Vida humana: Una voz y un camino en el riesgo

Comenté hace dos días el evangelio de mañana (18.11.18, domingo 33), tomado de Mc 13, 24, donde Jesús ofrece una reflexiones fuertes sobre el riesgo de destrucción de la vida del hombre en el mundo, un tema que la Biblia planteó con toda fuerza hace unos 2500 años:

Pongo delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal. Si amas a Dios (si amas la vida), vivirás y crecerás y tu Dios te bendecirá en la tierra. Pero si tu corazón se aparta y buscas otros dioses de cierto que perecerás años (cf. Dt 30, 15-18).

Ese texto no habla de la muerte eterna, sino de la muerte en este mundo, como humanidad. Hoy comenzamos a entenderlo.

O cuidamos la tierra (nos cuidamos a nosotros mismos, a través de un desarrollo y de una educación distinta) o nos destruimos para siempre.


Ser hombre, una crisis


Así nos sentimos, con un abismo bajo los pies. No han cambiado unos pequeños detalles, sino nuestra forma de estar en el mundo. El proceso se inició en algún sentido con el neolítico y se acentuó en el "tiempo eje", con el descubrimiento de las grandes antropologías religiosas y sociales, entre el siglo VI y IV a. C., desde China hasta Grecia e Israel (como indicaba el Génesis, del que hemos tratado en el capítulo anterior). Pero sólo ha culminado, con despliegue y crisis actual de la modernidad, que se ha iniciado en Europa (siglo XVIII) y se ha extendido al mundo entero.

Ha cambiado el tiempo. Ya no estamos en una época cosmológica y sagrada, en la que, en principio, se creía que el orden del mundo y de la sociedad era signo directo de Dios. Hemos pasado por la modernidad y en ella hemos querido crear y hemos creado un modelo de mundo a nuestra imagen y semejanza, como demiurgos o pequeños dioses, cumpliendo ya de un modo consecuente aquello que parece que Eva había pretendido en el principio: hacerse dueña de las fuentes de la vida (del mundo y sus recursos, del proceso genético y de sus consecuencias).

Hemos recorrido un largo trecho, nos hemos vuelto modernos, descubriendo al final que ese intento, sin duda fascinante a la vez que irreversible, ha resultado peligroso: corremos el riesgo de destruirnos a nosotros mismos, de manera que al fin del camino encontramos la muerte (como había dicho Dios a los primeros hombres, si comían del árbol prohibido).

Pues bien, la modernidad ha entrado en crisis, de tal forma que muchos piensan que debe empezar una época nueva de posmodernidad, pues de lo contrario, siguiendo en la dirección actual, el mundo de la modernidad y del sistema, construido al servicio de un orden racional impositivo, puede acabar destruyéndose a sí mismo. Desde ese convencimiento, queremos trazar un programa de trasformación de la cultura y de la sociedad donde se vinculen le ecología (cuidado del mundo), el amor (las relaciones afectivas personales) y la solidaridad (la creación de un orden social de justicia).

No hemos querido definir con más precisión los rasgos de la modernidad (que se ha extendido desde Europa en los siglos XVIII-XX) y de la posmodernidad (que habría comenzado a finales del siglo XX). Sólo diremos, de un modo aproximado, que la modernidad ha supuesto el descubrimiento de la autonomía del hombre, de manera que podemos explorar y recorrer un camino racional de creatividad en el plano técnico, afectivo y social. En un sentido extenso, ese camino sigue siendo válido, no podemos retornar al pasado. Hemos "comido la manzana", hemos explorado. Pero, al final de un trayecto (el camino no acaba), encontramos que la dirección que hemos seguido lleva a la muerte, en sus tres formas: cósmica (bomba atómica), genética (manipulación biológica) y social (violencia ciega que destruya para siempre los tejidos de la vida humana).

Hemos encontrado unos límites que no podemos atravesar: si queremos seguir viviendo no podemos echar bombas atómicas, ni manipular sin más la vida, ni propiciar condiciones sociales explosivas... En este contexto queremos hablar del despliegue de una actitud pos-moderna (no premoderna), como para indicar que es necesario cambiar el rumbo de lo que ha sido nuestra modernidad, no para volver a lo que fueron los planteamientos de la Biblia, pero sí para dejarnos iluminar por ella.


Una forma distinta de ver el mundo. Del orden sagrado, a la vida en riesgo.



Ciertamente, la vida es un riesgo...Pero también es una oportunidad, una llamada. En este contexto podemos trazar dos afirmaciones complementarias.

(1) El mundo o conjunto cósmico pertenece al nivel de la finitud, de manera que nada en él es absoluto, nada es Dios. Todas las cosas que vemos y tocamos son finitas, profanas, pues se sitúan delante (pro-) del santuario (-fanum) de Dios.

(2) Pero, en otra línea, este mismo mundo (tal como los hombres lo sentimos), es divino, presencia de Dios.
Por eso, cada realidad resulta definitiva, sagrada, vale por sí misma, y todas constituyen la "casa" o templo de Dios para nosotros.


En otro tiempo, los hombres girábamos en torno a la naturaleza que se elevaba ante nosotros hecha y terminada, de manera que debíamos limitarnos a conocerla, ajustándonos a sus ritmos. El hombre estaba inmerso en un mundo exterior fijo y terminado y no lo podía cambiar. Las cosas eran como eran: formaban como una "bóveda" o gran círculo perfecto.

Ahora, los hombres ya no somos unos simples receptores que recogen con su "entendimiento paciente" la verdad del mundo externo (como se ha dicho desde Aristóteles hasta Averroes y Santo Tomás), sino que debemos transformar el mismo mundo con nuestro pensamiento (Kant) y obra (Marx). Por eso, la ecología empieza a ser una tarea de los hombres.

Los hombres son responsables de su entorno cósmico, pues la tierra y sus materias primas les pertenecen. Pero, al mismo tiempo, siguen sabiendo que la tierra es don precioso, un tesoro que desborda todas sus tareas: el mundo es un regalo, no lo hemos hecho nosotros, no nos pertenece, sino que nos precede y fundamenta, con su bondad y sus riesgos. Esta postura va en contra de una interpretación gnóstica de la religión, que interpreta el mundo como cárcel donde nos encadenaron (Platón), como valle de lágrimas o de sufrimiento (Salve cristiana), como apariencia o maya sin realidad (ciertas formas de hinduismo).


Tenemos que escoger lo que somos.



Tenemos que escoger lo que somos y queremos en muchos campos... Por escoger uno, que se ha vuelto muy importante (porque lo era siempre) quiero referirme al tema del género y del sexo.

(1) El sexo pertenece a la misma realidad de la vida prehumana, que se ha dividido y polarizado en dos formas complementarias para expresar su riqueza y desplegarse (engendrarse) de un modo fecundo.

(2) El género es una forma humana de organizar las cosas, que tendemos a dividir, de un modo bastante arbitrario, en masculinas y femeninas .
Las diversas culturas atribuyen ciertos rasgos a lo masculino y otros a lo femenino, llegando a dividir la realidad en dos polos complementarios, como hacen los chinos con el yin y el yang.

Pero dicho eso las cosas se nos complican... y resulta difícil seguir precisando mejor el tema.

(1) Por una parte, sexo y género no son Dios, sino elementos polares del proceso cósmico, que se expresa de un modo privilegiado en la vida humana. Lo masculino y femenino (♂ y ♀) han tomado formas distintas a lo largo de la evolución de la vida vegetal, animal y humana.

(2) Pero, en otro sentido, sexo y género constituyen una expresión privilegiada de lo divino, como un troquelado o señal de su misterio Los grandes videntes cristianos como San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, han visto la relación humana de los géneros-sexos como una revelación peculiar de Dios.

La complementariedad de los sexos (géneros) constituye un momento importante del proceso ecológico. La "casa" humana del mundo es casa para el hombre y la mujer, casa donde se vuelve posible el encuentro y la generación, el despliegue de la vida, vinculado a la unión y complementariedad de las personas.


En otro tiempo, sexo y género tendían a verse como realidades impuestas desde fuera, con su identidad ya dada, de manera que los hombres tenían que aceptarlos como algo formado de antemano. Sexo y género pertenecían a la naturaleza, que precede a la elección de los hombres (varones y mujeres), que se limitaban a recibirlos, aceptando cada uno el lugar donde la vida le había situado. Lógicamente, las normas de la relación sexual venían fijadas desde arriba.

En la modernidad, con el despliegue de la autonomía del sujeto y, sobre todo, con los nuevos avances biológicos, hombres y mujeres han descubierto que, en su sentido más profundo, el sentido y tarea de las relaciones sexuales (y de la fecundidad, relacionada con ellas) depende de la propia opción humana. Ciertamente, el sexo nos precede pero, al mismo tiempo, podemos escoger y programar el sexo de aquellos que van a nacer y, sobre todo, podemos trazar las formas y modos de nuestra identidad y relación sexual (de género), como hombres y mujeres.

De esta forma descubrimos que Dios (fuerza y providencia de la vida) no se expresa sólo por la naturaleza (entendida como expresión de aquello que nos precede), sino por la cultura, esto es, por aquello que vamos haciendo con nuestra propia vida. En este campo de ecología sexual nos hallamos todavía en los comienzos, en un tipo de pre-historia. No sabemos lo que podrá depararnos el futuro, aunque sabemos que estamos ya ante un tipo de “abismo”, que puede ser lugar de destrucción (podemos quebrar la bellísima tela de dualidades sexuales que ha trazado la naturaleza y la cultura), pero también de creación: ahora, por vez primera, desde nuestra propia dualidad, como mujeres y varones, los hombres del siglo XXI podemos encontrar caminos nuevos de relación personal, en apertura al mundo.

En este camino podemos y debemos recuperar la experiencia de las religiones cósmicas antiguas (con su sacralización sexual), pero destacando la aportación israelita, pues la dualidad sexual que conocemos no es Dios sin más: no estamos determinados por ella, sino que podemos transformarla. Las formas de cultivar la relación sexual, lo mismo que muchos aspectos de la fecundidad, dependen ya de nosotros que, al trazar nuevos caminos relación sexual y genética, podemos ser y somos expresión de la creatividad de Dios.

El sexo nos pertenece, somos "dueños de él", podemos "hacer con nuestro cuerpo" (con nosotros) muchas cosas; pero, al mismo tiempo, conocemos los riesgos que ello implica, pues queriendo ser dioses (creadora de nosotros mismos) podemos convertirnos en diablos destructores. No se puede manejar impunemente el sexo, ni el proceso genético. Sólo respetando nuestro origen (de donde venimos, qué nos ha ofrecido la vida anterior) podemos dirigir nuestra vida. En esa línea, la ecología más honda es aquella que expresa nuestra creatividad como hombres y mujeres que buscan y trazan su propia realidad .

Ecología: cuidar el mundo o matarnos

La mayor novedad del movimiento ecológico es su vinculación con la justicia social. No podemos ser justos con el mundo si no lo somos con nosotros mismo (en el plano personal, en la relación de lo masculino-femenino) y si no lo somos, de un modo especial, en las relaciones sociales. En este campo ha sido básica (en occidente) la experiencia y mensaje de la Biblia, como han mostrado Marx y otros pensadores. Dios es trascendente a la unidad y multiplicidad de las personas (y de las cosas), pero no desde fuera, sino desde dentro ellas. Esto significa que se sitúa más allá de todos, estando al mismo tiempo en cada uno de los hombres, en especial en aquellos que parecen menos importantes. Este ha sido y sigue siendo un elemento clave de la tradición bíblica, cuando habla de la presencia de Dios en los pobres, es decir, del valor infinito (divino) de aquellos que parecen expulsados del sistema cósmico o social.

-- Un tipo de sistema social dominante mira a Dios como justificación de su propio poder, vinculándole de un modo especial con el Rey y el Estado, con el orden y estructura del mismo sistema. Por eso, los perdedores (especies extinguidas, pueblos e individuos marginados...) parecen quedar fuera del cuidado de Dios. Ellos serían el "precio" que debe pagar el progreso, como un residuo necesario que se expulsa, para que el conjunto esté limpio. En esta línea se establecería una ecología de los triunfadores.

-- Las tradiciones bíblicas (con otras religiones) tienden a identificar a Dios con los expulsados del sistema. Así afirman que Dios se revela en los huérfanos-viudas-extranjeros (Israel), en los hambrientos-exilados-enfermos-encarcelados (cristianismo), en los descastados de la trama social (budismo). Como seguiremos viendo, desde este contexto, la ecología resulta inseparable de la solidaridad humana y la valoración de los marginados).

En esta última línea, que hemos llamado de justicia bíblica, no se puede hablar de una ecología de la tierra (conservación del hábitat) sin salud (salvación) de sus habitantes, especialmente de los menos privilegiados. Una tierra externamente bella, pero que sólo algunos privilegiados pueden disfrutar, a costa de los pobres, no es casa humana, no es lugar de ecología . También en este plano, como en los dos anteriores, nos hallamos en el centro de un cambio (de eso que Kant llamaba el giro copernicano), que nos lleva de un mundo donde parecía que las relaciones sociales venían fijadas de antemano por Dios a un mundo en el que somos nosotros, los hombres, los que creamos esas relaciones. Será bueno que tracemos las diferencias de un modo concreto:

La sociedad antigua (Ancienne Régime) suponía que Dios mismo había dado el poder directo a los reyes y la nobleza a los nobles, de manera que las divisiones sociales, con las estructuras de poder correspondientes, eran sagradas. El rey era signo de Dios. Reyes y nobles, con los jerarcas de la iglesia, cuidaban el orden social, como representantes coronados o mitrados de Dios.

La nueva sociedad, iniciada simbólicamente por la Revolución Francesa (fin del siglo XVIII), ha descubierto que las estructuras sociales dependen de la creatividad de los hombres, que pueden crear estructuras de solidaridad. En este contexto, la ecología (cuidado del mundo) se vincula de un modo esencial con la creación de unos espacios justos de convivencia humana.

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