Mientras despierta la noche, el raso del crepúsculo, ribeteado de bordados, umbral inmaculado, incendia el horizonte y se lleva la noche, y el gallo canta a las últimas estrellas, se oyen, como susurros de humildes amantes, como rosas de todas las leyendas escuchadas al amor del fuego las noches de invierno, los asustados píos de los primeros pájaros de la primavera. El viajero, solitario errabundo, va por un sendero, río de rocío, rasgando la niebla agarrada a los juncos soñolientos. Aquí se asoma al abismos y quebradas y allí a la quietud de una ribera, jardín de silencio, como al fondo de una tumba de palabras no dichas. Entre los troncos de los robles y los pinos recibe el impacto de dos tizones, los ojos de un raposo que devora un conejo cuyos chillidos, clamor de su lamento, llenan de misterio y zozobra el silencio del alba, antorcha de todos los sueños y dolorosas fantasías. Yo sé por qué me miran tus ojos, salmodió el viajero cuando ya los destellos de la mañana cabrilleaban entre los árboles.