12.12.25. Meditación de Adviento: Asesinos envidiosos, y encima nos justificamos
Jesús quiso crear otra familia, en oposición al sistema económico‒militar de Roma y al orden sagrado del templo de Jerusalén, una familia donde sólo importara el ser humano, abierto en amor a todos, compartiendo la vida unos con otros, en especial con los pobres, enfermos y expulsados. Así fue revelador‒iniciador de un modelo universal de fraternidad, en contra del poder elitista de Roma (orden jerárquico de administración imperial) y del poder sacral del templo (imposición religiosa), que respondió condenándole a muerte.
| Xabier Pikaza
Renteros envidiosos nos hemos hecho
Así nos presenta Jesús (Mc 12, 1-12 par) y nos amenaza porque hemos querido hacernos propietarios de la viña (esto es, del pueblo de Dios y de sus bienes), lo mismo en Roma como pretendientes-cardenales, como en Washington o Madrid, como aspirantes a ministros del Presidente o del Rey. Envidia pura, eso es lo que somos, como aquellos que mataron al Hijo (signo y portador de fratrernidad universal) y lo expulsaron fuera de la cerca de su “finca” de poder (como se hacía con el chivo expiatorio de Azazel: Lev 16), para convertirse ellos así en propietarios, amos de la finca, imponiendo su ley, su dictadura envidiosa sobre todos…para enterrarlos después con falsa honra
Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas, pues vuestros padres los habían matado. Así sois testigos (de ello) y aprobáis las obras de vuestros padres, porque ellos mataron y vosotros, por vuestra parte, edificáis (Lc 11, 47-48).
Estas palabras condenan la envidia (mentira ideológica, engaño) de aquellos que dicen oponerse a los asesinos de profetas, pero que en realidad se aprovechan de sus crímenes (Mc 12, 1-12: Lc 20, 9‒19), como los renteros homicidas de Mc 12, 1‒12, que edificaban sepulcros vistosos para los profetas anteriores, para así oponerse mejor y matar a los nuevos profetas, como Jesús. Ésa ha sido (y sigue siendo) la mentira organizada de aquellos que utilizan la religión como poder para matar (acallar) a los profetas nuevos, diciendo que así honran mejor a los antiguos.
Jesús condenó de esa manera la religión de los «sepulcros blanqueados» (Mt 23, 27) de Jerusalén, Moscú, Roma, Madrid, Pekin o Washington, propia de aquellos que elevan tumbas a los asesinados para seguir asesinando, para impedir la creaciòn de la familia universal de los hijos de Dios. Estos constructores de sepulcros apelaban a la memoria de los asesinados antiguos y les construyen sepulcros lujosos, para así enterrarles mejor, manipulando su recuerdo para imponer mejor su violencia, matando a los nuevos profetas como Jesús: “Con esto dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Vosotros, pues, colmad la medida de vuestros padres!”» (Mt 23, 31-32).
Al construir un monumento a los profetas asesinados por sus padres, esos hijos parecían distanciarse de sus antepasados, pero de hecho hacían todo lo contrario, aprovechándose mejor de la violencia antigua, conforme a la retórica asesina de la muerte en el Caribe o el Nieper, propia de una ley que «sacraliza» en un plano a las víctimas para seguir oprimiéndolas (matándolas) mejor. Entendidos así, estos pasajes no se aplican sólo a un tipo de judíos antiguos, sino a todos los hombres y mujeres que utilizan su estrategia como fuente de aprovechamiento propio[1].
Eso lo sabía ya la Biblia
Ésta es la conducta de aquellos que no sólo asesinan, sino que justifican después su asesinato, pervirtiendo así la memoria de las víctimas, para así seguir matando, y elevándose a sí mismos, como si fueran inocentes. Primero matan y después (al mismo tiempo) divinizan o sacralizamos a los muertos, para así seguir matando. Sobre la sangre derramada de las víctimas se eleva así una cultura de muerte que culmina allí donde matamos al Hijo de Dios que, conforme a la parábola de los viñadores había venido a repartir los frutos de la viña para todos.
Por eso, la misma Sabiduría de Dios dijo: les enviaré profetas y apóstoles y a unos los matarán y a otros los perseguirán, de manera que a esta generación se le pedirá cuentas de la sangre de todos los profetas asesinados desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el templo. Si, en verdad os digo, se le pedirá cuentas a esta generación (Lc 11, 49 51)[2].
De esta manera ha criticado Jesús a los que no se contentan con matar, sino que “sacralizan” su homicidio, es decir, a los que construyen sepulcros a los profetas asesinados de antaño, para asesinar mejor (con limpia conciencia) a los que los nuevos enviados de la Sabiduría de Dios. Ésta es la generación que celebra la memoria asesinado para seguir asesinando, la generación de guardianes de un orden sacral edificado sobre el asesinato de los profetas antiguos, a los que Jesús ha descrito en la parábola de los «renteros homicidas» de Mc 12: los que piensan que la vida debe construirse con fórmulas de imposición, en contra de Jesús[3].
En esa línea se distinguen dos formas de vida, es decir, de “familia”.
En esa línea, la muerte de Jesús no fue un asesinato más en la línea de millones de homicidios y muertes (legales y sagradas, estatales y eclesiales), en las que se asienta la historia de los hombres, sino el arquetipo universal, aquel en el que pueden compendiarse todos los asesinatos, como revelación más alta (definitiva) de la violencia humana, en la que, por “oposición” (inversión creadora, resurrección), viene a revelarse la identidad de Dios como amor en medio de (=sobre) la muerte.
Por eso, las cosas no se arreglan construyendo a Jesús otro sepulcro en Roma, Londres, Moscú o Kiev, con Madrid, o Washington, , para así seguir matando, sino descubriendo que “está resucitado”, es decir, viviendo como perdón y amor más alto en aquellos que le ha acogen. Con la muerte de Jesús han recibido su sentido (se han cumplido e invertido) las muertes anteriores, pues él no ha dado su vida para seguir ratificando y justificando la violencia de los asesinos, creando una familia de pretendidos “justos” (soldados romanos, sacerdotes de templo) que se imponen de un modo “sacrificial” sobre los “culpables”.
Jesús no ha muerto para fortalecer y ratificar una violencia, que sirve para justificar a unos sobre otros, sino para desactivarla (revelando su mentira) y para así crear una familia universal, que se puede y debe extender a todos, como amor que les acoge (salva), empezando por los expulsados, superando el juicio (talión y venganza) de los autodenominados justos. Como profeta mesiánico, en la línea de los antiguos (Amós y Oseas, Ezequiel e Isaías II), él ha venido a denunciar y declarar perversa un tipo de familia fundada en el poder de unos sobre otros, de los armados sobre desarmados, de los sacerdotes del templo sobre los impuros… Precisamente por haber condenado a un tipo de impostores socio‒ religiosos (asesinos de profetas), ha corrido el riesgo de ser asesinado, como muestra la parábola de los renteros homicidas (Mc 12, 1‒9).
‒ Muerte de Jesús, pecado humano. En un plano, su muerte ha sido consecuencia de la “ley” romana y judía Pablo (cf. Gal 3, 10‒13, Dt 27, 26). No le persiguen ni matan demonios, sino las autoridades de tipo religioso‒imperial, culminando una historia de rechazo contra Dios que había comenzado en Gen 2-3 (pecado de Adán-Eva) o en Gen 4 (asesinato de Abel; cf. Mt 23, 35 y Lc 11, 51), para expandirse en la lucha de los imperios de Daniel (asirios, babilonios, persas…) contra el pueblo de Dios. Esa dinámica, entendida como ley, que vincula a soldados de Roma y sacerdotes de Jerusalén, se ha impuesto y cumplido en la muerte de Jesús; pero no le han matado sólo ellos (unos pocos sacerdotes y soldados), sino una ley de exclusión familiar y social que sigue dominando en nuestro mundo.
‒ Muerte de Jesús, revelación de Dios. El arquetipo Dios (Padre‒Madre, fraternidad universal) se hallaba secuestrado por unos poderes socio/sacrales, que condenaron a Jesús a muerte. Pues bien, en esa misma condena y muerte de Jesús, el Justo, ha revelado Dios su identidad, al resucitarle, ratificando así el argumento de la Biblia: Los hombres han matado al Hijo de Dios, en una línea que había sido ya anunciada y superada por el AT en la figura del Siervo (Isaías II) y del Justo Asesinado (Sab 2). Por medio de (en) Jesús ha venido a revelarse (=individualizarse), según eso, la identidad del verdadero Dios y del hombre verdadero.
‒ Jesús no es Dios “a pesar” de haber muerto (por haberse dejado matar), sino precisamente por ello, como “hijo de hombre”, que no ha venido a que le sirvan, sino a servir y dar la vida, no desde arriba, por encima, sino desde dentro, en‒por‒con ellos. Jesús no revela el arquetipo del héroe glorioso (super‒man triunfante), que muere luchando por defender su patria (como Judas de 2 Mac), sino el del hombre‒humano, que ama y abre un camino de amor regalando la propia vida a quienes él ha querido (a los que ama, a todos), de manera que su triunfo no ha quedado ratificado en una tumba gloriosa (para justificación de un nuevo sistema religioso), sino en la vida de aquellos que recuerdan su muerte, celebrando su resurrección en ella, estando así dispuestos a entregar su vida por los demás, pues sólo el que ama y da su vida por los demás “vive”, es decir resucita (sabiendo desde ahora que la resurrección no es una justificación posterior, después de la muerte, sino expresión y valor de la vida en la misma muerte por los demás).
El descubrimiento y despliegue de ese Arquetipo‒Jesús, que de alguna manera ha sido preparado en el Antiguo Testamento y en figuras como la de Sócrates, Confucio o Buda, constituye la novedad del Cristianismo, como revelación del amor de Dios y resurrección de los hombres. Ciertamente, los escritores cristianos, sin advertir del todo la novedad de lo que estaban relatando, han vuelto a utilizar categorías de tipo legal de talión, condenando a un tipo de sacerdotes judíos por haber colaborado en la muerte de Jesús. Pero aquellos sacerdotes no eran humanamente “peores” que otros poderes sociales, pues en ellos se refleja y concreta una dinámica de poder y violencia legal que sigue dominando sobre el mundo[4].
[1] Jesús desenmascara así un tipo de religión hecha mentira organizada, un poder (familia) que utiliza la memoria de los asesinados (entre los que estará el mismo Jesús) para seguir asesinando (dominando) con más fuerza a los demás. En esa línea, aquellos jerarcas judíos del tiempo de Jesús (y muchos cristianos que les siguen) quedan definidos como dictadores y asesinos religiosos, constructores de sepulcros, entre los que pudiéramos hallarnos: (a) Primero matamos (expulsamos, silenciamos) a las víctimas, porque nos estorban, nos impiden triunfar y dominar. (b) Y luego les hacemos monumentos para decir que no somos culpables.
[2] Sobre la sangre de los profetas asesinado, cf. J. P. Roux, La sangre: mitos, símbolos y realidades, Ediciones 62, Barcelona 1990; F. Vattioni (ed.), Sangue e antropología bíblica, Sanguis Christi, Roma 1981
[3]Un judío no cristiano podría contestar distinguiendo dos tipos de profetas: los antiguos fueron buenos, por eso hay que honrarlos, haciéndoles sepulcros; pero los nuevos o cristianos son perversos, por eso deben ser juzgado y condenados. En contra de esa distinción, Jesús insiste en la unidad de los asesinados, tanto antiguos (judíos) como nuevos (seguidores de Jesús), para insistir en la creación de una familia universal, fundada en el amor y la concordia, sin expulsiones ni asesinatos.
[4] Ante esa muerte de Jesús, así entendida, Caifás no es mejor que Pilato ni las leyes/ritos de Israel (y los de de un cristianismo posterior) son mejores que los ordenamientos militares de Roma. Este descubrimiento de la universalidad del pecado (de judíos y gentiles, incluidos los cristianos), ratificado por Pablo en Rom 1‒3, trasforma la experiencia religiosa, de manera que los cristianos deben confesar: “Todos juntos le matamos (a Jesús), pero todos podemos recibir por (en) él la gracia del perdón y de la vida. Precisamente allí donde los hombres han (=hemos) pecado, llegando al límite de la destrucción (matando al Cristo), Dios ha revelado a su Hijo, para iniciar en, con y por él la nueva creación, como fuente de agua que «salta hasta la vida eterna» (cf. Jn 4, 14), como he destacado en Historia de Jesús, Verbo Divino, Estella 2015.