La pasión de un hombre

“Mi madre, en el umbral de la vejez, pasó días enteros derramando lágrimas y sollozos, y una tristeza infinita e insoportable inundaba su corazón desde el momento en que recibió la noticia de que había sido yo quien había arrebatado la vida al fruto del vientre de su querida hermana. Para mi, desde el momento en que el cañón de la escopeta se enfrió, los amaneceres y los atardeceres son como una pesada carga de las que nunca más he podido desprenderme. El destino no se deja doblegar fácilmente. Ideas, aterradoras y sombrías, me abruman y me hacen pasar en vela noches eternas. Difícilmente los hombres comprenderán lo que he hecho, pero quizás Dios, que todo lo ve, todo lo sabe y lee el corazón del hombre, pueda comprenderme”, le dijo a alguien que lo visitó en prisión. No miraba de frente porque los ojos del otro eran como espejos para él.  Le encantaban las fiestas, las multitudes, cuando nadie es alguien y todos son iguales. En las conversaciones hablaba siempre para no dejar tiempo a los interlocutores a que le hicieran  preguntas incomodas. Ayer, mucha gente lo acompañó en su último viaje.

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