Aquí hay uno que quiere Cambiar el Mundo

¿Qué clase de hombre es aquel que no lucha por un mundo mejor? es la inscripción en el taller del herrero Balian en la película “reino de los cielos” (Cruzada en Latinoamérica), que tal vez debería estar también allí en donde un cristiano trabaja, sirve o reza. Falta apenas echarle un breve vistazo a las noticias de todos los días para saber que hay mucho por hacer; mucha hambre por saciar, mucha inteligencia por acercar a conocimientos útiles, mucho talento por hacer brillar, mucha injusticia por extinguir, mucho sufrimiento falta aún por extirpar de la faz de la tierra. Y ¿quién va a hacerlo si no somos nosotros?

La comunidad cristiana nació precisamente así, como un hospital de campaña, ¿no fue acaso el emblemático ejemplo de aquel samaritano cuidando del hombre asaltado y herido uno de los gritos más contundentes del cristianismo que surgía a finales del primer siglo y que rompía precisamente con la solidaridad que se da exclusivamente entre miembros del mismo clan? A todos llegaba el anuncio de fraternidad, sin restricciones ni condiciones, sin miramientos al origen o al destino de nadie. No fue una aduana de moralidad, sino una casa abierta en la que hasta el perseguidor era acogido, y en medio del amor compartido sus ojos se abrían a un camino mejor.

Sabían que el Padre les había confiado una tarea, y que aunque no dejarían de ser vulnerables a ese mismo sufrimiento que querían curar, quien los sostenía ya lo había vencido todo.Se sentían importantes, más que Salomón, pero eso nunca les hizo olvidar que toda esa historia compartida no había sido para rescatarles a ellos nada más, sino para tantos otros que todavía no se sentían perdonados y por tanto no conocían su capacidad de amar. Para los que, presos aún de todas las formas en las que la vida suele oprimir a los indefensos, esperaban algún enviado que les anunciara la libertad. Se sentían distintos, no a los otros, sino a sí mismos, y eso nunca les hizo cerrarse a los demás, sino abrirse a contagiarles de su alegría y su recién estrenada amistad con el Padre. Estaban decididos a cambiar el mundo y lo hicieron, y esperaban de quienes les seguían detrás el mismo nivel de pasión, compromiso y espontaneidad con el que habían dado la vida para que a ningún ser humano le fuera arrebatada la posibilidad de ser feliz. Fue esa la buena nueva que el mundo conoció aquella primavera del siglo I.

Debemos pedir perdón, mucho perdón, como Iglesia y como creyentes, no solo por las pequeñas y grandes desilusiones que ese ambicioso apellido nuestro les ha dejado a tantas personas en el mundo, no solo por confirmar las sospechas de tantos otros que nunca esperaron nada bueno de esta institución que a veces opaca la comunidad que la sostiene, no solo por el dolor causado a las personas que han sufrido las injustas consecuencias del pecado de algunos que mal la representan, sino especialmente por haber permitido que todo lo anterior convirtiera la buena noticia de Jesús en un discurso poco atractivo, muy poco interesante, en un conjunto de apreciaciones escolásticas sobre la vida ajena que muy poco le ayudan al prójimo a salir de su propio caos, un discurso tan retórico, tan claustrofóbico, tan asustadizo en la calle y tan valiente en el púlpito, en un desgaste malicioso de la sexualidad que le ha amputado tanta o más realidad que la pornografía, tan obsesionado con la pelvis, tan perturbadamente impersonal. La bienaventuranza reducida a sermón obligatorio, las aves del cielo pintadas en los techos de templos, los santos imposibles de creer, causantes de más superstición que las estrellas.

Quienes, sin embargo, conscientes del encargo recibido, y libres de todo pretexto para excluir o perseguir, se ponen a la tarea de desempolvar las palabras de Jesús, quienes las sacan de las cartillas de catequesis y las devuelven a la calle, al campo, a los canales de televisión normal, a los centros comerciales y las playas repletas de turistas, a donde aquellas palabras pertenecen, no dejan de sentir esa continua inquietud de transformarlo todo, esa comezón por no dejar las cosas como están, ese sentido de urgencia de contar a tiempo esas palabras que Jesús dice para inspirarnos a vivir como hijos con Padre, y no como cuidadores de cerdos. Es bueno tenerlos cerca, escucharlos, verlos actuar, son hombres y mujeres valientes que sacan de entre las obligaciones y los compromisos el tiempo suficiente para darle una mano a los hermanos, curar alguna herida, leer la palabra, orar, para ir a pedir perdón por sus pecados, y para darle la vuelta al mundo que necesita reordenarse teniendo por prioridad a los más pequeños.

Veo a uno que quiere cambiar el mundo, y para hacerlo sabe que también debe cambiar su Iglesia. Benditos sus pies que vienen a esta tierra que resume todo lo que la humanidad es capaz de ser. Bienvenido a Colombia Papa Francisco, aquí hay manos para la tarea.
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