Dimite Mons Lazzer “por razones de gobierno y gestión financiera". Con Ignacio, por un episcopado no "gubernamental"..

Así lo dice en un mensaje escrito en italiano a sus amigos y amigas de la diócesis:  No dimite por escándalos o presiones externas, ni por mandato del papa, sino porque (en las circunstancias actuales, se siente incapaz de asumir y cumplir las tareas de “representación, gobierno y gestión. El mismo Papa que hace nueve años le encomendó el episcopado acepta ahora su renuncia.

Valerio Lazzeri

No dimite por razones de evangelio o de fe, ni por lo que implica en sí el episcopado, ni por incapacidad (se siente humanamente bien, tiene 59 años, sino porque ha ido viendo que su trabajo de obispo de Lugano (en la Suiza "romanda") "me está llevando cada vez  más lejos de lo que es y, en parte y de lo que él sigue creyendo que es suverdadero deber como pastor y padre".

   Lazzeri empieza poniendo de relieve el gozo que para él ha supuesto el ministerio episcopal en, pues “esos nueve años de ministerio han estado llenos de experiencias nunca antes vividas por mí”, llenos de la misericordia del Señor”, al que da gracias de corazón, añadiendo que “el pueblo de Dios que conocí, los sacerdotes, los diáconos, los fieles, me dieron innumerables oportunidades de regocijo”.

            Pues bien, en ese contexto, él  añade que «especialmente en los últimos dos años ha ido creciendo dentro de mí un cansancio interior que me ha quitado progresivamente el impulso y la serenidad necesaria para guiar adecuadamente a la Iglesia que está en Lugano, por «los aspectos públicos, de representación, de gobierno institucional y de gestión financiera y administrativa, que siempre han estado lejos de todo lo que las inclinaciones naturales y el ministerio me habían llevado a cultivar anteriormente, se me han vuelto insostenibles, a pesar de la presencia válida y competente de colaboradores a quienes va mi agradecimiento».

            En esa línea, sigue diciendo Lazzeri: “Siempre he hecho todo lo posible por no eludir mis responsabilidades como obispo, pero me di cuenta de que el esfuerzo y la presión continua que esto me impone me han llevado interiormente a estar cada vez más lejos de lo que soy y, en parte, también de lo que sigo creyendo que es mi verdadero deber como pastor y padre», añade el obispo”.

Lazzeri termina afiremando:  “ya   no veo una manera de entender y vivir la misión del obispo de Lugano que sea auténtica y sostenible para mí y, en consecuencia, verdaderamente provechosa para todos. Por eso, después de un largo discernimiento, creí necesario, para el mayor bien de la diócesis y de todos, poner en manos del Santo Padre el mandato que en su momento me encomendó».(Para más información, cf. Info-Vaticana. La explicación de la renuncia de Lazzeri en Italiano en:  https://www.kirche-heute.ch/wp-content/uploads/2022/10/221009_Messaggio-Lazzeri.pdf )

Reflexión personal de X. Pikaza

Svizzera: festa nazionale sul San Gottardo. Mons. Lazzeri, "non scambiare  la difesa della patria con irrigidimento" | AgenSIR

             Presenté el otro día (RD. 19.10. 2022) la alegría por el nombramiento episcopan de Mons. Brotóns, dentro de un contexto de alegía sinodal. Éste es un caso distinto, el de muchos otros obispos  a quienes no satisface la forma en que actualmente se ejerce en muchas iglesias el ministerio episcopal.

No conozco personalmente a Mons. Lazzeri, pero he conocido a otros obispos que se han sentido inclinados a “dimitir” por razones semejantes a las que expone Mons. Lazzeri (aunque, en general, no lo hayan hecho)  Ciertamente, puede tratarse solo de problemas privados, personales, de tipo psicológico, perfectamente comprensible en una situación ministerial como la suya.

            Pero puede tratarse también de un problema “institucional” vinculado al hecho de que el cargo episcopal, viene marcado con una re-carga de representación, gobierno institucional y gestión financiera y administrativa que no responde ni al NT ni a la identidad de la iglesia En la actualidad, un obispo tiene que ser mucho más que animador y hermano de un grupo de cristianos con los que comparte el mismo camino de fe, de un modo sinodal, de manera que su carga no suya sino de todos.

    El obispo no debería ser un “gobernador institucional, un gestor financiero,  un director administrativo. En esa línea, es muy posible que Mons. Lazzeri no fuera el mejor candidato para obispo, nombrado además a través de unas gestiones “opacas” de nuncios y administrativos del Vaticano.  Es posible que no fuera el más conveniente para este tipo de episcopado de “gobierno institucional y gestión financiera y administraba”.

Según eso, el que debería cambiar no es un hombre como Mons. Lazzeri, sino la forma en que ha sido “elegido desde arriba, desde fuera”, sin dejar que su episcopado brote de un deseo profundo de servicio ministerial, en un contexto de comunicación personal y de animación intensa por parte de los cristianos de su diócesis.

Como dicen las cartas pastorales de la tradición paulina, el obispo tiene que ser un cristiano maduro en la fe y en la vida, un creyente que desea ponerse al servicio de la iglesia, en gesto de colaboración creyente y gratuita, “sin mando financiero, si dirección administrativa. Sin ese deseo claro de servicio, en sencillez, en claridad, en diálogo con el conjunto de la iglesia es difícil ser obispo, nombrado desde fuera (desde arriba), caído como un aerolito en una diócesis extraña.

            Por lo que sé, son cada vez más los que “renuncian a este tipo de episcopado”, de manera que los “nuncios” (hacedores de obispos) se ven privados de candidatos que podrían valer como espléndidos obispos,  surgiendo a partir de sus respectivas diócesis.

    Un “mensaje” como éste de Mons. Lazzeri me ratifica en lo que vengo diciendo sobre el tema desde hace algunos años, partiendo de un trabajo titulado Sistema, libertad, iglesia. 

En ese libro y en otros y en otros he tratado de la vocación y el gozo del ministerio episcopal, partiendo de las cartas post-paulinas a Tito y Timote. Allí se dice que el llamamiento al episcopado es un llamamiento y tarea hermosa, kalos, gozosa.  Que el obispo tiene que ser un hombre maduro, hombre de fidelidad en amor (casado con una sola mujer),amigo de los pobres, hombre de palabra para acompañar, animar, dirigir con gozo a los creyentes.

Ciertamente, las palabras de "Pablo" no pueden tomarse al pie de la letra. La iglesia ha visto que para ser buen obispo no es necesario estar "bien" casado. Pero sigue siendo firme que ha de ser un hombre (varón o mujer) bien asentado en el amor y  la palabra, con un buen testimonio de fideliedad en la palabra y en las obras, en la alegría intensa del camino de Jesús.

La iglesia actual me parece (al menos en parte) infiel al mensaje del Pablo histórico (1 Cor, Rom), que parece inclinarse por ministerios célibes (aunque sin  obligación al celibato, que sería contrario a Pedro y a los "hermanos" de Jesús. Me parece igualmente infiel (mucho más infiel al testimonio y ejemplo de los seguidores de Pablo y del NT: 1 Tim, Tito).

El caso Lazzeri nos sitúa de un modo sangrante ante esta tarea episcopal... que por otra parte va en contra del testimonio de Ignacio de Antioquía, el teólogo del episcopado.

 El ejemplo de Ignacio de Antioquía (cf. Diccionario, Ignacio de Antioquía, 441-443).

Diccionario de pensadores cristianos

Ignacio ha sido quizá el primero que (profundizando en la experiencia de la carta a los Efesios) ha descrito a la Iglesia como espacio místico de unión y comunión con Dios, por medio de Jesús, a través de unos ministros que expresan y encarnan su identidad, insistiendo más en el aspecto místico de obispos, presbíteros y diáconos que en su organización y poder social.

Él se presenta como obispo de Antioquía de Siria hacia el 120 d. C., acusado y condenado por problemas vinculados al orden de la Iglesia, siendo enviado a Roma donde será ejecutado y morirá como mártir. Era socialmente significativo (a diferencia de los diáconos y obispos rurales de la Didajé), y así le enviaron para ser juzgado y condenado en Roma (retomando así el camino de Pablo: cf. Hech 22‒28). En esa línea, a través de su testimonio público de Jesús y en especial de su muerte, como enemigo de un Imperio auto‒divinizado, Ignacio vincula su experiencia de Dios con el honor y la vida de la Iglesia, entendida de un modo más místico que administrativo.

Ignacio es jerarca de una iglesia importante, alguien que busca y promueve la unidad social concreta de las comunidades cristianas, presididas por obispos (con presbíteros y diáconos). Ha recogido influjos de Pablo (en la línea de Efesios) y de los Evangelios de Juan y de Mateo (quizá del mismo Lucas), y piensa que el mensaje de Jesús corre el riesgo de perderse, a causa de disputas entre cristianos enfrentados: gnósticos o iluminados interiores y judaizantes que quieren retomar un tipo de ley rabínica.

En un momento de cambios estructurales, él quiere fortalecer la unidad de la iglesia, insistiendo en la unión de los cristianos, vinculando el orden social de la iglesia (desde la comunión sinodal con obispos, presbíteros y diáconos) con un tipo de elevación mística (unión en Cristo y muerte recreadora en manos del Dios crucificado).

Su preocupación no es la búsqueda de un mensaje bien formulado (como quieren las Cartas Pastorales, 1‒2 Tim y Tito, de la tradición de Pablo, donde el presbítero/obispo era ante todo servidor de la Palabra), ni el establecimiento de una autoridad legal de obediencia (como en 1 Clem), sino la vinculación de los creyentes entre sí y con Dios (en Cristo), a través de una fuerte armonía eclesial, y en esa línea promueve el surgimiento de una jerarquía entendida como principio sagrado de vinculación, esto es, de armonía divina, más que de sometimiento social jerárquico.

Desde ese fondo insiste en la necesidad de una vinculación eclesial, pero no de sometimiento sino de comunión mística y  social en el amor, pues el mismo Dios de Cristo se expresa en la armonía de de los creyentes, una armoniía presidida y aniumada por obispos gozosos (casados o solteroe), servidores (=testigos) de la revelación de Dios en Cristo. En esa línea, él habla de unas iglesias unidas en torno a los obispos, presbíteros y diáconos, en camino compartido de amor. Los obispos no están sobre las comunidades, sino que caminan con y por medio de ellas. 

No todos los investigadores aceptan la autenticidad del conjunto de las cartas de Ignacio[1], pero su propuesta de fondo (la formación de unas iglesias definidas por un tipo de “mística de comunión sinodal en el amor") ha terminado triunfado en el conjunto de las iglesias antiguas. Frente a la invisibilidad de los gnósticos (que quieren una Iglesia espiritual) y a la identificación con la estructura del Imperio Romano, Ignacio ha puesto de relieve la visibilidad social, pero no imperial, de las iglesias, con sus obispos, presbíteros y diáconos, en camino sinodal de amor.

En armonía con y desde el obispo. Las comunidades de cristianos corrían el riesgo de convertirse en grupos desarticulados, donde cada uno interpretaba a Jesús a su manera, sin orden ni unidad comunitaria, sin identidad frente al Imperio, de manera que ellos terminaban aislados y abandonados a su impulso. Pues bien, en contra de eso, Ignacio quiere que las comunidades sean grupos de comunión de vida, en torno al obispo:

Estáis tan armonizados con el Obispo, como la iglesia con Jesucristo y Jesucristo con el Padre, a fin de que todo suene al unísono (Efesios 5, 1). No os conviene abusar de la poca edad de vuestro obispo, sino, mirando en él la virtud de Dios Padre, tributarle toda reverencia (Magnesios 3, 1).

Las iglesias expresan y despliegan la armonía de Dios, como canto musical, en torno al Padre Dios y a Jesús (en unión al obispo y los presbíteros), formando así una trinidad sagrada, en línea de polifonía celeste, que se encarna en la Iglesia. Por medio del obispo los creyentes se integran en la armonía de la música más alta, como recuerda Ignacio a la comunidad de Magnesia, donde han surgido desavenencias entre los presbíteros (autoridad colegiada de ancianos) y el obispo monárquico más joven.

Sometimiento mutuo. No se trata por tanto de que unos dominen sobre otros, como puede suceder en el imperio, sino de que todos se sometan, es decir, se integren de un modo gozoso y profundo, unos con otros, caminando y cantando juntos,, en la unidad de Dios Padre, con el Cristo:

 Como el Señor no hizo nada sin el Padre, ni por sí, ni por sus apóstoles, así vosotros nada hagáis sin contar con el obispo y los presbíteros (Magn 7, 1). Vinculaos al obispo y unos a los otros, como Jesucristo al Padre según la carne, y los apóstoles a Cristo y al Padre y al Espíritu, para unidad corporal y espiritual (Magn 13, 2)

          Vincularse significa amarse, buscando cada uno el bien de los demás más que el suyo propio, aceptando cada uno la autoridad (esto es, el valor y presencia) de los otros, en la línea de san Pablo en Flp 2, 6‒11, con Efesios 5, 21, donde, por encima del dominio de unos sobre otros, se instituye una mística de sometimiento y libertad universal, en amor y respeto mutuo, a partir del mismo matrimonio cristiano.

Que todos sean uno. Ignacio no busca la uniformidad por ley, sino una comunión que surge a través del respeto, la acogida y ayuda mutua, conforme a la necesidad de las iglesias, de forma que los diáconos o servidores de la unidad (en un plano económico y social). Como garante de ese camino de todos en amor surge el obispo. No tiene poder en sí, es representante de la autoridad del amor de todos.  

Sean uno con el obispo, los presbíteros y diáconos constituidos según el sentir de Jesucristo, a quienes (Dios) afianzó firmemente, según su propia voluntad, por el Espíritu Santo (Filipenses, Saludo).

La Iglesia se instituye así como Trinidad de amor humano, un una línea de familia. El obispo es padre, los presbíteros forman un tipo de senado apostólico (¿Espíritu Santo?) y los diáconos representan al Cristo servidor, que vincula a todos, hombres y mujeres, por su amor y entrega activa. Esta llamada a la unidad eclesial sin imposición jerárquica (pero con jerarquía de amor, como en Jn 17, 22-23, Gal 3, 28 y Ef 4, 4-6) se entiende en forma de vinculación concreta de los fieles, animados por una jerarquía de amor y entrega mutua, no de imposición de unos sobre otros.

Eucaristía, comunión de vida en Cristo. La comunión de la Iglesia se expresa y realiza en la comunicación concreta de los creyentes, en torno al obispo que es, en cada iglesia, el signo y testimonio de unidad, entendida como celebración gozosa de fe y vida, en unos momentos en que unos cristianos tendían a separarse, formando comunidades privadas de iniciados gnósticos, o diluyéndose en el orden impositivo del Imperio.

           No todos aceptan el orden que Ignacio propone, pues en la iglesia hay divisiones. Por eso, sus cartas han de entenderse en clave apologética, como un alegato a favor de la unión de todos, en torno al obispo, con el presbiterio (cuerpo colegial de ancianos) y los diáconos, formando así un tipo de comunión concreta, de comunicación social de vida, en contra de un del Imperio que les somete por la fuerza o de una gnosis que les abandona en su soledad. Para superar esos riesgos, Ignacio propone un tipo de unidad y comunión eucarística, como experiencia suprema de comunicación en amor.

Notas

[1] J. Rius Camps defiende del “canon breve”.  Edición on line de su trabajoen Rev. Catalana Teología: file:///C:/Users/Equipo/Downloads/65837-Text%20de%20l'article-99773-1-10-20080128.pdf

Las Cartas Pastorales de la tradición de Pablo parecían anunciar ya un tipo de episcopado monárquico, al servicio de la unidad de los creyentes, en una línea más administrativa. Pues bien, Ignacio ha insistido en la "autoridad" espiritual de los obispos, como signos y portadores del misterio “carnal” de la Iglesia, entendida en forma de comunicación integral de los creyentes.

Esos obispos no son “gerentes” de iglesias, ni ejercen una autoridad dominadora, ni están sobre las comunidades, sino que aparecen como testimonio y signo personal de unidad comunitaria. Ignacio ha vinculado así la unidad de la iglesia, como experiencia de comunión divina, y la mediación episcopal, como signo de comunión socio‒espiritual de los creyentes. Ésa es la constitución jerárquica de las iglesias, no en línea de poder, sino de comunión en Dios de todos los creyentes.

‒ Esta visión del episcopado resulta lógica, pues a medida que la iglesia se amplía resultan más difíciles de coordinar las funciones de presbíteros y diáconos, al servicio de la comunión concreta de los creyentes. En sentido estricto, ni Jesús ni los primeros apóstoles pensaron en crear este tipo de obispos, como los de Ignacio. Pero ellos, con su función de unidad mística, derivan de Jesús y de los apóstoles, de manera que ciertas iglesia posteriores (como la ortodoxa y la católica) han afirmado que la constitución del episcopado es de origen evangélico y pascual (divino), en contra de muchas iglesias reformadas que no admiten la constitución episcopal de la Iglesia (aunque pueden hablar de un tipo de obispos como administradores "no sacrales" de las comunidades).

‒ Ignacio insiste en la fundamentación mística del episcopado. Para establecer la autoridad del obispo (con presbíteros y diáconos) Ignacio no quiere ni puede fundarse en argumentos filológicos (de libros del Antiguo o Nuevo Testamento), ya que, como él dice “mis archivos y libros son Cristo crucificado y resucitado” (cf. Filadelfios 8, 2). En la línea de ese Cristo, para expresar la unidad y comunión de la Iglesia, no en forma de poder imperial, sino de servicio, él ha insistido en la función simbólica y “carnal” (encarnada) de los obispos, utilizando argumentos místicos, que varían de unas cartas a otras, pero que terminan fundándose siempre en la comunión trinitaria, que es signo y principio de toda comunión humana.

‒ Una jerarquía sagrada. Ignacio relaciona unidad jerárquica (mística) de la Iglesia y celebración litúrgica. Según el evangelio, Dios se revela en los excluidos del sistema o en la unidad de amor de los creyentes. Sin negar eso, para fundamentarlo, Ignacio vincula revelación de Dios y autoridad sagrada. Según eso, siendo servidores de la comunidad, los ministros son signo de Dios, jerarquía originaria, no para dominar sobre las iglesias, sino para ser signo de celebración y comunión en medio de ellas, al servicio de los pobres. 

            Las cartas de Ignacio se encuentran en el fondo de un fascinante (y peligroso) proceso de institucionalización cristiana, donde el evangelio de Jesús y la herencia de las primeras comunidades se vincula con un tipo de racionalidad jurídica (Roma) y de mística de comunión sagrada (iglesias de oriente). En ese contexto serán fundamentales los escritos del llamado Dionisio Areopagita, del que me ocuparé en cap. 7, al final de este libro. Pero ya aquí quiero adelantar algunos de sus argumentos simbólicos, en la línea de Ignacio de Antioquía.

            Conforme a la teología mística de Dionisio, que desarrolla teológicamente la experiencia básica de Ignacio, la iglesia es un orden jerárquico y gradual de autoridad que proviene de Dios y desciende, a través de Cristo/Logos y del Espíritu, que es Alma divina de toda realidad, hasta el mundo inferior de la materia, para expresarse en forma de Iglesia, y ascender de nuevo a lo divino. En ese contexto resultan esenciales los jerarcas “místicos” de la iglesia, en línea de testimonio más que de poder social: 

El obispo posee la ciencia de las Escrituras, en clave de perfección, siendo así una especie de “Biblia encarnada”, de manera que puede revelar su conocimiento y santidad desde lo alto, como tearquía, con autoridad divina, porque está directamente iluminado por Dios.

Los sacerdotes (presbíteros) reciben y comparten la iluminación del obispo y la transmiten a los estamentos inferiores de la Iglesia, no en línea de dominio, sino de comunicación mística. Ellos ofrecen así los símbolos divinos a los fieles y purifican a los «profanos», haciéndoles nacer a la gracia a través de los sacramentos.

Los ministros (diáconos) van dirigiendo a esos profanos hacia la purificación de los sacerdotes, ayudándoles en sentido material (social), pero, sobre todo, en sentido espiritual para que pueda realizarse la obra divina, dentro de un todo armónico entendido como gran canto de misterio (Dionisio, Jerarquía eclesiástica V, 1). 

            Los ministerios de la iglesia se integran de esa forma en una visión sacral del mundo, presidida por la veneración y presencia del Misterio Divino, que se expresa por la Encarnación de Cristo y la Efusión del Espíritu Santo, en una serie de comunidades concretas que expresan la grandeza y brillo del misterio de Cristo en la “carne” de su vida personal y social. Según eso, la obediencia cristiana a la jerarquía no es sometimiento, sino comunicación y participación gozosa en la vida de Dios, a través de la “jerarquía”, es decir, del orden divino de la realidad[1].   

 [1] Para conservar y transmitir su inspiración evangélica, la Iglesia se integró en una cultura y espiritualidad de tipo místico y sacramental, presidida (no dominada) por obispos, presbíteros y diáconos. Esa visión no responde, ni se puede aplicar, a la vida de todas las iglesias, pero ha sido y sigue siendo importante en la tradición ortodoxa y católica, con elementos discutibles, pero otros muy valiosos, pues nos recuerda que los ministros de la iglesia no son gerentes de empresa, ni funcionarios de una organización civil, sino testigos del misterio de Dios en Cristo. 

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