Sangre Pagana

Ella ponía una estampita (pequeña imagen) de Jesús dentro de su ropa interior y rezaba para que la noche pasara rápido y nada malo le sucediera, para que el Señor la perdonara y no la soltara nunca. Leí su oración en un libro que encontré en algún estante de una librería católica. Quedé inmóvil y sintiendo caer un par de lágrimas. Jamás me imaginé que la piedad pudiera expresarse de una manera tan real, tan tocada por la miseria y a la vez tan sublime precisamente por eso. Sobra decir que la oración era de una mujer que ejercía la prostitución, una de esas que nos precederán a tantos en el reino de los cielos.

El recuerdo de aquella oración vuelve ocasionalmente, como una cuña que incomoda, como un eco que no se apaga, y que me recuerda que algo no encaja del todo en el discurso religioso que sostenemos en nuestros templos, en las homilías, en las páginas católicas, en los congresos, en las redes sociales... Porque al parecer hemos retornado a cierta especie de convicción higiénica de la moral y de la espiritualidad, que nos ha hecho despreciar la encarnación y disfrazarla de teología sobrenatural. Seguimos creyendo que la fe es una amputación de lo más humano de nosotros mismos (sucede en tantos grupos, que la gente llama "lo humano" a lo negativo y reprochable de alguien), y de verdad nos imaginamos que dios ha creado una religión para que podamos sacudirnos la humanidad con todo tipo de procedimientos de purificación.

Claro que hay mucho dolor y sufrimiento que podríamos ahorrarnos de no ser tan incisivos y tercos en nuestro pecado, por supuesto, pero la superación de esa condición no es el desprecio de lo que somos, y mucho menos el desprecio de las personas que por los más variados motivos y circunstancias han quedado a merced de su propia debilidad. No si entendemos que la redención no es anulación de la debilidad sino posibilidad de realización de todo nuestro ser porque somos amados por alguien más fuerte, lo que significa que el verdadero creyente es el que se abraza con el padre para confiar en que es en su amor en donde se encuentra el valor para todas las batallas y la fuerza para construir sueños y anhelos, y no en la propia capacidad de eliminar la flaqueza. Hay que superar esa religión que nos hace despreciar nuestra sangre por no ser de un linaje sin mancha, que nos hace huir de nuestra propia condición para alcanzar la mítica naturaleza de los ángeles, que nos engaña con la predicación de un verbo que no se hizo carne sino que apenas se disfrazó de ella.

Una mujer, prostituta también, extranjera, gentil y pagana, contamina la genealogía de Jesús. Pero aquella mujer es también un tipo raro de creyente, pues es una abandonada en el plan de un dios que no conoce, aunque es capaz de reconocerlo, al que no adora, aunque es capaz de respetarle. Ella, y las otras mujeres de aquella genealogía de Mateo son, en palabras del Papa Francisco: "Las que anuncian que por las venas de Jesús corre sangre pagana, las que recuerdan historias de postergación y sometimiento". Todo parece indicar que dios no precisa de pureza alguna de nuestra parte para entregar sus promesas, ni para poner su tienda en medio de las nuestras. Somos nosotros los que parecemos necesitarla, claro, siempre de los otros, no de nosotros mismos. La necesitamos para creerles, para admitirlos a la comunión, para extenderles la solidaridad. De haber sido Jesús un religioso según nuestro estilo, no sabríamos nada de hijos pródigos, ni de samaritanos, ni de publicanos, ni de pescadores, ni de criados romanos, ni se le habría acercado la mujer con aquella hemorragia. De no haber sido Jesús un iconoclasta de aquellos imaginarios de merecimientos, linajes, moralismos y categorías de inaceptables e indeseables, no podríamos hoy seguirle ni encontrarle. Pero lo fue.

Queremos emparentarnos espiritualmente con esa parte inverosímil de los santos, que a veces los hace parecer más desquiciados que buenas personas, pero no queremos emparentarnos con la debilidad redimida, ni con la miseria besada por dios. Nos encargamos de que ni María, ni su hijo, ni sus amigos puedan parecer uno de nosotros, pero lo fueron, y siéndolo estuvieron alegremente inundados por la gracia del gracioso dios del cielo, que seguramente se ríe un poco de nuestras discusiones aquí, tan impertinentes, tan crueles, tan dedicadas a pormenorizar las cosas que no tienen la menor importancia, o tienen mucha menos importancia para él, que la oración encarnada, real y secreta de una mujer que pone en la parte de su cuerpo aparentemente más manchada, la señal de que a dios nunca se le agotarán las fuerzas para protegerla y el amor para arrullarla. Aunque no duerma a la misma hora que los que se hacen llamar sus ministros.

Personas como ella son las que Jesús lleva en la sangre, por eso cuando me llegue el día de partir y una de ellas sea quien abra las puertas, le pediré perdón mirándola a los ojos, por cada vez que me creí el cuento de que yo era mejor...
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