Ángeles y Diablo en el NT. I. Jesús

Al ocuparme de las tentaciones de Jesús he tratado del Diablo y los Demonios , introduciendo así un tema que muchos han querido y quieren estudiar más en concreto, relacionándolo con los ángeles.

Personalmente he respondido a sus interrogantes principales en varias entradas del Diccionario de la Biblia y en el Diccionario de las Tres Religiones (Ángeles y demonios, Azazel, Diablo, Dragón, Satán, Serpiente, Vigilantes…). Pero hace tiempo publiqué un trabajo unitario sobre el tema, con J. Martín Velasco y J. R. Busto, Ángeles y demonios, Cátedra Teología Contemporánea, Chaminade, Madrid 1984, 73-116. Ese trabajo ha sido reproducido (sin mi conocimiento) en un portal informático (http://www.mercaba.org/FICHAS/CREACION/112-2.htm), lo que agradezco, mucho, pues me ha permitido recuperarlo on line.

Así quiero presentarlo, con algunas correcciones y adaptaciones, dividiéndolo a lo largo de cinco días, para que puedan copiarlo y leerlo con detención aquellos que estén interesados en el tema. Espero que el planteamiento y desarrollo sea del agrado de algunos lectores, interesados, sin duda, en ángeles y demonios, en este tiempo de cuaresma.

Se trata de un trabajo condensado y esquemático (sin bibliografía, que podría presentar en otra ocasión), más propio de un diccionario que de un libro extenso. Buena lectura a todos, y buen tiempo, interior y exterior, con el Dios de los Espíritus, que es el Dios de la vida y salvación de los hombres.


Introducción

EL AMBIENTE en que brota el Nuevo Testamento participa, de manera espontánea, en las creencias ambientales en lo angélico y lo en lo demoníaco. Partiendo de la novedad israelita, esas creencias fueron enriquecidas y matizadas por varios rasgos que resultan muy significativos.

a) Existe, en principio, una separación de campos: ángeles y demonios han dejado de ser equivalentes: Partiendo de un dualismo moral, que adquiere caracteres definitivos, los ángeles se muestran como poderes buenos, al servicio de Dios y para ayuda de los hombres; los demonios son, en cambio, negativos, destructores.

b) Hay una jerarquización de lo demoníaco: El ámbito de poderes o espíritus perversos se halla dominado y dirigido por un príncipe del mal que ha recibido el nombre de Satán, Mastema, Diábolos o Diablo, Belial y Beelzebú, según las tradiciones; los demonios son sus ayudantes y seguidores.

c) De todas formas, la separación de campos no llega al dualismo teológico: El Diablo no tiene verdadera categoría de antidiós; es simplemente un principio del mal que en ámbito de cosmos y en el tiempo de la historia tiende a destruir la obra de Dios y su presencia entre los hombres; jamás se puede presentar como divino.

d) Ángeles y demonios realizan funciones contrarias que se centran, básicamente, en estos cinco espacios: sostenimiento o destrucción de la vida humana, apertura y cierre de la historia, origen del mal, libertad o esclavizamiento del cosmos, plenitud o castigo de los hombres en el juicio.


El Nuevo Testamento reasume esos rasgos y supone esas funciones, pero las transforma y retraduce de una forma que juzgamos decisiva. Para ello, significativamente, rompe el paralelo entre los dos espacios: quien se enfrenta con lo demoníaco no es ya el mundo de los ángeles, sino el mismo Hijo de Dios, que es Jesucristo.

Por eso, prescindiendo de un texto marginal, que además ha sido reinterpretado cristológicamente (Ap 12,7 y ss; cf. Judas 9), la experiencia cristiana no alude a la batalla supraterrena (mítica) de ángeles y Diablo, de Miguel contra Satán. Esto nos permite comprender ya desde ahora los dos rasgos principales que aporta el evangelio.

a) Los ángeles pierden su importancia, al menos desde un punto de vista teológico; la función que ellos podían realizar, como enviados de Dios y amigos de los hombres, vienen a cumplirla Cristo y el Espíritu.
b) Los demonios, y más expresamente Satán, el Diablo, como personificación radical de los poderes destructores, asumen funciones e importancia que antes no tenían. Ellos se desvelan en su esencia más profunda y vienen a mostrarse como fuerza de lo malo, una especie de imitación negativa de Dios, de Jesucristo y de su Espíritu.


La exposición que sigue desarrolla las funciones arriba señaladas a partir de los momentos clave del despliegue del Nuevo Testamento. Éste es un trabajo que no puede entrar en los detalles de la exégesis. Sencillamente, quiere ir señalando los momentos de explicitación de lo angélico-demoníaco en la iglesia primitiva.

Esos momentos muestran un cierto orden progresivo, aunque no pueden entenderse de manera puramente cronológica. Tampoco se pueden escindir como excluyentes; todos ellos tienden, en el fondo, hacia lo mismo, aunque destaquen cada vez un plano diferente.

1) La historia de Jesús subraya la lucha del mesías contra la presencia destructora del Diablo que actúa en los hombres más perdidos (los posesos).
2) Los sinópticos entienden la vida de Jesús como victoria sobre el mismo Satán, que pretendía dominar la historia de los pueblos.
) San Juan ha relacionado al Diablo con el fundamento de lo malo; por eso destaca la función del Cristo como aquel que viene del bien originario.
4) La literatura paulina interpreta lo angélico-demoniaco en perspectiva cósmica; a partir de ella ha entendido la victoria de Cristo sobre los poderes destructores.
5) El Apocalipsis de Juan ha introducido lo angélico-demoniaco en ámbito de juicio escatológico.


1. Punto de partida: Jesús y el Diablo

DENTRO de lo que podríamos llamar el campo del Jesús histórico, los ángeles ocupan un lugar más bien modesto. Jesús no ofrece nada que se pueda comparar con las especulaciones angelológicas de la literatura apocalíptica. Le importa el reino de Dios y en un lugar fundamental de su mensaje afirma que ni aún los ángeles conocen (=pueden dominar) su día y hora (Mc 13, 32; Mt 24, 36).

De todas formas, moviéndose quizá en la línea de cierta exégesis rabínica, Jesús afirma que los ángeles de Dios sostienen y protegen a los más pequeños de este mundo (Mt 18,10), añadiendo que en el Reino, los salvados no estarán ya sometidos al poder del sexo, como pasa en esta tierra: serán como ángeles de Dios (Mc 12, 25; Mt 22,30).

En este campo, la novedad de Jesús se manifiesta en eso que podríamos llamar el comienzo de una cristologización (o, quizá mejor, mesianización) de lo angélico. Es básico aquel texto que dice: «A quien me confiese delante de los hombres, el Hijo del Hombre le confesará delante de los ángeles de Dios» (Lc 12,8; redacción más cristológica, sin ángeles, en Mt 10,32-33).

Los ángeles forman la corte judicial de Dios. En calidad de tales deben asumir el testimonio de Jesús, ratificado por el Hijo del Hombre, que muy pronto acabará identificándose con el mismo Jesucristo. Pues bien, en esta línea, los ángeles del juicio tienden a convertirse en compañeros y servidores del Hijo del Hombre que viene (Mc 13,27; 8,38; Lc 9,26). De esa forma, y perteneciendo a Dios, ellos vienen a presentarse como ejecutores de la obra del Hijo del Hombre: están al servicio de Jesús. No es extraño que la tradición cristiana (cf. Mt 16,27; 24,31) acabe presentándolos como ángeles «del Hijo del Hombre».

Papel más importante realizan en la vida de Jesús el Diablo y sus demonios. Lo demoníaco está ahí. No se teoriza en torno a su origen. Tampoco se discuten sus formas de existencia. El Diablo aparece como un momento concreto de la existencia del hombre caído, enfermo, aplastado por la vida. Es significativo el hecho de que Jesús no trate del Diablo y sus demonios en un campo cosmológico. No le importa la visión del mundo en general. Lo ocupan los hombres caídos, oprimidos, de su propio entorno. Es en ellos, precisamente en ellos, donde encuentra al adversario: diabólico es aquello que destruye la existencia de los hombres. Por eso la actuación de Jesús se explícita por medio de exorcismos.

Los exorcismos, que quizá en su origen fueron prácticas apotropaicas destinadas a conjurar el poder adversario de los espíritus, vienen a ser para Jesús un tipo de praxis radical del reino: Por ellos quiere ayudar al hombre, haciéndole que pueda ser humano, vivir en libertad, desarrollarse con salud, desplegar el poder de su existencia.

Por eso, demoníaco es lo impuro (cf. Mc 3,11; 5,2; 7,25, etc.), lo que al hombre le impide realizarse en transparencia. Es demoníaca la enfermedad, entendida como sujeción, impotencia, incapacidad de ver, de andar, de comunicarse con los otros. Es demoníaca sobre todo una especie de locura más o menos cercana a la epilepsia; ella saca al hombre fuera de si, le pone en manos de una especie de necesidad que le domina. Pues bien, ayudando a estos hombres y haciendo posible que ellos «sean», Jesús abre el camino del reino. Esa actuación no es un sencillo gesto higiénico, ni efecto de un puro humanismo bondadoso.

Al enfrentarse con lo demoníaco, Jesús plantea la batalla al Diablo como tal, es decir, al principio originario de lo malo. Así lo supone Lc 10,18 cuando interpreta la verdad de los exorcismos diciendo: «He visto a Satán caer del cielo como un rayo». Así lo ha desarrollado de manera explícita Mt 12,22-32.

Ciertas personas de Israel acusan a Jesús de estar haciendo algo satánico: libera a unos pequeños, insignificantes, endemoniados para engañar mejor al pueblo, separándolo de la ley y poniéndolo en manos del Diablo, el poder antidivino (cf. Mt 9,34; 12,24 y par). Jesús vendría a ser una especie de encarnación de Satán, un demonio principal, infinitamente más peligroso que todos los demonios de los ciegos, cojos y epilépticos. Pues bien, Jesús responde de una forma decidida y programática: «si expulso a los demonios con la fuerza del Espíritu de Dios, esto significa que el reino de Dios está llegando hasta vosotros. (Mt 12,28; cf. Le 11,20). Esta sentencia, dentro del contexto de la actuación de Jesús, reflejada en el conjunto del pasaje (Mt 12,22-32), implica lo siguiente:

a) Los exorcismos de Jesús han de entenderse como signo y lugar de advenimiento del reino de Dios, que se expresa y actúa precisamente en un mundo dominado por lo diabólico, es decir, por la enfermedad y la opresión interhumana.
b) Jesús no es emisario de Satán, sino enviado de Dios; por eso tiene un poder que es superior, el mismo poder de lo divino, de forma que él aparece como “dedo” de Dios, portador del Espíritu Santo, no para imponerse y destruir, sino para crear vida humana.
c) Satán ya está vencido. Era el fuerte. Dominaba la casa de este mundo. Ahora ha llegado uno más fuerte y le ha quitado sus poderes (/Mt/12/29-30); Dios mismo actúa por Jesús y está expresando y realizando su obra sobre el mundo.


De esta forma alcanzamos la primera gran certeza. El Diablo se expresa en la enfermedad y la caída del hombre sobre el mundo. Por eso, lo diabólico se encuentra ahí mismo, en la ceguera, en la parálisis, la angustia de los hombres. Contra ese Diablo no combaten ya los ángeles del cielo, sino el hombre Jesús y sus discípulos (cf. Mt 10,8 par).

Ellos luchan contra el Diablo y sus demonios desde la pequeñez de la tierra, en un camino que se abre y les abre hacia la nueva humanidad, en gesto de liberación, de gracia y esperanza. Ese camino ha sido ya básicamente recorrido por Jesús, a través de un itinerario liberador que culmina en su muerte. Por eso, los primeros creyentes han interpretado su vida y, sobre todo, su muerte y su pascua como momento clave liberación, es decir, de superación de lo diabólico.

Todos los textos del Nuevo Testamento retoman, de formas distintas y complementarias, esa batalla y victoria de Jesús contra el Diablo, que aparece condensada de forma genial, en el relato de las tentaciones (Mc 1, 12-13; Mt 4; Lc 4). Esos textos nos sitúan ante el Christus Victor, el Cristo vencedor en la gran batalla de la historia humana contra el Diablo. Así lo iremos viendo en los Evangelio sinópticos y en Juan, en Pablo y en el Apocalipsis de Juan.
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