Alfonso Ropero. Convertir pecadores, salvar almas, cuidar el planeta
La ecología se ha convertido en el signo de los tiempos presentes, la cual obliga a la iglesia, a todas las iglesias, a escuchar, dialogar y actuar juntamente con la sociedad civil, recordando que, entre otras cosas, los cristianos están el mundo como levadura en la masa, como sal de la tierra, como comunidad de renovación y reconciliación.
Gracias, Alfonso, por tu testimonio cristiano, tu buena labor de editor y pensador y tu amistad.
| Alfonso Ropero
Ropero Berzosa, Alfonso (1556).
Pensador, editor y teólogo protestante, de origen español. Ha sido pastor evangélico durante casi veinte años, para dedicarse después a la investigación y a la publicación de trabajos sobre Sagrada Escritura, Filosofía y Teología. Es quizá el pensador más significativo de la Iglesias Evangélicas de lengua española.
. Tiene un Master en teología por el CEIBI (Xanta Cruz de Tenerife), esta gradudado por la Welwyn School or Evangelismo (Herts, Inglaterra) y es doctor en filosofía por la Saint Alcuin House University (Inglaterra), con una tesis sobre El Origen de la Religión y la Filosofía.
Ha sido coordinador editorial de la colección «Grandes autores de la fe cristiana», de Ediciones Clie, donde ha preparado y editado epítomes y compendios de varios clásicos cristianos (Agustín de Hipona, Cirilo de Jerusalén, Orígenes, Clemente de Alejandría, Juan Crisóstomo, Juan Clímaco, Justino Mártir, Ireneo de Lyon, Tertuliano, Padres Apostólicos y Martín Lutero). Es actualmente director de publicaciones de la Editorial Cle, compaginando sus labores editoriales con la docencia y la elaboración de trabajos de tipo literario, filosófico, histórico y teológico, marcados por la opción por la justicia.
Ha publicado más de un centenar de artículos sobre temas de teología, historia y pensamiento. Entre sus obras más importantes figuras: Los hombres de Princeton: Tradición y desafío (1994), Nueva Era de Intolerancia (1995), Historia, fe y Dios (1997), Salud, enfermedad y fe (1999), Introducción a la filosofía. Una perspectiva cristiana (1999 y 2004); Teología bíblica del avivamiento: avívanos de nuevo (2000) etc. Ha preparado y editado con F. Lacueva un Diccionario teológico ilustrado (2011) y un Diccionario Enciclopédico de la Biblia, con un equipo interconfesional de colaboradores. Dirige un blog titulado NIHILITA www.nihilita.com), un lugar lleno de sugerencias, diálogos y reflexiones de tipo social y religioso, evangélico y cristiano.
Epílogo a Xabier Pikaza, La alternativa ecológica, Clie, Viladecans 2024 (451-466)
Casi desde el principio del cristianismo, la Iglesia ha venido siendo comparada a una barca, «la barca de Pedro», que en el mar de este mundo ayuda a la humanidad pecadora a salvar su alma. La imagen de la Iglesia como una barca es de las más utilizadas en los primeros siglos, muy presente en el arte y la imaginería eclesiales. «La Iglesia es semejante a una nave que continuamente es agitada por las tormentas y tempestades, pero que no podrá naufragar jamás, porque su palo mayor es la Cruz de Cristo; su piloto, el Padre; su timonel, el Espíritu Santo; sus remeros, los Apóstoles» (Gregorio de Elvira, s. IV).
La Reforma protestante continuó con esta imaginería, pero con una diferencia: multiplicó las barcas; a la barca de Pedro añadió la barca de la Reforma, con distintos patrones pero idénticas funciones, a saber, salvar almas. La primera fue pintada por los artistas reformados abarrotada por monjes panzudos, obispos ricamente ataviados de ornamentos y con el Papa con tiara a la cabeza, que a duras penas se mantiene en medio de un mar donde los pecadores están a punto de perecer ahogados, con la única ayuda de bulas y penitencias; mientras que la barca reformada está tripulada por pastores adustos y de pose grave, vestidos de negro riguroso, que ayudan a los pecadores medio sumergidos en el agua a salvar sus vidas mediante la predicación de la gracia. Esta poderosa imagen de la iglesia, e iglesias, como arcas de Noé, salvando a los pecadores del peligro de la muerte eterna, sigue muy honda en la conciencia de los cristianos actuales.
Pero en nuestros días han surgido otras barcas, barcas que han hecho historia; barcas que han puesto en peligro la vida su tripulación con tal de salvar esas otras almas vivientes que son los animales (Gn 1:20-24). Movidos sin duda por el mismo Espíritu de vida que animó a Noé, esos jóvenes valientes se arriesgaron a perderlo todo con tal de salvar algunos animales en peligro de extinción por culpa de la pesca intensiva. Animales en lo que hasta ese momento nadie pensaba en ellos, excepto cuando pedían un filete para ponerlo en su plato, o se cercioraban de la autenticidad de la piel de sus guantes y guerreras. Aquellas barcas también aumentaron en número y revolucionaron nuestro mundo moderno. Crearon la conciencia generalizada de «salvar el planeta» y los seres que lo habitan, en peligro de extinción por culpa del abuso humano. Aquella ideología casi utópica hoy se ha convertido una disciplina científica: la ecología.
Desde que disponemos de datos de la historia del hombre sobre la tierra, sabemos que éste ha sido un depredador innato. Ha matado animales sin fin, tanto para alimentarse como por deporte, o capricho. En sus guerras, que siempre le han acompañado, ha arrasado cosechas y bosques para debilitar a su enemigo y para construir instrumentos de combate; ha quemado praderas y actualmente ha contaminado mares y ríos en un nivel inconcebible.
Esto viene de lejos, Rex Weyler, uno de los fundadores de la organización ecologista Greenpeace, en su ensayo Una breve historia del ecologismo, nos muestra que el primer ejemplo escrito de la capacidad destructiva de su entorno del ser humano. Se encuentra en el conocido Poema de Gilgamesh, muy anterior a la literatura bíblica, donde se dice que Gilgamesh, rey sumerio de Uruk, una de las ciudades más importantes de la antigua Mesopotamia, desafió a los dioses talando su santuario: una vasta extensión de bosques de cedros en lo que hoy es el sur de Irak.
Un tema muy serio este, que había pasado casi desapercibido hasta nuestros días, cuando, desde la perspectiva cristiana, ha llegado a convertirse en un «signo de los tiempos» (cf. Mt 16:1-4; Mc 8:11-13; Lc 12:54-56), insoslayable por más tiempo para la teología y el pensamiento cristiano.
El hombre está enfermo, y también está el planeta; urge salvar al hombre, pero también al planeta. Hasta no hace tantos años, por aquello de la vida es breve y encima es un valle de lágrimas, la preocupación primera de las iglesias, aparte de consolidar los gobiernos constituidos, era la salvación del alma, consolando a los sufrientes con la esperanza de una dicha gloriosa en el cielo, a modo de compensación por los males sufridos en la tierra. Esto esbozado en trazos gruesos. Desde aquel tiempo a esta parte ha llovido mucho y se puede decir que el cristianismo ya no es lo que era.
La ecología, o como le gusta decir al autor de esta obra, la encrucijada ecológica, se ha convertido en el signo de los tiempos presentes, la cual obliga a la iglesia, a todas las iglesias, a escuchar, dialogar y actuar juntamente con la sociedad civil, recordando que, entre otras cosas, los cristianos están el mundo como levadura en la masa, como sal de la tierra, como comunidad de renovación y reconciliación.
Lo que hoy está en juego no es sólo el daño hecho al ecosistema, sino que el efecto de ese destrozo afecta primera y principalmente a los de siempre, a los pobres, a los marginados, a los desheredados de la tierra. Como bien dijo Leonardo Boff en una obra pionera, la Tierra también clama, también enferma y sufre por la acción de los depredadores humanos al servicio de intereses particulares. «La lógica que explota a las clases y somete a los pueblos a los intereses de unos pocos países ricos y poderosos, es la misma que depreda la Tierra y expolia sus riquezas, sin solidaridad para con el resto de la humanidad y las generaciones futuras»[1]. La preocupación por la justicia ecológica, pues, está en consonancia con el cometido soteriológico del cristianismo que es la salvación de la persona en su situación y momento histórico.
El clamor por la salvación al planeta debería ser también parte intrínseca de esa salvación del alma, de la vida, de la persona, que el cristianismo persigue, pues el mismo Dios redentor, es el Dios creador. La barca ecologista nos ha enseñado que los animales nos preceden en el sufrimiento ocasionado por la depredación humana de los recursos naturales. En una epístola tan densa como la de Pablo a los romanos, nos revela que «toda la creación gime (συστενάζει) y sufre con dolores de parto hasta hoy» (Ro 8:22). Según los exégetas este gemir está asociado a un esperar de forma activa el advenimiento de una nueva realidad, a saber, «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (v. 21)[2].
Al hablar de «toda la creación», Pablo no está refiriéndose exclusivamente a la humanidad, sino que incluye en ella todos los seres que la componen. A partir de este texto paulino, tan rabínico en su rebuscada argumentación y hermenéutica de la tradición veterotestamentaria, no podemos crear toda una teología ecológica, pero sí nos ayuda a comprender que el sufrimiento de las criaturas irracionales nunca ha sido indiferente al pensamiento religioso. Y aquí podríamos hacer referencia a la ley mosaica y a las visiones proféticas de Israel, que integran en la ordenanzas políticas y sociales y en esperanza mesiánica el mundo animal e inanimado[3].
En décadas pasadas, fue común acusar al cristianismo de ser culpable del saqueo y maltrato de la tierra, en base al mandato bíblico que dice: «Llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, y en las aves de los cielos (Gn 1:28).No hay fundamento para esta acusación, pero no es este el lugar para entrar en el debate, baste para ilustrar la importancia que tiene la preocupación ecológica para un testimonio cristiano relevante y digno de ser tenido en cuenta[4].
Como bien nos dice Xabier Pikaza en esta obra, «un tipo de modernidad egoísta y desalmada —sin alma de Dios— nos había dicho “atrévete, conquista y coloniza todo”, y nos hemos atrevido, pero en vez de humanizar la tierra en amor (Gn 2:28), la podemos secar, destruyéndonos así a nosotros mismos. Hemos colonizado a sangre y fuego inmensos territorios físicos y culturales, imponiendo nuestra injusticia en ellos, sin más principio moral que nuestro egoísmo. Tras ese recorrido de progreso, volvemos a escuchar la palabra de Jesús: “¿De qué os vale ganar el mundo entero si al hacerlo os perdéis a vosotros mismos?” (Mt 16, 26)».
Pues bien, nos sigue diciendo Pikaza, «ha llegado la hora de descubrir que estamos ante el abismo, de parar y de cambiar de dirección, y poner en marcha un tipo de sabiduría distinta fundada en el amor a la vida de los otros (de todos), un conocimiento más alto que no sea la “ciencia del dominio del bien y del mal” (de cuyo peligro nos hablaba Génesis 2). Para ello necesitamos recuperar nuestras más hondas raíces culturales y religiosas, volviendo a los caminos del Reino que proclamó Jesús».
En su calidad de teólogo bíblico, con una rica experiencia docente en la universidad y con una amplísima producción literaria bíblico-teológica-religiosa, Pikaza nos ofrece en esta obra una valiosa reflexión y análisis de la encrucijada ecológica en la que nos encontramos desde un punto de vista moral y religioso, sin olvidar los componente políticos y económicos, insistiendo y destacando al mismo tiempo sus elementos filosóficos, con vistas a poner en manos del lector un texto que contribuya a hacer de él un agente al servicio de la vida. Esta meta no es alcanzable solo por el conocimiento intelectual o la toma de conciencia del problema, sino por una verdadera y auténtica conversión, «una conversión, en línea de justicia y fraternidad; solo así podremos orientar la energía —la nuestra y la de los demás—, poniéndola al servicio no solo de la vida humana, sino de toda la vida de la “madre tierra”».
Esta es una obra única y pionera en la literatura evangélica, por la que estamos agradecidos a su autor y a la editorial por poner al alcance del lector cristiano hispanohablante una herramienta bíblico-teológica que esperamos sea fecunda en la profundización del tema aquí tratado, y coopere en esa conversión de corazón tan necesaria para bregar en el mar de la vida en pro de la salvación de nuestros semejantes y de nuestro planeta amenazado.
«Esperamos cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 Pd 3:13), mientras aguardamos el cumplimiento final de esta promesa, tenemos la responsabilidad de cooperar en la realización de esa indudable voluntad divina expresada como profecía de una tierra justa, equitativa y equilibrada. Una meta, un ideal apropiado la voluntad y las energías de una sociedad cada vez más consciente de lo que está en juego, y de su responsabilidad personal en semejante encrucijada ecológica en la que nos encontramos.
Alfonso Ropero
[1] L. Boff, Ecología: Grito de la tierra, grito de los pobres. Trotta, Madrid 1996.
[2] Juan Manuel Granados, “La creación puja y Dios con ella: estudio de la argumentación en Rom 8,18-30”, Cuestiones Teológicas, 47/108, (2020). 64-77.
[3] No tan inanimado como se suele pensar, como hay sabemos en base al estudio de los árboles y sus increíbles medios de comunicación inter-arbórea. Y por si fuera poco, en la actualidad los botánicos que trabajan sobre la inteligencia vegetal, nos dicen que has las raíces de las plantas se pueden comunicar situacionesde estrés futuro. Las plantas en general aprenden, memorizan, toman decisiones… Véase Paco Calvo y Natalie Lawrence, Planta sapiens. Seix Barral, Barcelona 2023.
[4] Solo hay que pensar en la buena recepción otorgada a la encíclica de Fancisco, Laudato Si (2017, seguida de la reciente LaudateDeum), de la que el portavoz del Secretario General de la ONU, Ban Ki-moon, dijo que es muy importante que alguien como el papa de Roma nos recuerde obligación moral de cuidar y proteger nuestro hogar común, el planeta Tierra, así como ser solidarios con los miembros más pobres y vulnerables de la sociedad que son quienes más están sufriendo el cambio climático.
A lo que Christiana Figueres, Secretaria Ejecutiva de la CMNUCC, añadió: «La encíclica del papa Francisco subraya que actuar frente al cambio climático es un imperativo moral para ayudar a las poblaciones más vulnerables del planeta, proteger el medio ambiente y fomentar un desarrollo sostenible. Esta clara llamada debería guiar al mundo para que de París a finales de este año salga un acuerdo climático universal duradero y fuerte. El imperativo económico junto al imperativo moral no dejan lugar a dudas de que debemos actuar ya frente al cambio climático» (UnitedNationsClimateChange, https://unfccc.int/es/news/el-papa-francisco-presenta-su-enciclica-sobre-clima-y-medio-ambiente). Véase Enrique Figueroa Clemente —catedrático de Ecología de la Universidad de Sevilla—,La ecología del papa Francisco: un mensaje para un planeta y un mundo en crisis (BAC 2016).