Homilía del fallecido obispo emérito de San Sebastián por su 90º cumpleaños Juan María Uriarte: "Ser obispo ha sido para mí muchas veces gozoso y bastantes costoso"

Uriarte, con Blázquez, Segura y Varela, obispos de Bilbao y Zamora, como lo fue él
Uriarte, con Blázquez, Segura y Varela, obispos de Bilbao y Zamora, como lo fue él

"Amo esta vida, me intereso por la suerte de nuestra Iglesia y nuestra humanidad lejana y  cercana, no estoy embebido por las goteras crecientes de mi salud. Es sano amar la vida. No me avergüenza decir que la perspectiva de la muerte cercana me produce un respeto no exento de todo temor. Pero no siento miedo  a la muerte. El temor es sano. El miedo no lo es"

"A los 43 años fui llamado al ministerio episcopal. Me entregué con toda el alma, con prisas excesivas en un principio. Con un doble objetivo: suscitar la fe y promover la paz. Entre aciertos y desaciertos, viví muchas alegrías espirituales y pastorales, pero también bastantes sinsabores"

"En este tramo final las preguntas en torno al futuro definitivo se tornan más insistentes, más existenciales, más reales. El clima cultural en el que estamos todos inmersos no sintoniza con las promesas de nuestra esperanza creyente"

El 9 de junio de 2023, dos días de cumplir los 90 años de edad, Juan María Uriarte celebró una eucaristía que se convirtió en un verdadero homenaje al obispo recién fallecido y que pastoreó las diócesis de Bilbao, como auxiliar, Zamora y San Sebastián.

Reproducimos ahora su homilía, de hondo carácter espiritual y entreverada por las confesiones íntimas de un hombre que se vio acometido por dudas e inseguridades que desnudó en este hermoso texto. Descanse en paz quien tanto anheló que "alcance a Jesucristo".

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 HOMILÍA

La celebración de hoy tiene un sentido principal: dar gracias a Dios por mis 90 años. El reconocimiento a mi servicio solo tiene sentido si lo comparto con todos aquellos que han colaborado conmigo en este servicio. No sería justo ni evangélico que lo recibiera solamente yo.

Me temo que esta homilía va a ser más larga que de costumbre. Pero desde el altozano de mis noventa años recién cumplidos no me sale otra cosa que evocar ante todos vosotros (obispos, colaboradores y amigos) algunos momentos cruciales de mi trayectoria creyente. Con la sinceridad, la humildad y el pudor requeridos

Mi sensibilidad religiosa despertó pronto. Conservo recuerdos espirituales a partir de los 5 años. Mi niñez fue piadosa. El clima familiar y social eran propicios. La pubertad amortiguó esta sensibilidad y me sumió en un mar de dudas sobre la fe. Un libro que leí al inicio de mi adolescencia suscitó en mí una experiencia espiritual honda y duradera. El  Espíritu Santo por medio de él, inspiró mi primera conversión: se disiparon las dudas, fluyó la oración, floreció la castidad y, paso a paso, emergió el atractivo por ser sacerdote

Juan María Uriarte, en una Plenaria de la CEE
Juan María Uriarte, en una Plenaria de la CEE

Si algo debo al Seminario es esto: favoreció el gran descubrimiento de mi vida: Jesucristo. Fue una adhesión entusiasta a Él. Una alegría inmensa de haberle encontrado, una pasión por reproducir sus actitudes, un anhelo casi impaciente por darle a conocer. Todo el idealismo adolescente y juvenil volcado en torno a este descubrimiento. Todo esto, con las deficiencias evangélicas inherentes a mi temperamento. Más tarde, demasiado tarde, brotó mi sensibilidad hacia los pobres. 

Sintonicé con el texto proclamado en euskera en la primera lectura. “Nada vale la pena si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por Él he sacrificado todas las cosas… Quiero experimentar el poder de su Resurrección… Me esfuerzo por alcanzar a Aquél por quien he sido alcanzado”. Más tarde descubrí el testimonio de Ignacio de Antioquía: “Que ninguna cosa ni visible ni invisible se me oponga a que yo alcance a Jesucristo… A Aquél quiero, que murió por nosotros; a Aquél amo, que resucitó por nosotros”-. Estas palabras me enardecen y me avergüenzan. Siendo joven sacerdote recogí de un monje de la Alta Edad Media estas palabras que he pronunciado innumerables veces y he enseñado a muchos jóvenes: “Cristo delante, Cristo detrás, Cristo a mi derecha, Cristo a mi izquierda, Cristo encima, Cristo debajo, Cristo dentro de mí”. 

A los 37 años fui enviado a estudiar a Lovaina y a París. Una psicología de inspiración psicoanalítica que suscitaba la sospecha sobre las convicciones previas y, en la que me metí a fondo y aproveché mucho, me desconcertó. Me asaltaron las dudas acerca de la autenticidad de la fe que profesaba. Me descompuse por un tiempo. Seguí orando, celebrando, confesando. Pero por un tiempo se resintió la hondura y el frescor de mi fe. Bastantes curas, entre ellos un amigo, se secularizaron y perdieron la fe. De esta nebulosa dolorida y preocupada fue reemergiendo casi insensiblemente, poco a poco, paso a paso, en Lovaina y en París, una fe purificada y viva, sin que yo hiciera nada para que surgiera este nuevo amanecer sereno y gozoso. De nuevo el Espíritu actuaba discreta y eficazmente. No es extraño que haya escogido como Evangelio el texto de Pentecostés. 

El obispo emérito de San Sebastián, Juan María Uriarte
El obispo emérito de San Sebastián, Juan María Uriarte

A los 43 años fui llamado al ministerio episcopal. Me entregué con toda el alma, con prisas excesivas en un principio. Con un doble objetivo: suscitar la fe y promover la paz. Entre aciertos y desaciertos, viví muchas alegrías espirituales y pastorales, pero también bastantes sinsabores. La hiper-responsabilidad, la sobrecarga de trabajo, las críticas justas e injustas y la oración insuficiente fomentaron en mí con frecuencia un estado anímico que ha sido siempre mi caballo de batalla: la ansiedad, con sus componentes de impaciencia y perfeccionismo. Ser obispo ha sido para mí gozoso y costoso. Muchas veces, gozoso. Bastantes veces costoso. Ayudé a muchos. Hice sufrir a algunos. Les he pedido perdón. Me ayudaron mucho mis colaboradores, sobre todo los inmediatos. 

Una vez jubilado, me propuse como objetivo principal de la última etapa de mi vida preparar el Gran Encuentro definitivo con el Señor de mi vida. Pensaba que esta fase sería mucho más corta. Mi naturaleza y la Providencia del Padre me regalaron diez años de buena salud en los que he ofrecido, sobre todo a sacerdotes y religiosos, servicios de carácter espiritual y pastoral. Recorrí casi todas las diócesis de España. Me desplacé con bastante  frecuencia a Portugal y a Roma. He cruzado quince veces el océano para servir a iglesias de Latinoamérica. La preparación de todos estos servicios me condujo a consignarlos por escrito. De aquí salieron los libros publicados. En estos años no descuidé la oración prolongada que me mantuvo “en forma”. 

"En este tramo final las preguntas en torno al futuro definitivo se tornan más insistentes, más existenciales, más reales. El clima cultural en el que estamos todos inmersos no sintoniza con las promesas de nuestra esperanza creyente"

Ahora tengo todo el tiempo para descansar más, orar con más sosiego, leer, recibir visitas, escuchar con mayor sintonía y preparar así el Gran Encuentro, que no puede diferirse mucho más. Nunca en mi vida he tenido tanta paz interior. Pero cada tramo vital tiene su afán. En este tramo final las preguntas en torno al futuro definitivo se tornan más insistentes, más existenciales, más reales. El clima cultural en el que estamos todos inmersos no sintoniza con las promesas de nuestra esperanza creyente.  Amo esta vida, me intereso por la suerte de nuestra Iglesia y nuestra humanidad lejana y  cercana, no estoy embebido por las goteras crecientes de mi salud. Es sano amar la vida. No me avergüenza decir que la perspectiva de la muerte cercana me produce un respeto no exento de todo temor. Pero no siento miedo  a la muerte. El temor es sano. El miedo no lo es. 

En esta situación vital resuenan las preguntas respecto al futuro tras la muerte. Cuanto nuestra fe esté más impregnada y visitada por la experiencia creyente, mayor es nuestra paz interior ante ella. Tengo que dar muchas gracias al Espíritu porque el árbol desnudo de mi fe florece con bastante frecuencia con esta experiencia. En la mayoría de las veces en forma de paz interior. En otras, siento un gran consuelo y gozo espiritual con las palabras  de Pablo a los Tesalonicenses: “Estaremos siempre con el Señor”. Le digo diariamente con S. Ignacio de Loyola: “No permitas que me separe de ti”. Repito con frecuencia las palabras del otro Ignacio, el de Antioquía: “Siento en mi interior la voz de un agua viva que me habla y me dice: Ven al Padre”. La acción del Espíritu va inspirando  en el interior del residuo temeroso, el deseo de estar con el Señor, la ternura, el atractivo espiritual de vivir perpetuamente con Él y en Él.

Mientras tanto, consciente de que  llegarán momentos más apurados, intento irme identificando con la plegaria de Alonso Schökel

  • - Recibe, Señor, mis temores y transfórmalos en confianza.
  • - Recibe, Señor, mi sufrimiento y transfórmalo en crecimiento.
  • - Recibe, Señor, mi silencio y transfórmalo en adoración.
  • - Recibe, Señor, mis crisis y transfórmalas en madurez.
  • - Recibe, Señor, mis lágrimas y transfórmalas en plegaria.
  • - Recibe, Señor, mis desánimos y transfórmalos en fe. 
  • - Recibe, Señor, mi soledad y transfórmala en contemplación.
  • - Recibe, Señor, mis impaciencias y transfórmalas en paz del alma.
  • - Recibe, Señor, mi espera y transfórmala en esperanza.
  • - Recibe, Señor, mi muerte y transfórmala en Resurrección. 

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