Andrés Torres Queiruga, una teología que devuelve el Evangelio a la vida
En tiempos de ruido religioso y silencios culpables ante la injusticia, la teología de Queiruga no solo piensa a Dios: lo defiende, devolviéndolo al lugar donde siempre quiso estar, el corazón vivo del ser humano.
En un tiempo marcado por el desencanto religioso, el dogmatismo estéril y la ruptura entre fe y experiencia, la teología de Andrés Torres Queiruga se alza como una de las propuestas más lúcidas, valientes y evangélicas del pensamiento cristiano contemporáneo. Su mérito no consiste en suavizar el cristianismo ni en diluirlo en vaguedades espirituales, sino en rescatar su núcleo más radical: la experiencia viva de un Dios que es amor incondicional y que se comunica permanentemente con toda la humanidad.
Frente a una concepción infantil de la revelación —esa imagen de un Dios que “dicta” verdades desde el cielo a unos pocos elegidos—, Queiruga ofrece una visión intelectualmente honesta y teológicamente profunda. Si la Biblia contiene errores científicos, relatos tomados de otras culturas y textos donde se justifica la violencia, no es porque Dios falle, sino porque la revelación no anula la condición humana. La Escritura es palabra de Dios en palabras humanas, atravesada por la historia, la cultura y los límites de quienes la escribieron. Lejos de escandalizar, esta afirmación libera la fe de contradicciones insostenibles y la hace creíble para la conciencia moderna.
Uno de los mayores servicios de Queiruga al cristianismo es su crítica al supuesto “silencio de Dios”. En una cultura que percibe a Dios como ausente, el teólogo gallego afirma con claridad: Dios no calla nunca. Un Dios que crea por amor no puede retirarse ni permanecer indiferente. El problema no está en Dios, sino en nuestra limitación para percibir su presencia. Como dice el Evangelio, “el Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). No se trata de esperar voces externas o milagros espectaculares, sino de aprender a reconocer a Dios en la realidad, en la vida cotidiana.
Aquí emerge uno de los núcleos más fecundos de su pensamiento: la revelación como mayéutica, (es decir, como un proceso de “caer en la cuenta” de lo que ya está presente en lo profundo del ser humano). Dios se manifiesta siempre, a todos, a través de la creación y de la experiencia humana. Los profetas no son portavoces de mensajes caídos del cielo, sino hombres y mujeres con sensibilidad especial, capaces de ayudar a los demás a descubrir lo que ya estaba latiendo en su interior. En términos evangélicos, podríamos decir que Jesús no impone la verdad, sino que abre los ojos: “El que tenga oídos para oír, que oiga” (Mc 4,9).
La teología de Queiruga es también una profunda defensa de la paciencia de Dios con la historia humana. La Biblia no es un libro estático, sino el testimonio de un largo camino en el que la humanidad va purificando su imagen de lo divino. Al principio, el ser humano proyecta en Dios sus propios miedos, violencias y deseos de castigo. Pero la revelación avanza cuando esas proyecciones se rompen. El profeta Oseas lo expresa con fuerza conmovedora: “Mi corazón se conmueve dentro de mí… porque soy Dios y no hombre” (Os 11,8-9). Aquí aparece un Dios que renuncia al castigo porque no puede dejar de amar.
Esta línea alcanza su plenitud en Jesús de Nazaret, a quien AndrésTorres Queiruga sitúa con rigor histórico y hondura teológica. Jesús no inventa a Dios, pero lleva hasta el extremo la mejor intuición de su tradición. Al llamar a Dios Abba, rompe definitivamente la imagen de un juez distante y revela un Dios cercano, confiable y gratuito, que hace salir el sol sobre buenos y malos. “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36) condensa toda la revolución cristiana.
La lectura que Queiruga hace de la cruz es especialmente luminosa. Frente a interpretaciones que convierten a Dios en verdugo o espectador cruel, afirma con claridad: Dios no abandonó a Jesús. Un Dios que exige la muerte de su hijo para aplacar su ira no es el Dios del Evangelio. En la cruz, Dios no actúa eliminando el dolor, sino acompañándolo desde dentro, sosteniendo a Jesús en la confianza radical. Como dice Juan: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). Dios no nos libra “de” la cruz, pero nos salva “en” la cruz, dándonos fuerza para atravesar el mal sin sucumbir a él.
La teología de Andrés Torres Queiruga es imprescindible porque no añade peso al sufrimiento humano, sino que lo aligera con esperanza y claridad. En un mundo donde tantas personas viven heridas, culpabilizadas o cansadas de un Dios que parece exigir más de lo que da, su pensamiento devuelve al cristianismo su verdad más profunda: Dios no es quien hiere, sino quien sostiene.
La coherencia de esta teología desemboca naturalmente en el pluralismo religioso. Si Dios es amor, no puede revelarse solo a unos pocos. Toda religión es un lugar de encuentro con Dios, aunque ninguna lo agote. Aquí, Queiruga no relativiza el cristianismo, sino que lo universaliza: su verdad no consiste en excluir, sino en revelar que el amor y el perdón no tienen fronteras.
En el fondo, la teología de Queiruga es una llamada a una fe adulta, responsable y encarnada. No una fe de consignas, sino una fe que se hace vida. Como Jesús en Mateo, Queiruga recuerda que “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,16). Cuando la revelación se convierte en experiencia personal, deja de ser ideología religiosa y se transforma en fuerza liberadora, capaz de humanizar la historia.
En tiempos de ruido religioso y silencios culpables ante la injusticia, la teología de Queiruga no solo piensa a Dios: lo defiende, devolviéndolo al lugar donde siempre quiso estar, el corazón vivo del ser humano.
Y es precisamente aquí donde todo lo anterior cobra un sentido especialmente profundo para quienes sufren. Para quienes atraviesan enfermedades, duelos, fracasos o crisis personales y, en medio de esa oscuridad, tienden a culpar a Dios de lo que les ocurre. Desde la interpretación de Queiruga, esa reacción comprensible nace muchas veces del dolor y del desconcierto, pero no responde a la verdad de Dios. Dios no envía el mal, no castiga, no pasa facturas por errores pasados. El sufrimiento no es un mensaje oculto ni una prueba impuesta desde lo alto; es parte de una realidad frágil y limitada que Dios no ha querido, pero que acompaña sin abandonar.
Para quienes cargan con culpas, remordimientos o la sensación de no haber hecho las cosas bien, esta teología resulta profundamente liberadora. Dios no es la voz interior que acusa sin descanso, ni el juez severo que muchas veces proyectamos desde nuestras propias heridas. El Dios del Evangelio no aplasta, no humilla, no condena. Sostiene, comprende y abre siempre una posibilidad nueva, incluso cuando nosotros ya no la vemos.
Y para quienes caminan por un túnel sin ver la luz al final, la fe, entendida así, no promete soluciones mágicas. Creer no es entenderlo todo, sino no estar solos. Dios no nos libra “de” la cruz, pero nos libra y nos salva “en” la cruz, dando fuerza para resistir, para no rompernos del todo, para seguir viviendo incluso cuando la noche parece interminable.
Quizá ahí, en medio del sufrimiento real de tantas personas, esta teología muestre su verdad más honda: Dios no es quien oscurece el camino, sino quien lo recorre con nosotros. Y tal vez por eso creer no sea cerrar los ojos ni negar el dolor, sino atreverse a confiar incluso cuando la luz todavía no se ve.
La teología de Andrés Torres Queiruga es imprescindible porque no añade peso al sufrimiento humano, sino que lo aligera con esperanza y claridad. En un mundo donde tantas personas viven heridas, culpabilizadas o cansadas de un Dios que parece exigir más de lo que da, su pensamiento devuelve al cristianismo su verdad más profunda: Dios no es quien hiere, sino quien sostiene.
No ofrece soluciones fáciles ni explicaciones mágicas, pero sí algo mucho más valioso: un Dios que no castiga, que no abandona y que no guarda silencio, aunque a veces no sepamos reconocer su presencia. Un Dios que no elimina la cruz, pero permanece fiel dentro de ella, acompañando sin juzgar.
Es importante entender que cuando decimos que Dios no nos juzga en nuestra vida cotidiana, no estamos negando las enseñanzas bíblicas sobre el juicio final. El Evangelio y el Credo hablan de un momento en el que Dios pondrá a la luz la verdad de cada vida, mostrando de manera completa y transparente cómo se han desplegado nuestras decisiones, acciones e intenciones, incluyendo incluso aquellas que han causado daño a otros o que han sido equivocadas. Como dice San Pablo: “Ahora vemos como por espejo, oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de manera parcial; entonces conoceré plenamente, como también he sido plenamente conocido” (1 Cor 13,12). Desde la perspectiva de Queiruga, este juicio no es un castigo arbitrario, sino la manifestación plena de la justicia y la misericordia divinas. Dios respeta la libertad humana y acompaña a cada persona durante toda su existencia; el juicio final revela la verdad de nuestra vida en su totalidad, permitiendo comprender nuestras elecciones y sus consecuencias. Pero, más que condenar, abre la puerta a la reconciliación y al perdón pleno, ofreciendo la oportunidad de reparar, reconciliarse y experimentar el amor y la misericordia incluso con aquellos a quienes no pudimos enmendar en esta vida. En otras palabras, Dios no nos abandona ni nos condena en el día a día, pero al final todo se mostrará con claridad dentro de su amor, y nos permitirá reconciliarnos y restaurar relaciones con nosotros mismos, con los demás y con la vida.
En tiempos de fe frágil y de dolor real, la teología de Queiruga no solo es intelectualmente honesta, sino profundamente compasiva. Ayuda a creer sin miedo, a vivir sin culpa y a sufrir sin sentirse castigado. Por eso no es una teología para tiempos tranquilos, sino una teología imprescindible para quienes atraviesan la noche, para quienes buscan a Dios no en el poder, sino en la esperanza que resiste.