La tarde

El monte gravita allá en lo alto en su lecho inmóvil. Las candeas de los castaños, rayos en el seno de las nubes, son como la cabellera de los ángeles dormidos que se besan en el aire. Desde la orilla fresca de su corazón, la gente enajenadamente contempla sin ver el secreto del corazón virgen del mundo. Cada cosa, en su soledad, parece un carbón encendido, un espejo que ignora las figuras que refleja. Cada cosa está en su sitio y todos los sitios parecen el mismo. Cada cosa parece las huellas de la eternidad, donde no pasa nada porque ya todo ha pasado. Todo está separado y unido por un espacio, duro e imperceptible. La tarde, como una quietud y una fijeza de abismo, pasa e incendia los sueños con recuerdos que olvidó hace setenta años. Todo el exterior está dentro y, desde su interior que se extiende por todo el afuera, cada uno se precipita a su manera. Nadie puede dar más de lo que es. “La palabra más imprecisa de todas: yo”. Yo es muchos y muchos son yo, mil veces diferente.

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