Las respuestas de dios son Caminos

Una clara y cierta prueba de que llevamos dentro el sello de quien nos ha creado es que tenemos anhelos de felicidad. Sabemos cuándo la vida es menos de lo que puede ser, suspiramos con los futuros posibles en los que algunas de nuestras actuales tragedias hayan quedado atrás, soñamos con una vida distinta. Ya el contenido de esos anhelos y sueños es otra cosa, mucho de eso puede ser fruto de los condicionamientos sociales, de las herencias culturales, de lo que consumimos. Pero la insatisfacción con una vida a medias, la claridad con la que reconocemos la injusticia, la certeza que tenemos de que el mundo debe y puede ser distinto; eso no es otra cosa que sed de dios. Anhelo de infinito.

A esa simiente que el mismo dios ha dejado en nosotros, y que con el paso de los años y de la historia se convierte en peticiones al cielo, en rezos, en luchas contra el conformismo, en revoluciones personales contra la resignación, e incluso, en algunos casos en ateísmo – Eso en lo que no creen tantos ateos, tampoco lo creen los verdaderos creyentes – y más comúnmente en una búsqueda constante de tener una “mejor vida” o “llegar a ser alguien”, dios responde con su revelación en la historia, en su “dejarse ver” por nosotros para hacernos saber quién es y qué quiere.

Abraham, Jacob, Moisés, Josué, por nombrar a algunos de los grandes referentes de aquellos primeros tiempos, son los protagonistas de una historia de liberación, de peregrinación, de búsquedas por una distinta manera de vivir, que contrastara con la de los imperios, reinados y tiranías de aquel entonces, que le ofreciera al mundo una posibilidad distinta, no basada en la explotación, ni el egoísmo, ni el engaño. Pero sus historias no son discursos elaborados a la manera de los pensadores griegos. Son salidas, son caminos recorridos en los que el pueblo de sus descendientes encontró una voz de dios que los invitaba a desinstalarse de su contexto, a desacomodarse de su propia forma de vida, a huir de la esclavitud, a escapar de la opresión, a entrar en un territorio con el propósito de construir allí algo nuevo y único. Detrás de todas las afirmaciones de la fe israelita resuena aquel: “Mi padre era un arameo errante”. La fe estuvo asociada siempre al camino, al itinerario. Nunca fue un concepto, nunca fue una formulación absoluta e indiscutible, sino un ponerse en marcha. La fe en Yahveh siempre fue un detonante de movimiento y una vacuna contra la petrificación.

Eso quiere decir que la Evangelización es ante todo un ejercicio de movilizar. Movilizar conciencias, emociones, dudas, búsquedas. Es construir caminos, anunciar senderos por los que es posible que juntos busquemos la identidad que perdemos con nuestros errores – el pecado nos desdibuja y nos confunde – y que sigamos a aquel que es el camino. En los evangelios sinópticos encontramos que la fe en Jesús está expresada en términos de movimiento: seguirlo, ir tras de él, ser enviado por él. Jesús es la respuesta de dios, la solución de dios, y se le encuentra en el camino. Las respuestas de dios son caminos. Ni verdades conceptuales, ni elucubraciones abstractas, ni definiciones morales, Caminos. Solo quien se pone en marcha puede descubrir al dios que se revela en la historia, solo quien asume la construcción de su existencia puede encontrarse con el dios que se deja ver en los acontecimientos.

Siendo esto así, la tarea del evangelizador es inquietar lo necesario para que cada persona encuentre una nueva manera de confrontar su insatisfacción, de saciar su anhelo, de perseguir el infinito. Ya no en la superficialidad, no en el vacío, no en el desmedido consumo ni en camuflarse con el resto de la masa, sino entrando en la profundidad de la vida verdadera. Nuestro anuncio debe ser tan impactante que las personas no solo reconozcan su propia búsqueda, sino que se animen a hacerla y vivirla ahora tras las huellas del profeta de la vida en abundancia: nuestro Señor.

Por tanto la buena noticia tiene que ver con lo más auténtico de nuestro caminar, con lo más genuino de nuestra propia existencia. La buena noticia nos exige llevarla tan adentro que nos baste su fuerza para no tener que perseguir en públicos y auditorios la satisfacción que no encontramos al vivir.
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