Tutorial Fariseo de Moral Elemental

La moral no es un contenido, como tampoco lo es la fe. La moral es una destreza, profundamente humana, que nos permite orientar nuestras acciones en busca de aquello que consideramos puede ser mejor. Es una puesta en marcha de las acciones que hemos juzgado apropiadas. Es el criterio, pero también su aplicación. Qué lástima que la palabra tenga tan mala reputación entre las personas, pues la moral es la llave de la libertad, pero difícilmente nos acordamos de ella en sentido positivo. Se oye hablar mucho más de moralismos que de moralidad, y se escucha más acerca de la “doble moral” que de la sencilla y simple de tantos hombres y mujeres en el mundo que no saben de nada que no sea hacer el bien. En fin, que en éste como en tantos otros casos de palabras que se han extendido por el mundo a manos de los religiosos profesionales, está más cargada de prejuicios que de realidades.

Esos religiosos profesionales, que despojan de alegría la buena noticia y la convierten en una recia imposición de verdades impersonales, tienen por afición inventar reglas para todo cuanto puede restringirse en el mundo, y lo hacen con unos niveles de creatividad que envidiarían las grandes empresas de tecnología. Porque se han convencido – los han convencido – que moral y norma son lo mismo, que para ser una buena persona es necesario que a uno lo obliguen a serlo, porque de lo contrario todos nos desviaremos inevitablemente hacia el abismo. Son pesimistas por convicción y dictadores por elección, no educan, dan instrucción, no forman, disciplinan, y como a la base de su idea de lo que somos los seres humanos está el que somos incapaces de elegir bien, de educar nuestra voluntad, consideran que lo único necesario es que cada persona tenga a alguien que decida por ella, alguien más sabio, más lúcido, más puro, uno de ellos. Por eso no tienen discípulos, sino adeptos.

La moral, sin embargo, es un viaje muchísimo más interesante que solo puede hacer cada persona, un camino para crecer en la capacidad de considerar opciones (nunca hay una sola), reconocer consecuencias (siempre hay unas cuantas impredecibles), e identificar motivaciones (que muchas veces nos da vergüenza reconocer), de todo aquello que queremos, o decidimos, o sentimos que estamos obligados, a hacer. Un viaje en el que vamos encontrando que hay cosas que nos interesan mucho en la vida, y otras que no nos interesan tanto, cosas que debemos someter a examen porque no siempre le damos importancia a lo que realmente debe tenerla, y con frecuencia menospreciamos lo que debe ser nuestra riqueza. Por eso no hay valores estáticos en la moral de los seres humanos, no hay unas palabras que signifiquen una sola cosa para todos y que todos debamos instalarnos como un software de comportamiento. El respeto, la amistad, la honestidad, la lealtad, sin duda son asuntos muy importantes, pero no existen fuera de nosotros, y no hay forma de unificar universalmente su significado y mucho menos de evaluar con neutralidad absoluta su ejecución. De manera que lo que tenemos no son valores, sino valoraciones: priorizamos, concedemos importancia, a personas, a emociones, a experiencias, y según eso vivimos, y de acuerdo con esas valoraciones cada uno puede terminar siendo leal a algo, puede respetar algo, puede atreverse a ser honesto y asumir las consecuencias.

Como los fariseos más fundamentalistas de la primera etapa del cristianismo, los de hoy solo conciben las consecuencias en términos de premios o castigos impuestos desde afuera. Son tan ateos que creen que dios existe con el único propósito de darles la razón en que está mal lo que ellos deciden que está mal, y está mal desde el big bang hasta nuestros días. Por eso sus relatos, sus testimonios, sus comunidades están llenas de personas que cuentan que antes se portaban mal y ahora se portan bien. Por eso sus líderes tienen esa apariencia de ser intachables e inmaculados aunque tengan las mismas contradicciones que todos los mortales – desconfía siempre de alguien que nunca tropieza, porque difícilmente te ayudará a levantarte – y las mismas inconsistencias que cualquier cristiano, incluidos los de los altares. Por eso su enseñanza no advierte sobre la belleza del mundo, sino sobre su peligro inminente, no seduce por la esperanza de una libertad que debemos conquistar, sino que reprime todo lo que brota espontáneamente de nosotros pues suponen que quedamos mal hechos, no convoca a una presencia alegre y emocionante en el mundo, capaz de transformar sus injusticias con bondad, sino que invita al aislamiento, a no contaminarse y mantenerse a salvo encerrados en sus reuniones anacrónicas, no produce prójimos, sino meros abrazos desabridos y estériles a la hora de la paz.

Mientras tanto los seres humanos comunes y corrientes tienen que decidir todos los días sobre cientos de asuntos que sí tienen que ver con la vida real y que jamás se podrán considerar sin sus matices, sin sus laberintos de razones y sin el tedioso entramado de consecuencias de las que no somos plenamente conscientes (Confieso que no supero aún la lectura de “la historia de las cosas” ese libro valiente en el que me contaron que cuando compro una taza de café en una linda tienda estoy contaminando cientos de litros de agua, o cuando compro determinada marca de computadores estoy promoviendo la trata de niños en las minas africanas de coltán). Lo vemos, por ejemplo, en las estaciones de buses de nuestras ciudades, cuando cada día tantas personas se preguntan si pagan o no el acceso al transporte público, cosa que para muchos, no es una decisión menor. Y como la vida es mucho más compleja de lo que parece, en algunos casos el acto a todas luces honesto y recto de asumir el compromiso ciudadano de no saltarse la norma termina siendo un pequeño aporte a enormes maquinarias de corrupción y esclavitud moderna que laceran la vida de otros hermanos, y como nadie con un poco de bondad y conciencia en el alma haría una seria invitación a incumplir los deberes sociales más básicos, los pobres están obligados a dañarse unos a otros sin saberlo. Porque la ley, como bien dijo Pablo, mata. Y mira si Pablo había amado la ley. Lo que da vida es el espíritu, y eso significa exactamente dios ensanchando nuestra capacidad de darnos cuenta, de tomar conciencia, de elegir, de priorizar, de privilegiar unas cosas sobre otras; y de actuar, de llevar a cabo lo planeado para no vivir de intenciones y discursos, teniendo siempre presente que su opción jamás fue una idea de felicidad individual, que para él solo es posible junto a los otros. No contenidos, destrezas. No patrones de conducta, confianza en el propio camino. No amenazas de castigo, capacidad de dar significado a lo que hacemos.

Éstas podrían ser algunas pautas básicas para ser un maestro fariseo de moral:
- Decidir, siempre y en todo lugar, por los demás. Decidir qué deben querer, cómo deben quererlo y cuándo deben quererlo, y sobre todo decidir lo que jamás deben querer. Decidir desde su fe lo que deben hacer incluso los que no tienen esa fe.
- Encontrar peligros y amenazas en cualquier parte y bajo cualquier pretexto, ser anunciadores de desgracias, ser profetas de la desesperanza, convencer que el mundo es un lugar hostil y sombrío incorregible.
- Llenar de reglas estrechas y minuciosas la vida de los sencillos mientras se maneja la propia vida con amplios argumentos abstractos para justificar no hacer eso que se le pide a los demás.
- Obsesionarse con temas íntimos y pasar de largo los temas que nos comprometen a todos. Llegar al extremo del morbo en las indicaciones sobre la sexualidad, pero jamás hacer llamados concretos ante las injusticias que despojan a los hermanos más pobres.
- Hacer sentir a la gente sencilla muy culpable, para luego contarles lo maravilloso que es dios, que a pesar de sus inmundicias los quiere. Nunca hacerlos sentir orgullosos y felices de lo que son, para que descubran lo amados que han sido desde siempre.
- Afirmar sentencias, sin jamás escuchar las historias.
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