Al atardecer, los rayos se inclinan y, por la ladera, van descendiendo de un firmamento sin nubes que las aves siegan sobrevolando barrancos imponentes. Los habitantes del valle, ajenos a todo hálito destructor de banderas y modas, embriagados por sonidos de insectos y piar de aves, caminan con fuerte olor original, como remansos y lugares de ventura, fantasías de niñez, y miran y se admiran de como la penumbra va arañando hasta coronar los riscos pedregosos del Cebreiro. La añoranza humedece sus recuerdos porque lo que pintaron y aprendieron con esfuerzo sobrio, prudente y por imitación, ahora el banco, las tiendas, hacienda, los obligan a atropellarlo todo con cambios drásticos, agresivos, rápidos que resquebrajan los hábitos y oprimen el corazón. Todo se va despintando y desmoronando sin remedio, se escurre como un puñado de arena fina y se acerca a un final tembloroso. Reina el silencio de los testigos mudos y el dolor se adentra en el dolor porque nada viene a ocupar el lugar dejado por la pena.