Iglesia, túnica de Cristo, el expolio. Ante el Cristo que está siendo desnudado
La resurrección no es algo del fin de los tiempos, cuando se cumpla la justicia vengadora de Dios (como pretendían muchos apocalípticos), sino que empieza en esta misma historia, en gesto de comunicación personal, que los cristianos confirman en cada eucaristía.
Los cristianos entendieron la muerte de Jesús como “resurrección” no sólo en el futuro apocalíptico de la parusía de Jesús, sino en su presente pascual eucarístico. Esta experiencia eucarístico/pascual de Jesús, no es una esperanza de vida trans‒personal en abstracto, ni la visión imaginario de un muerto (Jesús crucificado), sino una experiencia de comunión pascual y vida concreta de Jesús en nuestra vida de creyentes.
Sólo allí donde la vida se regala compartiendo vida unos a otros y muriendo como Jesús en acción de gracias a Dios por todos) puede surgir una experiencia superior de resurrección,
Sólo allí donde la vida se regala compartiendo vida unos a otros y muriendo como Jesús en acción de gracias a Dios por todos) puede surgir una experiencia superior de resurrección,
| X. Pikaza

Imagen. Greco, el Expolio
Era un tema inusual en Occidente, pero este se justifica por el lugar al que iba destinado, el vestuario de la sacristía, en donde el sacerdote se prepara para el sacrificio de la misa. Al no existir precedentes visuales, El Greco acudió a la tradición bizantina más cercana a la iconografía del despojo de las vestiduras de Cristo, previo a su crucifixión. En todo caso, la composición con la que resolvió la historia es absolutamente original y no se encuentra ningún precedente8 (Google, Greco, el Expolio).
La primera humanización del homo sapiens se produjo cuando el proceso biológico, propio del despliegue de la vida, se abrió por dentro a fin de que surgieran seres conscientes de sí mismos, es decir, personas capaces de escuchar, responder y dialogar, acogiendo y dando vida. Los códigos genéticos siguieron actuando, con su pequeño campo de variantes, pero el genoma se estabilizó de un modo distinto, fuerte, y selectivo. Quedaron marginadas en la rueda de la historia otras formas de humanidad, quizá destruidas por nuestros antepasados. Triunfó el sapiens sapiens que nosotros somos: un animal abierto al pensamiento, enfermizo y genial, violento y capaz de abrirse en formas de comunicación gratuita, un ser cuya evolución no es ya genética sino cultural, pues se realiza a través de la Palabra[1].
- La segunda hominización del hombre pascual de Jesús se funda en la primera, pero la desborda y debe conducirnos del plano biológico‒legal en que hemos vivido, superando los riesgos del sistema actual (bajo dominio de Mammón-dinero), para pasar a un nivel más alto de comunicación y libertad (en la línea de la pascua y nacimiento de Jesús, Hijo de Dios), a través de la palabra recibida, compartida, regalada, en gratuidad, en esperanza de resurrección. En esa línea, los cristianos afirman que ellos han comenzado a vivir como nuevas creaturas, la Pascua de Jesús, actualizada en el bautismo y especialmente por la eucaristía, que les convierte en portadores de de la gracia de la vida de Dios, como resucitados.
Esta segunda humanización pascual y eucarística tuvo al principio y seguirá teniendo en este comienzo del tercer milenio elementos traumáticos, pero el mismo Dios de Cristo la impulsa y sostiene. Ciertamente, la podemos y debemos preparar, pero no la planificar con nuestra lógica antigua, pues ella sólo puede avanzar (expresarse, revelarse) por caminos de libertad gratuita, que no están dispuestos de antemano en forma de poder social o religioso .Sin duda, esta segunda humanización, centrada en el «gen mesiánico» (que es Cristo), corre el riesgo de quedar aplastada por la opresión de un sistema de violencia económica, social y personal. Pero estamos convencidos de que ella avanzará y será más creadora que la anterior, bajo el impulso de unos hombres y mujeres que se descubren hijos de Dios, portadores de su vida, en Cristo.
En esa línea es fundamental la celebración de la presencia de Jesús resucitado en la comunidad de los creyentes, que comparten en su nombre el pan de la promesa del reino y de la comunidad cristiana como Cuerpo de Jesús resucitado. En un sentido, la muerte ha sido un momento esencial del proceso biológico, pues sólo a través del tanteo-error, vinculado a la destrucción de los individuos, ha podido avanzar la humanidad como especie.
Ese aspecto de muerte a favor de la especie ha sido recogido en la experiencia sacrificial de muchas religiones en las que el grupo sacrifica y ofrece a Dios la vida de algunos de sus miembros (o animales sustitutivos) para expresar y fomentar el bien del conjunto (un tipo de paz dentro del grupo). En esa perspectiva, pero en un nivel más alto, podemos entender la muerte de Jesús, que ha entregado su vida al servicio del Reino, pero no como sacrificio fundado en un Dios de violencia de, sino gracia del Dios de la gracia, que libera a los hombres de la fatalidad del destino y de la muerte, haciéndoles capaces de vivir en amor, dando así vida unos a otros y resucitando en ellos.
Esta experiencia nos sitúa ante el Sermón de la Montaña, centrado en las antítesis de Mt 5, 21-48, que interpretamos como mensaje para resucitados mesiánicos, es decir, para celebrantes de la eucaristía Ciertamente, hay otros rasgos valiosos del evangelio, pero pueden quedar en un segundo plano. En el principio se encuentra la experiencia del amor gratuito que los cristianos han de ofrecer y compartir con todo los hombres y mujeres del mundo, antes de preguntarles por su raza o religión, pues la Biblia no es un libro de imposición eclesial, sino “manual del Verbo divino” que es Cristo, guía de palabra y n para los cristianos, en apertura de gracia a todos los hombres y a todos los pueblos[2].
Sólo allí donde la vida se regala compartiendo vida unos a otros y muriendo como Jesús en acción de gracias a Dios por todos) puede surgir una experiencia superior de resurrección, esto es, de nueva y más alta humanidad. Dentro del proceso biológico, las plantas y animales que mueren por la evolución desaparecen y no existen más, pues no tienen individualidad, sólo perduran en la especie y en la vida en su conjunto. De un modo distinto, en la línea del mensaje y pascua de Jesús, los hombres que entregan o regalan la vida por los otros no mueren y terminan como individuos (de forma que se acaba lo que han sido), sino que resucitan, porque tienen individualidad, son personas concretas, en Cristo, y de esa forma viven precisamente en aquellos a quienes dan vida, en el Dios que les acoge, porque él es, por Jesús, palabra universal de amor, resurrección de los muertos.
Entendida así, la resurrección no es algo del fin de los tiempos, cuando se cumpla la justicia vengadora de Dios (como pretendían muchos apocalípticos), sino que empieza en esta misma historia, en gesto de comunicación personal, que los cristianos confirman en cada eucaristía. Desde ese fondo se ilumina un elemento clave del mensaje de Jesús, conforme al cual la ofrenda de la vida a los demás (morir por ellos) significa renacer en Dios, en un nivel original de amor, para una forma de vida compartida, resucitando al mismo tiempo en los hombres por quienes y para quienes se ha vivido (cf. Mt 16, 25; Jn 12, 25).
En ese nivel vivimos y en ese camino de Palabra de Dios en Cristo seguimos naciendo y muriendo, como seres personales, llamados por Dios a ser en y como él, en un mundo en el que estamos hechos para vivir, pues somos mundo de Dios y como individuos de esa infinita comunión de vida de Dios hemos nacido y somos para siempre, superando todos proyectos y caminos de organización puramente eu-genética y técnica que quieren definir al hombre solamente con métodos de ciencia, pues ellos terminan borrando borran la Presencia del misterio y se oponen a la libertad dialogal y creadora de los hombres[3].
Fue enterrado, pero su tumba no vino a convertirse en signo y principio de una nueva revelación religiosa, en la línea de las tumbas sagradas de oriente y occidente, donde los hombres religiosos de casi todos los pueblos han venerado a los muertos como signo sagrado de la vida. En contra de eso, para los cristianos más antiguos, desde los grupos helenistas de Jerusalén, pasando por la comunidad de Antioquía y las iglesias de Pablo y de Marcos, Jesús resucitado se hace presente como pan de vida y vino de alianza, en la comunidad cristiana, que comparte su cuerpo y su alianza (formulaciones de Pablo y de Marcos), que como su carne y bebe su sangre (formulación de Jn 6, sermón de Cafarnaúm).
Jesús no dejó una tumba donde pudieran reunirse sus discípulos para celebrar su presencia, sino que ellos “descubrieron” algo inmensamente superior: Jesús resucitado estaba vivo en su mensaje y estaba realmente presente en su comunidad de creyentes. Jesús no había creado una organización sacral, ni había dotado con fondos una empresa, sino que creó (suscitó) una herencia superior de humanidad, un grupo de amigos y seguidores en los que él (Jesús) se hizo y está presente como resucitado.
La historia antigua (el mesianismo político/social) de Jesús ha culminado en su muerte. Jesús fue crucificado (acusado de ser falso Cristo), y no volvió (no ha vuelto) de una forma “material”, de manera que se ha cumplido un tipo de “parusía” de gloria externa, como esperaban en principio los Doce en Jerusalén y otros muchos discípulos de Jesús. Ciertamente, Jesús volverá (vendrá en gloria externa, al fin de los tiempos, como sabe 1 Tes 4 y 2 Tes). Pero hasta que “vuelva” está presente como resucitado en la gloria de Dios Padre y en la vida de los creyentes en la Iglesia, en forma de Eucaristía.
Esta presencia eucarística (pascual) de Jesús en la Eucaristía, tal como ha sido ratificada por Pablo (1 Cor 11) y formulada de forma celebrativa por Mc 14, 22-25 par y por Jn 6 (sermón de Cafarnaúm) constituye la experiencia y oración fundamental de la iglesia. Entendida así, la Eucaristía de la Iglesia constituye la esencia orante y celebrativa del cristianismo. Esta esencia eucarística (pascual) de la Iglesia es la experiencia fundamental de la vida de los cristianos. Esta experiencia pascual (eucarística) de Jesús se ha “visibilizado” el principio de la iglesia en una serie de “apariciones” narradas por Pablo (en 1 Cor 15, 3-9) y pos los evangelios de Mateo 28, Lucas 23, Jn 20-21 y por Marcos 16 (final canónico).
Las apariciones de Jesús resucitado como experiencias fundantes (liminares) de presencia del Crucificado son importantes para la Iglesia, hasta el día de hoy. Pero la certeza pascual de la iglesia está vinculada a su “experiencia eucarística”, como signo y garantía de la mutación cristiana[4]. La iglesia sabe que la muerte de Jesús no fue un castigo (sacrificio) impuesto por Dios a Jesús, sino el don o regalo más hondo de su vida, la expansión de su conciencia, que consiste en morir para vivir en plenitud (resucitar) en los demás, en nueva creación (mutación), esto es, en comunicación personal de vida, que se abre al futuro de la plenitud de Dios que será todo en todos (1 Cor 15, 28).
Así releyeron y recrearon los cristianos el AT desde la experiencia pascual de Jesús. No condenaron y rechazaron la Biblia de Israel por violenta y contraria al amor universal (como hicieron muchos gnósticos), sino que la entendieron en clave de resurrección. No buscaron la coherencia entre el AT y NT en detalles secundarios, no ocultaron la intensísima violencia de muchos pasajes del AT, pero descubrieron en la trama a veces sinuosa y quebrada del pueblo de Israel un camino que desemboca en la vida y don del Dios que entrega por Cristo su vida en la cruz, para iniciar con todos un camino de resurrección, celebrado e instaurado por la Eucaristía
Los cristianos entendieron la muerte de Jesús como “resurrección” no sólo en el futuro apocalíptico de la parusía de Jesús, sino en su presente pascual eucarístico. Esta experiencia eucarístico/pascual de Jesús, no es una esperanza de vida trans‒personal en abstracto, ni la visión imaginario de un muerto (Jesús crucificado), sino una experiencia de comunión pascual y vida concreta de Jesús en nuestra vida de creyentes, como siembra del trigo de Dios (Jn 12, 20‒33), que fructifica en la experiencia de comunión de los creyentes, cuando descubren que él (Jesús) vive en ellos, abriéndoles los ojos, de manera que puedan compartir y compartan en amor lo que son, regalándose la vida unos a otros
La historia de Jesús (Enviado/Hijo de Dios) no acaba en su tumba física, sino que se expresa de un modo radical tras/por ella, en su recuerdo, en su influjo y presencia en aquellos que le han conocido, y que siguen recreando su figura y actualizando su obra. En ese sentido, la resurrección no es negación de la muerte, sino ratificación del sentido de la muerte de Jesús como semilla de Dios en la vida (comunión) de los hombres que se reúnen y comparten su vida por el Espíritu Santo.
Apariciones de Jesús, Comunión trans-personal[5].
Como he dicho, la “prueba” fundamental de la resurrección de Jesús ha sido y sigue siendo su presencia “eucarística”, es decir, su manifestación “real” en la vida y obra de los creyentes, que recuerdan su vida y de un modo especial su “muerte”, como presencia real de transformación (mutación) personal y comunitaria de su vida. Solo en ese contexto se puede hablar y se habla de “apariciones”, es decir, de experiencias de presencia de Jesús, como anticipación de la parusía de Jesús.
Las apariciones son expresión de una intensa presencia de Jesús (en línea de transcendimiento y culminación, no de negación de su persona), en clave de fe (de acogida y comunicación creadora), no de imposición física, sino de comunión eclesial. Jesús ha entregado su vida por los demás, y lo ha hecho de tal forma que ha podido mostrarse ante (en) ellos vivo tras la muerte (por la muerte), como presencia y poder de vida, iniciando en (por) ellos un tipo más alto de existencia humana (es mutación mesiánica). Las apariciones son signos de presencia de Jesús resucitado, en línea de comunicación transpersonal.
En un sentido, las que Pablo ha recogido de forma oficial en 1 Cor 15, 3-7, podrían entenderse como simples visiones (manifestaciones) sobrenaturales de unos entes superiores, favorables o desfavorables (dioses, difuntos, demonios…), un tema que encontramos en muchas religiones. Pero, desde la perspectiva marcada por el Antiguo Testamento, esas apariciones han de entenderse como expresión de un modelo más alto de vida, en una línea de mutación humana y comunicación transpersonal. No se trata de “ver” en forma milagrosa, sino de vivir de un modo nuevo (de renacer desde Cristo), superando/cumpliendo el arquetipo anterior, iniciando una forma superior de comunicación que comienza precisamente ahora, con la resurrección de Jesús.
Los seguidores de Jesús saben y afirman que ellos mismos son él, es decir, que él vive en ellos y que ellos forman parte de su vida, pues son el mismo Jesús renacido, presente, mesiánico. En ese sentido, la visión‒presencia de alguien que han muerto tras haber dado la vida a (por) aquellos que les siguen forma el arquetipo o símbolo central de una humanidad, que nace y vive en (de) aquellos que mueren, en un mundo donde nada ni nadie acaba totalmente, sino que todo deja huella y sigue siendo (existiendo) al transformarse, no en línea de eterno retorno de lo que ya era (nada se crea, nada se destruye, sino que se transforma), sino de creación de lo que ha de ser.
Otras realidades se transforman de manera que son intercambiables. Los hombres, en cambio, no son intercambiable, pues cada uno es único en sí, por aquello que ha recibido y realizado. Cada uno de los seres humanos es único, pero todos pueden habitar y habitan unos en los otros, destruyéndose o dándose la vida. En esa línea ha vivido y ha muerto Jesús por los demás, pero de tal forma que sus discípulos descubren y proclaman que él vive en ellos, haciéndoles ser lo que son, unos resucitados.
Desde ese fondo ha de entenderse la novedad de Jesús, su mutación pascual, centrada en el hecho de que sus seguidores, desde el principio de Pascua, el año 30/31 d.C., hasta el día de hoy (año 2025) siguen descubriendo y confiesan con su vida que él vive (ha resucitado), de manera que pueden afirmar que ellos mismos viven, se mueven y resucitan en Cristo, identificándose así con el mismo Jesús, que es Palabra, camino, verdad y vida de Dios habitando en ellos (cf. Gal 2,20‒21). Las religiones “son”, en general, una experiencia de identificación con la vida y destino de la divinidad como tal. Pues bien, el cristianismo constituye una experiencia de identificación vital con Jesús de Nazaret, enviado‒mesías de Dios, que habita (vive, se mueve, resucita) en ellos.
Por eso decimos que el cristianismo es el testimonio de la aparición (presencia) de Jesús en aquellos que le ven (acogen), reviviendo su experiencia y destino de muerte y resurrección, viviendo, caminando/moviéndose y resucitando de esa forma en Dios (como Dios encarnado en la historia de la humanidad ). Los cristianos afirman, en esa línea, que el mismo Jesús, Hijo de Dios, que ha vivido y muerto por el Reino, revive (resucita) como Vida de Dios en sus vidas, en amor mutuo, en presencia pascual. Más aún, ellos celebran (reviven) esa presencia pascual de Jesús en forma de eucaristía.
Jesús no se muestra (no existe) con el cuerpo anterior de su vida mortal en Galilea y en Jerusalén (no lleva a los suyos al pasado), pero tampoco actúa como espíritu incorpóreo en los creyentes (en línea gnóstica), sino que está presente (vive) como realidad e impulso de vida universal, resucitada, de forma que su “cuerpo” real son aquellos que aceptan y agradecen su presencia, pues en ellos vive, se mueve y resucita, no para negarles a ellos, sino para resucitarles a la vida verdadera, pues por (en) él todos y cada uno de los hombres son (somos) resurrección, Dios mismo, hecho en nosotros como promesa y principio de nueva humanidad.
Esta manifestación de Jesús no es objeto de una experiencia “visionaria”, como en muchas apariciones de difuntos, de tipo onírico, psíquico o mental, en sueño o vigilia, sino una experiencia radical de recreación de la vida en amor, de compromiso eucarístico de diálogo personal y de entrega mutua de la vida, viviendo unos en otros y sabiendo así que el mismo Selbst de Dios, su identidad, su vida, su Espíritu Santo habita en los hombres, de un modo trans‒personal (no im‒personal), siendo así y resucitando unos en otros
En esa línea, debemos recrear la palabra clave de Ex 3, 24, donde Dios dice ¡Soy el que Soy!, soy el que vivo en vosotros y vosotros vivís en mí, viviendo unos en otros, por amor y alianza de vida. En esa línea, los relatos de apariciones (cf. Mt 28,1-10. 16‒20; Jn 20,11-18; 1 Cor 15,3-8 etc.) no deben entenderse en sentido material, externo, como si quisieran transmitir el protocolo de unas experiencias concretas, sino como mutación/comunicación de la vida humana en Cristo, en línea de muerte y resurrección. En esa línea, los primeros cristianos ofrecían el testimonio de una nueva forma de presencia de Dios (y de los hombres) en Jesús, algo que nunca se había vivido de esa forma, pues no existe (que sepamos) ningún fundador o personaje histórico (¡y menos un condenado a muerte en cruz!) que haya sido “experimentado” vivo tras su muerte, como presencia humana del Dios trascendente y principio de resurrección para los hombres
NOTAS
[1] La misma constitución biológica nos impulsó a vivir en un nivel de libertad y palabra personal, de manera que sin ella seríamos inviables como humanos. De aquella ruptura y de aquel nacimiento a la Palabra provenimos, en ella nos mantenemos, como habitantes de dos mundos: somos cuerpo-genoma y persona-libertad, biología y palabra, un haz de deseos violentos y una palabra abierta a la comunicación universal y a la vida compartida. De aquella ruptura provienen las sociedades de la historia, que ahora (año 2025) están en crisis, de manera que el ser humano corre el riesgo de expirar, a no ser que “resucitamos” de un modo distinto, en la Palabra y vida de Jesús)
[2]Si empezamos por un tipo de dogmas o estructuras posteriores no podremos dialogar en fraternidad. En esa línea, las religiones monoteístas, podemos volver a nuestro principio (Éxodo judío, Hégira musulmana, Pascua de Jesús), pero sabiendo que cada religión ha de superar todo privilegio propio, buscando el bien de los demás más que el suyo. En esa línea, los cristianos podrían hablar de una “ventaja” cristiana, pero no como ventaja de superioridad, sino de renuncia creadora, pues ellos han de buscar el bien de los demás (como personas y/o grupos) antes que el propio.
[3] Retomo la lectura bíblica de F. Rosenzweig, La Estrella de la redención, Sígueme, Salamanca 1987, y de mi libro Teología y ecología, Dios o el dinero., Sal Terrae, Santander 2018.
[4] El mensaje central del Cristianismo se ha cumplido de forma ejemplar en la muerte de Jesús, reinterpretada como resurrección, y en la de aquellos que le siguen, como han sabido (de forma iluminada, ilusionada) inventores y místicos, maestros de “alquimia” o transformación del alma y amantes, en la línea de los profetas de Israel, que no habían anunciado (=preparado) el triunfo político‒social de Cristo en clave de poder, sino de muerte y resurrección (cf. Lc 24, 25‒27 y Hch 8, 26‒40), es decir, de despliegue trans‒personal (no impersonal) de vida, en la línea de las profecías del Siervo (Isaías II), desde Ezequiel hasta el justo de Sab 1‒2 que vive y “resucita” (alcanza la inmortalidad) precisamente allí donde le matan.
[5]El historiador positivista (en clave físico‒biológica) no puede decir más sobre lo que sucedió con Jesús, limitándose a suponer que su cadáver se descompuso. Pero puede y debe añadir que algunos discípulos suyos tuvieron la certeza de haberle visto vivo tras la muerte. Todos los intentos que se han hecho (desde los sacerdotes de Mt 28, 11-15, con el filósofo Celso, siglo II d.C.) por negar o devaluar ese testimonio, apelando al engaño de sus discípulos o a un tipo de alucinaciones enfermizas, carecen de sentido. Cuando afirman que le han visto y cuando “creen” que está vivo los primeros cristianos no mienten sino que exponen su nueva experiencia de presencia humana.