La Hermana Muerte

Vivir en pascua no significa ignorar el drama de la muerte. Una fe auténtica y profunda nunca ha sido ni será una salida rápida a ninguna de las situaciones complejas de la vida, pues la fe no ahorra consecuencias ni modifica circunstancias. Por el contrario, a veces incluso parece que nos invita a asumirlas de manera más profunda y más encarnada, a sumergirnos en la realidad de lo que somos y de lo que vivimos pues dios habita en lo profundo de la realidad, más que en la superficie. El padre nos espera en lo secreto.

Dice Savater que la realidad es aquello que nos opone resistencia, es decir, que reconocemos la realidad precisamente porque no es idéntica a nuestros deseos, porque se distancia de nuestro diseño, y en ese sentido la muerte es la realidad por excelencia, especialmente para quienes hacemos un intento por amar la vida. Es un muro contra el que es imposible evitar estrellarse, es una rendija que no se puede cerrar, por la que se cuela la vida que conocemos, y se despide. Luego de ella, en el tiempo de los que viven, quedan los hilos de recuerdos, de imágenes, de sonidos, de tactos, pero todo almacenado en nuestra propia memoria. Aquellos que imprimieron esos recuerdos no están, y no van a regresar a dejarnos nuevas memorias.

La pascua es nuestra manera de aceptar la muerte, no desde un sofisma, ni desde una ilusión engañosa, sino como un reconocimiento de que la vida que conocemos no lo es todo, y precisamente por eso tiene que terminar en algún punto. Para el cristianismo la resurrección no es una salida fácil al problema de la muerte, sino una de las respuestas más difíciles al acertijo de la vida. Porque la fe en la resurrección implica necesariamente una confianza plena en el sentido de la vida, en la convicción de nuestra apuesta por la bondad, por la libertad, por el amor que va más allá de cualquier división y de cualquier jerarquía, y por la lucha sin descanso en favor de aquellos a quienes la vida les sabe permanentemente a agonía, a causa de las estructuras y las elecciones de un mundo injusto y de una religión inconsciente de su verdadera misión. Creer en la resurrección es afirmar con la propia existencia que es posible vivir en abundancia, y hacer que llegue la plenitud a los que sufren. Pero de aquella confianza y de aquella convicción, no tenemos la más mínima certeza, más allá de lo veraz que nos resulta el dios en el que creemos.

No elegimos una determinada manera de ser, de estar, de hacer las cosas, de construir las relaciones, de comportarnos con los demás, de tener y usar las cosas, por la ilusión de un premio al final de la vida si todas esas formas coincidieron con una norma externa puesta por un dios dictador, las elegimos porque nos seduce la forma de vivir de Jesús de Nazaret y encontramos que en esa forma de vivir la realidad cobra un sentido de realización y de grandeza superior a cualquiera de las promesas que llevan implícitas las apuestas que propone el mundo en el que vivimos. Elegimos la vida por encima de la muerte no por temor a romper un mandamiento, sino porque sintonizamos con dios en una predilección por rescatar, por reparar, por hacer valer. Elegimos el amor sobre la codicia no por obediencia religiosa, sino porque somos conscientes que el amor salva y la codicia destruye, y salvándonos mutuamente, se nos cae el ego, el afán de reconocimiento, y la vida se hace más simple y, por lo mismo, más perfecta para todos, entonces la muerte, cuando nos encuentra, tiene muy poco que llevarse porque ya lo hemos dado todo. Entonces la muerte se convierte en hermana.

Los cristianos no necesitaban inventar una vuelta a la vida de Jesús para ofrecerle al mundo romano una vida después de la muerte. Ya tanto las religiones del imperio como el judaísmo tenían su propia versión de aquello. La resurrección de Jesús no fue un argumento para hacer proselitismo, al contrario, era un dato que los ponía en aprietos, que los hizo desinstalarse, que les hizo hacer vínculos con extraños, que les hizo acercarse a diferentes realidades e intentar comprenderlas. A nosotros, la fe en esa resurrección no nos ahorra el drama de la muerte, sino que nos pone en marcha en el mismo camino, nos lanza hacia el sentido de la realidad que tenemos en frente, nos invita a reconocer la victoria de la vida en el mundo que habitamos. Por eso está muy disparatado que los creyentes en la resurrección sean los más desanimados del mundo, los que ven el mal en todas partes y los que creen que esto solo tiene arreglo si llega el apocalipsis.

Nuestra actitud ante la vida es lo que define nuestra actitud ante la muerte. La pascua es una elección personal por la vida, por ésta vida, por nuestra vida de aquí y ahora, la que pasamos habitando una realidad que nos opone resistencia, y de vez en cuando despidiendo a las personas que quisiéramos que fueran eternas tal como las teníamos, pero sin olvidar que dios nos ha dado tantas razones para confiar en él, que podemos pensar que vale la pena asumir los dolores de la despedida, pues no toda la vida es ésta, y lo que termina siendo el grano de trigo cuando muere, es mucho más impresionante que lo que era antes.

Tengo la impresión de que nadie lo ha dicho mejor que el maestro Kiki Troia en su canción "Habrá valido la pena".
https://www.youtube.com/watch?v=DXub-YU6F5M
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