Los recuerdos

Alguien oriundo de un pueblo vecino al mío, esta mañana, al salir de misa nos contó: No había vuelto desde la muerte de los abuelos, hace más de veinte años. Tenía yo quince. En los rincones del patio, las pilas de piedra, antaño abrevaderos de los caballos, están llenas de plantas; las cuadras son salones, y los aperos de labranza, otrora arreados por la yunta, la mula y la gente, están arrumados en el granero. Salí a dar una vuelta por la aldea. Al pasar, los perros acostados en medio de camino no se mueven, los gatos despanzurrados al sol escapan refunfuñando y nadie se asoma a las ventanas para ver quien pasa. Tejados hundidos, puertas derrumbadas. En los patios crecen arbustos y zarzas, los carros tienen telarañas en las ruedas, y en los viejos nidos de golondrina, aún colgados en los aleros, se refugian ratones. De golpe, en un recodo del camino, me salió alguien al encuentro, alguien que no me reconoció y yo tampoco lo reconocí a él. ¿Busca a alguien?, me preguntó. Alcé los hombres sin decir nada, pero él me entendió perfectamente. Y él dijo: “Ya casi no queda nadie que recuerde los recuerdos que lo llenan todo”.

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