"La cita semestral se está convirtiendo en un ejercicio estresante" El Conejo Blanco se hace ver por Añastro

La mesa de los cardenales en la Plenaria
La mesa de los cardenales en la Plenaria JL

Es una situación entre la película “Deprisa, deprisa”, de Carlos Saura (también porque algunos se creen que esos que suben al primer piso del edificio de Añastro son unos auténticos delincuentes) y el “Dios mío, Dios mío, voy a llegar tarde” del Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas. Unas prisas por llegar que, paradójicamente, conducen al alejamiento entre unos y otros, algo que, por otro lado, tampoco parece preocupar demasiado

Es de agradecer la referencia del cardenal Juan José Omella, en su discurso de apertura de la Plenaria de primavera, a la salud mental como una problemática insuficientemente atendida en España, porque ir a esa cita semestral en la calle Añastro de Madrid se está convirtiendo en un ejercicio muy estresante y un punto paranoide, donde se palpa el miedo y la desconfianza con los de fuera, especialmente con esa especie invasiva que es la tropa periodística.

Por más pronto que se llegue, se sabe que al final (casi) todo será en vano. Apacentando mansamente en el alargado vestíbulo, cuando el jefe de prensa dispara el chupinazo -cada vez más encima de la hora de comienzo del discurso del presidente de los obispos-, la manada sale en estampida hacia el hemiciclo de la Plenaria, sorteando a pastores rezagados, invitados y trabajadores de Añastro para tratar de encontrar un hueco desde donde seguir la faena, a la vez que se intercambian saludos cacofónicos con algunos obispos que merecerían una mejor dicción.

Invitados y periodistas en la sala de la Plenaria, en Añastro
Invitados y periodistas en la sala de la Plenaria, en Añastro JL

Es una situación entre la película “Deprisa, deprisa”, de Carlos Saura (también porque algunos se creen que esos que suben al primer piso del edificio de Añastro son unos auténticos delincuentes) y el “Dios mío, Dios mío, voy a llegar tarde” del Conejo Blanco de Alicia en el país de las maravillas. Unas prisas por llegar que, paradójicamente, conducen al alejamiento entre unos y otros, algo que, por otro lado, tampoco parece preocupar demasiado.

Veo prisas también en el cardenal Omella, que casan muy bien con su natural optimista, cuando anuncia -ante el estupor de algunos presentes y la tozudez de recientes análisis demoscópicos- que “estamos viviendo el inicio de una nueva primavera del Espíritu”, y que se estaría manifestando -tras completar la secularización su ciclo también en el rural- con que “Dios está emergiendo en las ciudades”. Y no puedo no pensar en la Fiesta de la Resurrección (nada que ver con el Resurrection Fest de música heavy en mi tierra gallega) que ha montado la AcdP este fin de semana en pleno centro de Madrid y, a la vez, con la advertencia de Francisco unas horas después de la Salve Rociera que le cantaron a la Cibeles, preguntando "¿dónde buscamos al Resucitado? ¿En algún evento especial, en alguna manifestación religiosa espectacular o sorprendente, únicamente en nuestras emociones o sensaciones? ¿O en la comunidad, en la Iglesia, aceptando el desafío de quedarnos, aunque no sea perfecta?".

Un obispo sigue el discurso de Omella en su tableta
Un obispo sigue el discurso de Omella en su tableta JL

No me cabe duda de la respuesta que daría el arzobispo de Barcelona, y ojalá esos brotes verdes de esa primavera crezcan con algo más que ese sustrato de pertenencia elistista con el que los abonan quienes están al frente de esa especie de suflé juvenil que encadila la vista y el oído de algunos obispos. Con alguno de los cuales he cruzado la mirada durante el desfile que, mientras esperábamos, han hecho por el vestíbulo de Añastro, desde la Capilla de la Sucesión Apostólica -que será siempre ‘la de Rupnik’-. La encabezan los últimos obispos nombrados, tres nuevos de una sola tacada apenas dos semanas antes de Pascua… y de la salida del cardenal Ouellet de la Congregación para los Obispos, que algunos se malician que o era ahora o nunca, cosas más extrañas se recuerdan, como aquel nombramiento para Zaragoza de Manuel Ureña con la firma de Juan Pablo II mientras el Papa polaco agonizaba en sus habitaciones. “Dios mío, Dios mío, voy a llegar tarde”, pero llegaron, y ahí están, el rostro circunspecto, mirada al frente, sintiéndose observados, bajan la media de edad, pero algunos que casi se la doblan dicen que son mayores. Teológicamente. Ah, vale. Forman parte de esa generación que usa las tabletas en vez de los folletos impresos que reparte el personal de Añastro para seguir el discurso de Omella.

El que no se reparte nunca es el discurso del nuncio y es posible que alguno que se haya quedado enredando con la pantalla de su tableta o móvil se haya perdido la exclusiva que adelantó Bernardito Auza al sacarse de la chistera el conejo de la aprobación de una instrucción pastoral sobre medidas antiabusos, que ni estaba en el orden del día ni la mayoría se la esperaba por boca del arzobispo filipino. El diplomático, tal vez cansado de que le digan que siempre llega tarde con los nombramientos, se adelantó esta vez a todos, dejando en mal lugar al presidente, aguando el estreno en su primera Plenaria completa como secretario general a César García Magán y ahondado en la sensación de que con Rouco estas cosas no pasaban. ¿Pura casualidad?

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