sin sentido y convierten los silencios en barullo de mercado y “la bella bahía de la política” en un lodazal. Olvidando poner el acento en los problemas de los ciudadanos e intentando convertir el revés en victoria, hablan de grandes temas de sospechosa objetividad, por ejemplo: una nueva normalidad, que de pronto se vuelven recuerdos de densos nubarrones. Tal vez un político no siempre pueda decir lo que quisiera, pero no está obligado a decir lo que no quiere. En este caso debería guardar silencio, reacción propia de la madurez, paquete de extrañezas y experiencias, que no es exigible a jóvenes, máxime si han dado una patada en el culo a gente mayor que, a su lado, pudiera darles avisos. Así, porque somos palabras y porque ellos solo hablan de cosas que solo a ellos interesan, han creado, entre la casta y la gente, una frontera de palabras.

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