Cuestiones sobre el Credo de Nicea 1700 años después

Amigo, amiga, tienes en tus manos un libro lúcido y atrevido, a la altura de su título provocador: Le Credo de Nicée est-il toujours croyable ? (¿Es creíble todavía el Credo de Nicea?). Paul Fleuret, “biblista descalzo” y “cristiano laico en éxodo” según sus palabras, nos ofrece un análisis documentado, conciso y límpido de la enmarañada evolución por la que el profeta Jesús de Nazaret se convirtió en divinidad celeste eterna encarnada en forma de hombre.

En el año 325, hace 1700 años, el emperador romano Constantino convocó un concilio en su palacio estival de Nicea, hoy Turquía. Los obispos allí reunidos solo representaban a las Iglesias cristianas derivadas de la tradición petrino-paulina, y de entre ellas casi exclusivamente a las de la parte oriental del imperio, presididas por los obispos de Alejandría y Constantinopla, de lengua y cultura griegas. La Iglesia judeo-cristiana había desaparecido prácticamente, y otras, como las Iglesias gnósticas, habían sido condenadas y marginadas por los obispos de la corriente mayoritaria. En Nicea, el emperador, recién “convertido” a la fe cristiana por razones más políticas que religiosas, impuso el dogma que habría de ser vinculante para todas las Iglesias, con el fin de garantizar mejor la unidad del imperio: “Jesús es el Hijo único y eterno de Dios encarnado, consustancial del Padre”. Quienes –como el sacerdote alejandrino Arrio– rechazaron el dogma fueron desterrados.

Muchos podrían preguntarse qué interesan esas cuestiones al mundo en que vivimos: cuando la especie que llamamos Sapiens es arrastrada por una asfixiante carrera global suicida; cuando la humanidad, por impotencia o inconsciencia, parece dispuesta a sacrificar la vida buena y feliz a la codicia inhumana de unos pocos; cuando grandes imperios dictatoriales vuelven a imponerse; cuando avanzamos sin rumbo ni freno hacia una tierra desconocida e inquietante donde el Homo Sapiens será sometido a la máquina; cuando los tecno-magnates que devastan la Tierra, en su loca huida adelante, ya proyectan colonizar la Luna y Marte; cuando los horrores sin fin de Gaza, de Haití o de Sudán reflejan cada día, urbi et orbi, el abismo que nos puede devorar a todos, incluidos los más poderosos…, ¿tiene sentido ocuparse todavía del dogma de Nicea?

Otros muchos, católicos observantes y cristianos en general, protestarán entre desconcertados e irritados: cuando el mundo naufraga, cuando los hombres y las mujeres necesitan más que nunca un suelo firme para seguir caminando, ¿no es este libro una provocación excesiva? Es más, ¿no constituye una alta traición? ¿No viene a socavar los fundamentos mismos no solo de la Iglesia Católica Romana, del Credo más antiguo de todas las Iglesias? Si dejamos de creer en el dogma de Nicea, ¿qué podremos ofrecer al mundo?, ¿dónde encontraremos palabras de vida eterna?, ¿en quién descansaremos?

Pero hay que advertir: las enormes amenazas que se ciernen sobre el mundo actual y estas preguntas e inquietudes formuladas por muchos católicos de la mejor voluntad tienen un punto en común: el miedo. El miedo era también el denominador común del mundo imperial y de la Iglesia de Nicea. No el miedo razonable, mecanismo fundamental de la vida que nos alerta ante un peligro real: el miedo a un salto en el vacío, a un depredador, a los grandes poderes que someten, a quienes se mueven por convicciones irracionales, a personas e instituciones que usan la imagen de un dios omnipotente y arbitrario para controlar y dominar… Sin esos miedos no podríamos sobrevivir ni un solo día. Hay también, sin embargo, muchos miedos irracionales que imaginan peligros y enemigos inexistentes: el miedo a perder prestigio, poder o riqueza, o la unidad del imperio o de la Iglesia, o el control de la verdad y de las conciencias, o la imagen de un dios omnipotente y providente, o la garantía del cielo eterno… O el miedo al otro, a lo diferente, a lo nuevo. Esos miedos irracionales nos encogen y nos encierran en nosotros mismos, nos incapacitan para confiar, imaginar y crear. Nos vuelven enemigos de nosotros mismos y de los demás, enemigos de la tolerancia y de la libertad fraterna, de la confianza creativa, de la vida inspirada.

El miedo a la división del imperio y a la pérdida de poder llevó al emperador a imponer los términos exactos del Símbolo o Credo común de todas las Iglesias. El miedo llevó a los obispos a identificar la fe creadora en Jesús con la adhesión mental a una idea filosófica, y a condenar a quienes lo rechazaban. El miedo inspiró excomuniones, destierros, quemas de herejes, cruzadas, inquisiciones y guerras de religión. El miedo irracional es el origen de los males del mundo y de la Iglesia de hoy. Es imprescindible, pues, la lucidez para detectar esos miedos y la osadía para delatarlos.

Este libro es un ejercicio singular de lucidez y de osadía. No era fácil reunir en tan pocas páginas toda la información esencial sobre una historia extremadamente compleja, en la frontera entre la historia, la exégesis bíblica, la filosofía y la teología, y ofrecer a la vez los criterios fundamentales para una relectura actual “creíble” de los dogmas cristológicos. El autor lo logra brillantemente en estas páginas concisas y profundas, claras y hondas. Mi más sincera enhorabuena a Paul Fleuret.

Como para él, también para nosotros el Símbolo o Credo que seguimos recitando y los dogmas cristológicos que siguen presentándose como líneas rojas de la “fe verdadera” se han vuelto increíbles e impredicables en su literalidad. Están ligados a una cosmovisión geocéntrica, jerárquica y patriarcal, y a una filosofía que distingue dos mundos (el físico y el metafísico). Ya no podemos concebir a Dios como entidad supramundana y extrínseca, substancia en sí, personal y antropomórfica, que interviene, se revela y se encarna en el mundo de manera puntual o definitiva cuando quiere. Necesitamos nuevas metáforas para decir el misterio indecible de cuanto es: Realidad fontal, Aliento cósmico, Creatividad universal, Eros que todo lo atrae, Amor que en todo se da y se crea sin cesar…

Tampoco, en consecuencia, podemos concebir a Jesús como Hijo único y eterno de Dios, de la misma substancia del Padre, sola encarnación plena de Dios en el cosmos. Tampoco podemos afirmar que sea el hombre perfecto –una contradicción en los términos–, ni siquiera el más perfecto –¿quién puede medirlo y de qué sirve comparar?–. Pero somos sus discípulos y es nuestro modelo de ser humano inspirado, bueno y feliz, libre, fraterno y sanador. Es para nosotros la figura de lo que somos y queremos ser. Todos los hombres y mujeres somos Cristos en camino, como el mismo Jesús, pero él es para nosotros, sus seguidores, el icono y la metáfora encarnada del Aliento vital, de la Creatividad universal, de lo humano o de lo divino, del mundo liberado hacia el que queremos caminar.

Queremos vivir y decir nuestra fe en coherencia con la visión de la realidad y de la vida que consideramos más razonable, justa y plenificante, feliz: una visión holística, ecológica, feminista, fraterno-sororal, a un tiempo mística y política. Queremos caminar, descalzos y en éxodo, con Jesús y con todos los hombres y mujeres inspiradas del pasado y del presente, más allá de Iglesias, dogmas y fronteras confesionales. Nos inspira en particular la figura de Jesús, más allá de su mera historia documentada y más allá de todo Credo cerrado. Nos inspiran su libertad profética, su compasión sanadora, su esperanza activa y liberadora, su fraternidad-sororidad universal y sus sabias enseñanzas, entendiéndolas y expresándolas de manera iluminadora y creativa para el mundo de hoy. “No tengáis miedo, nos dice. No os hace cristos humanos o divinos, El aliento vital, como el agua de la fuente, el sentido de las palabras o el espíritu de la letra nunca se repiten ni se dejan atrapar. No os hace Cristos lo que creéis, sino lo que confiáis y creáis. Levantaos y caminad. Inventad, cread. Osad”.

José Arregi, Aizarna, 10 de abril de 2025

(Publicado como prólogo del libro : Paul Fleuret, Le Credo de Nicée est-il toujours croyable ?, Karthala, 2025)

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