“Le he invitado yo” Entre el buey y la mula (pseudo cuento de Navidad)
La vida no entiende de pasaportes. Y, a pesar de todo (y gracias, porque el día en que se canse de hacerlo…), Dios sigue naciendo. El Dios extranjero, el Dios pobre, el Dios expulsado del templo. Perseguido, obligado a huir, hambriento y dolorido. El Dios niño que te mira a los ojos, y al corazón, y te pregunta: “¿Me puedo quedar en tu casa?”
“¿Qué hace este aquí?”, bramó la mula al contemplar al pequeño que, envuelto en una raída sábana, descansaba al calor del pesebre de Belén. “Le he invitado yo, ¿algún problema?” respondió el buey, ladeando la cabeza. “No, nada, nada”, rezongó el animal, recostándose entre las pajas, cerca del lugar en el que María, agotada por el esfuerzo del parto, dormitaba levemente. Al fondo, José calentaba al fuego los pañales para que el pequeño mantuviera el calor en su cuerpo.
“No lo entiendo, de verdad, no lo entiendo. Éramos pocos…” se dijo, echando una mirada al bebé que dormía, tranquilo, con el dedo gordo metido en la boca. “Si ni siquiera es de los nuestros” pensó en voz alta, buscando tal vez la solidaridad de sus compañeros de establo. Nadie dijo nada, quién sabe si por miedo a la reacción del buey, o porque estaban hartos de que la mula no parara de quejarse. Hoy, por aquella familia que no había encontrado sitio entre los suyos; ayer, por la mosca que no se le iba de la cola; la semana pasada…
Lo cierto es que la noche había sido movidita, con los gritos de María retumbando en el portal, y más allá, despertando a los vecinos (“¡Que somos pastoooores, que mañana nos levantamos proooonto!”, gritaban algunos), con el constante ir y venir de José al pozo a buscar agua, los cuchicheos de las marujas de Belén, “Anda este, mira que venir al censo sin reservar habitación”. Y, después, con aquella luz gigante que definitivamente desveló a todos, y los otros pastores, los del prado cercano, “Esos que no se juntan con nadie”, viniendo a traer queso y vino a los asustados y felices padres. “Ala, encima fiesta”, rezongaban otros.
A primera hora de la mañana, apareció el dueño del pesebre. No hubo manera de hacerle entrar en razón. Cuando se ponía, era peor que su mula. “Ni recién nacido ni recién nacida, ustedes no tienen derecho a estar aquí”, discutía el hombre con José, que se esforzaba en explicarle que no habían encontrado hueco en la posada, (“Por algo será”, pensó el animal), que sus familiares no les habían abierto las puertas (“Sí, sí, familiares, como que estos son de Belén. Tienen una pinta de nazarenos que echan para atrás…”) y que no habían tenido más remedio que entrar a calentarse en el portal. Y allí había nacido el niño.
“Muy bien, muy bien, pero les quiero fuera ¡ya!”, fue la respuesta del dueño del pesebre. De nada sirvió el mugido quejoso del buey, que parecía el único dispuesto a defender a aquella familia: a media mañana María, con Jesús en sus brazos, se apoyó en el hombro de José, y salieron de allí. No sería la primera vez que les expulsaran de algún lugar. En realidad, se pasarían toda la vida huyendo, perseguidos, extranjeros en tierra ajena. En Belén, en Jerusalén, en Nazaret, en Egipto…
Esa misma noche, u otra noche, no recuerdo bien, en otro pesebre (o bajo un puente, o a las puertas de una parroquia, o en una patera en mitad del mar, es tan frágil la memoria y tantas las situaciones) nació otro niño Jesús. Tal vez, seguro, esta misma Nochebuena.
No es una figurita del Belén. Son otros niños Jesús. Blancos, negros, amarillos. Niños, y niñas (y niñes, que la dignidad la marca la vida que emerge, no otras etiquetas) Jesús. Y sigue sin haber sitio en la posada, o en casa de los familiares. Incluso, a muchos, se les desahucia del mismo portal. O peor: se impide que otros, que sí saben qué ocurre realmente en Navidad, los acojan en sus comunidades. Hay miedo, odio, ignorancia, violencia, oscuridad. Hay mucha mula ahí afuera. Y aquí dentro.
Pero la vida no entiende de pasaportes. Y, a pesar de todo (y gracias, porque el día en que se canse de hacerlo…), Dios sigue naciendo. El Dios extranjero, el Dios pobre, el Dios expulsado del templo. Perseguido, obligado a huir, hambriento y dolorido. El Dios niño que te mira a los ojos, y al corazón, y te pregunta: “¿Me puedo quedar en tu casa?”.
Por si os vale, yo me quedo con la respuesta del buey. “Le he invitado yo”. Ojalá que te quedes para siempre. Y, sí, también habrá hueco para las mulas. Que el Niño viene para tod@s.