Del judaísmo al cristianismo. Aportaciones bíblicas a la familia

Recojo aquí algunas conclusiones de mi libro sobre la familia, para precisar después las aportaciones de la Biblia en este campo

‒ Partiendo del Antiguo Testamento, el judaísmo constituye una federación familias, vinculadas entre sí por generación e historia. En esa línea, en cierto sentido, cada familia es todo el judaísmo, con el padre como transmisor y celebrante de la memoria sagrada de Dios, pues circuncida a sus hijos, para introducirles en la alianza de Israel, y garantiza con la madre su educación judía. El judaísmo tiene instituciones más amplias, como las sinagogas en las que mantiene la tradición del pueblo y actualizan los mandamientos de la Ley; pero los responsables de la práctica judía son los padres, y cada familia es verdadero templo de Dios.

‒ Partiendo del mismo Antiguo Testamento, recreado por Jesús, el cristianismo se ha vuelto una religión suprafamiliar, centrada en cada Iglesia, entendida en forma de comunidad creyente y solidaria. Eso implica, por un lado, una ampliación y robustecimiento eclesial de las familias, pues ellas han de rebasar las fronteras de su comunidad religiosa y abrirse hacia los marginados y expulsados del entorno.
Pero, al mismo tiempo, implica un debilitamiento, pues las familias concretas ya no aparecen como transmisoras de la fe, y el padre de familia pierde el carácter ministerial/sagrado (casi sacerdotal) que tenía. En esa línea (en contra de lo que sucede en Israel), la iniciación de los hijos en la fe ya no es tarea principal de los padres, sino de la Iglesia, y de un modo más concreto, de los “pastores ordenados” (obispos, presbíteros, catequistas…).



A pesar de ello, el cristianismo sigue siendo religión de familia, no sólo por herencia del Antiguo Testamento, sino por el mensaje de Jesús y por la vida de sus primeros seguidores. Por otro lado, como he destacado en la introducción (y como indicaré de nuevo al final de este capítulo de la Familia en la Biblia), en estos últimos años la Iglesia Católica plantea el tema de la familia como prioritario, y así lo muestra motivo del doble Sínodo (2014 y 2015) al que responde de algún modo este libro, cuyas conclusiones he comenzado a condensar en esta postal.

El tema sigue abierto, el camino es largo. La Biblia no resuelve todos los problemas, ni siquiera los plantea, pero abre un camino para la reflexión y el compromiso. Buen día a todos


Aportaciones


No quiero ni puedo resumir todo lo dicho, pues está resumido al final de cada capítulo del libro, sino retomar y valorar algunas aportaciones que me parecen más significativas, no sólo en sí mismas, sino por la repercusión que pueden tener en el futuro, para la recreación de la familia, en línea bíblica y cristiana:


1. La familia es un institución histórica, que se va expresando y realizando a través del tiempo. Ciertamente, tiene un elemento natural, vinculado a la historia de la naturaleza y de la vida, como muestra la dualidad sexual (varón y mujer) y el hecho de que el hombre es un ser natal que proviene de otros hombres, no sólo en un plano biológico, sino (y sobre todo) cultural, a través de la palabra que le ofrecen y en la que le inician otros seres humanos.

Lógicamente, recreando esa “base natural”, las familias cambian a lo largo de la historia, como hemos ido viendo, desde el Génesis hasta el Apocalipsis. En ese sentido, como muestra el grueso de este trabajo, podemos afirmar que la Biblia es el libro de las “transformaciones” de la familia, pues su sentido y valor no está dado de antemano, sino que se va configurando a lo largo de la historia, sobre unas bases de naturaleza, recreadas de forma cultural.

2. Tendencia al matrimonio monogámico. A pesar del predominio del patriarcalismo y de la existencia de la poligamia, la Biblia ha dado primacía al matrimonio monogámico y duradero (para toda la vida), como muestra el camino que va de Gen 1-2 hasta Mc 10, 1-9 (mensaje de Jesús) y el gran signo de Ap 21-22 (las Bodas del Cordero). En ese contexto resulta fundamental la vinculación entre monoteísmo profético (Dios ama a su pueblo como esposo fiel) y la monogamia (el amor y la fidelidad entre un hombre y una mujer es signo y presencia divina en la historia).

Resulta significativo el hecho de que la monogamia no se haya impuesto por ley, ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, pues más que una norma que obliga desde fuera, ha sido y es una experiencia de maduración humana, en línea de unión personal, para el engendramiento de nuevas personas. La realidad más alta de la historia humana (el nacimiento de la vida) está básicamente vinculada al despliegue de una familia entendida como experiencia de comunión personal de un hombre y de una mujer que se vuelven así principio de vida.

3. El hombre, un ser natal: engendrado, no fabricado.

Las cosas se fabrican, y así deben hallarse sometidas a los hombres. En esa línea, todo lo que el hombre puede hacer es sólo un “ídolo”, una figura que él no puede divinizar ni absolutizar. En contra de eso, los hijos no son una “obra” fabricada, sino que nacen por generación creadora de los padres, en la que se puede afirmar que interviene de un modo especial el mismo Dios. En todo nacimiento propiamente humano, desde Caín (Gen 4, 1), hasta Jesús (cf. Mt 1, 18-25; Lc 1, 26-38), ha descubierto y proclamado la Biblia la presencia de Dios, creador de familia.

Por eso, cada nacimiento es un signo de Dios, una expresión de su Palabra. Este carácter “natal” del ser humano, que existe por obra/amor otros seres humanos, constituye un elemento clave de la antropología, tal como ha culminado (según los cristianos) en el nacimiento de Jesús (cf. tema 12). Así dice la Biblia que el hombre nace de Dios (de su Palabra) a través de la palabra que le ofrecen otros seres humanos, especialmente los padres. Por eso, el ser humano no es alguien que se limita a compartir la esencia humana (como han pensado falsamente algunos pensadores helenistas y después cristianos), sino que un individuo concreto que “nace” de individuos hombres concretos, en un contexto de genealogía/familiar.

4. Experiencia “sexual”, recuperación del placer.

Quedando claro lo anterior (el hombre es ser natural, su esencia es la familia) puede darse un paso más, afirmando el valor prioritario de la experiencia sexual, como aparece no sólo el Cantar de los Cantares, sino en la primera palabra del hombre cuando despierta a la vida (Gen 2, 23-24). Una larga tradición helenista, defensora de la oposición entre materia y espíritu, que se ha introducido sobre todo en la gnosis y en algunos eclesiásticos antiguos (como San Agustín), ha minusvalorado (y casi demonizado) el placer, afirmando que el sexo sólo puede expresarse de un modo legítimo al servicio de la generación.

Pero esa oposición al sexo es no sólo antibíblica (contraria al Antiguo Testamento), sino también anticristiana, como muestra el mismo San Pablo cuando pide a los esposos que expresen su amor y cohabiten todos los días, privándose sólo durante algunos tiempos limitados, para orar en común, por decisión compartida (cf. 1 Cor 7, 3-5). Pues bien, en contra de eso, una parte de la Iglesia Católica ha sentido prevención ante el sexo, y de esa forma ha corrido el riesgo de no entender bien el sentido de la realidad humana y de la familia, como fuente y espacio de encuentro creador entre personas. En ese sentido, el redescubrimiento moderno del valor y libertad del sexo nos permite un mejor conocimiento de la Biblia.

5. Libertad personal, una opción.

Ese descubrimiento de la libertad ha sido quizá el más largo y complejo de la Biblia, que en muchos momentos ha tendido a tomar el matrimonio como algo que ha de hacerse por necesidad, no sólo al servicio de la procreación, sino también de la casa-hacienda. En esa línea no había verdadera libertad para casarse o para quedar solteros, y eso se aplicaba en especial a las mujeres, que debían someterse al dictado de sus familiares, casándose por conveniencia económica y social, con un hombre buscado por otros.

Pero esa “imposición” matrimonial ha sido superada en la misma Biblia, y de un modo especial por Jesús, no sólo al recibir en su seguimiento a varones y mujeres que podían estar casados o solteros, sino también al valorar y acoger a personas que no podían casarse (eunucos, prostitutas…). Por lo que sabemos, quien más ha desarrollado las implicaciones de esta novedad de Jesús ha sido Pablo, que ha puesto de relieve el valor de la Iglesia (comunidad cristiana), dejando a los hombres y mujeres concretos en libertad para casarse o permanecer solteros. Eso significa que el matrimonio y la paternidad no es imposición ni obligación, sino vocación. Hombres y mujeres tienen valor en sí mismos, dentro de una Iglesia que les acepta y aprecia como tales, de tal forma que no están obligados a casarse, sino que pueden vivir en celibato (virginidad), al servicio de los demás (es decir, del evangelio), con las dificultades que ello implica y los valores que ofrece.

6. Un camino en busca de la igualdad real de la mujer.

La Biblia es una “historia de la familia”, no un tratado teórico, y de esa forma va narrando acontecimientos y trazando caminos, sin imponer una determinada perspectiva. Por eso, en un nivel, valora desde el principio a la mujer como persona (Gen 1-2), pero, en otro, tiende a convertirla en sierva del varón patriarca, destacando su función materna. Sólo en algunos momentos especiales, el Antiguo Testamento ha valorado a la mujer, en distinción e igualdad radical con el varón (así en el Cantar de los Cantares), sin necesidad de que ella sea madre en una familia al servicio del varón y de la casa (hacienda).

Esa nueva valoración aparece en el Nuevo Testamento en aquellos lugares donde varones y mujeres han sido estimados por su realidad, como creyentes, y no por una función de tipo histórico; así lo muestra la conducta de Jesús y el mensaje original de Pablo. Pero parte de la tradición cristiana posterior no ha mantenido esta experiencia de igualdad, volviendo a ratificar una visión patriarcalista de la vida y de los ministerios eclesiales (como, en un sentido, muestran las Cartas Pastorales). Volviendo a la raíz de Gen 1-2, con el Cantar de los Cantares y el mensaje de Jesús y Pablo, debemos reforzar la igualdad radical del varón y mujer, no en forma de identificación, sino de complementariedad, pues cuanto más se diferencia más iguales son, valorándolos como personas. Así pasamos del plano de la naturaleza al de la dignidad personal, descubriendo que la diferencia sexual está al servicio de la mayor igualdad, y la igualdad al servicio de la diferencia, de manera que, siendo iguales y distintos, en comunión personal (pudiendo ser célibes), hombre y mujer pueden convertirse en padres comunes de unos niños a los que educan en diálogo, desde su diferencia.

7. Amor es palabra, la esencia dialogal de toda familia.

Crear familia es en el fondo dar y compartir palabra, abriendo así un espacio de comunión entre personas. La misma diferencia de sexo, al servicio del encuentro personal, se desarrolla en forma de trasmisión de conocimiento de vida. Ciertamente, los hijos nacen del semen masculino/femenino, en un plano biológico, y cada nuevo ser humano tiene un genoma distinto. Pero el verdadero nacimiento humano acontece en el nivel de la palabra que le ofrecen los padres (biológicos y/o personales) al acogerle y educarle. El germen humano sólo se personaliza a través de la palabra engendradora, de forma que sin ella no hay nacimiento personal, pues un hijo simplemente “biológico”, sin educación cultural (amor, palabra, comunidad) es inviable como persona.

La familia nace y se expande de esa forma en un espacio de palabra compartida que los padres y/o los educadores ofrecen al niño que así nace de un modo personal. Se podría pensar que en los primeros años el niño recibe sólo la palabra de los padres y/o de algunos pocos familiares y educadores, pero a través de ella le llega la voz y la cultura de todo un pueblo, que se expresa en el idioma. Por eso, lo que suscita y define a la familia es la hondura de palabra que cada uno de sus miembros ofrece, recibe y comparte. De un modo consiguiente, el matrimonio (y el engendramiento de hijos) constituye un compromiso de vida compartida que se establece y expresa en el nivel de la palabra. Sólo en la medida en que un hombre y una mujer se “conocen” en sentido bíblico, siendo sujetos de palabra, y la comparten en libertad, puede haber matrimonio (con hijos “humanos”).

8. Indisolubilidad, nueva experiencia de comunión.

El matrimonio sólo tiene sentido allí donde abre un espacio en el que cada esposo madure en humanidad, de forma que su amor mutuo (común), expresado en forma de palabra dialogada, sea principio de paternidad-maternidad, al servicio del surgimiento y despliegue de nuevos seres humanos. En esa línea, el matrimonio es una promesa de vida compartida y regalada: Varón y mujer son los únicos seres que pueden prometerse vida (com-prometerse) desde Dios, es decir, uno con el otro, creando una realidad más alta, algo que antes no había, y que no es la mera suma de dos, pues los casados no son ya lo que antes eran, sino que tienen una nueva realidad de tipo dual, una vida más alta, siendo principio común de vida.

Sin duda, puede haber otras uniones temporales o definitivas muy dignas, aunque sin capacidad de engendrar nuevas personas, como sabe Jesús al hablar de los eunucos (Mt 19, 12): uniones de amigos o amigas, del mismo o diverso sexo, comunidades religiosa, parejas homo- y/o hétero-sexuales, y su valor dependerá de la “palabra” de comunión que susciten y desarrollen, y también de la vida que desplieguen en compromiso de amor (aunque no tengan hijos). La dignidad de esas uniones no dependerá de leyes estatales (aunque cierta regulación social puede ser importante), sino de la humanidad que ellas logren compartir y expresar.

9. El valor de los niños.

En este contexto sigue siendo fundamental la experiencia y tarea de engendramiento de la vida, pues cada familia empieza siendo “una” realidad de “dos” que se unen (se transfiguran), engendrando vida en común, de manera que ya no se aman solamente uno al otro, en línea horizontal, sino amando juntos a un tercero. Su amor mutuo viene a presentarse así como principio de vida, y así cuanto más fuerte sea la intimidad de la unión de pareja o familia, más grande será (ha de ser) su apertura creadora (la de cada uno de sus miembros) hacia los hombres y mujeres de su entorno.

Mirado desde nuestra perspectiva, el Antiguo Testamento en su conjunto apenas ha logrado establecer uniones igualitarias de familia: El marido/patriarca ha dominado sobre la mujer para estar seguro de que los hijos son suyos, y ha tendido a convertirla en una especie de criada sexual e instrumento al servicio de la generación (cf. cap. 2-4). Sólo el descubrimiento del valor radical de la mujer, y la experiencia más honda de fidelidad personal de ambos (varón y mujer), puede hacer que nazca la paternidad/maternidad compartida. Esta visión latía ya en el mismo libro del Génesis, donde Adán y Eva aparecen como iguales en humanidad, pero ella sólo ha logrado desarrollarse lentamente, sin haber culminado aún hasta el día de hoy, a pesar de la experiencia radical de comunión que implica el evangelio cristiano. El matrimonio aparece así como proyecto de comunicación definitiva entre dos personas, como relación de crecimiento y generación de nuevos seres humanos, a quienes madre y padre ofrecen no sólo su ADN (herencia genética), sino algo mucho más importante, que podemos llamar ADN personal, en palabra y amor.

10. Conclusión, fidelidad matrimonial y entrega a los pobres.

El amor matrimonial sólo es completo allí donde dos personas se vinculan (se entregan/conocen) mutuamente para amar juntos a un “tercero”, es decir, a los hijos o al conjunto de la sociedad, al servicio de la vida, y de un modo especial de aquellos que no tienen familia… En ese contexto se sitúa el proyecto de Jesús, que ha sido célibe (cf. cap. 8), no por falta de amor, sino al contrario, por apertura de amor concreto hacia los marginados y expulsados familiares y sociales.
Desde ese fondo se pueden dar dos respuestas que Pablo ha comenzado a tematizar en 1 Cor 7, aunque no lo ha hecho plenamente. (a) Puede haber celibato (eunucos…: Mt 19, 12) por el Reino de los Cielos, tanto por condición antropológica, como por opción personal. El célibe o eunuco, así entendido, no es un hombre o mujer carente de amor, sino al contrario, un hombre o mujer que convive desde el mensaje del Reino con otros eunucos, expulsados sociales o necesitados y con el conjunto de la sociedad, pudiendo ofrecer un testimonio familiar distinto, no para oponerse a la familia matrimonial con hijos, sino para ofrecerle un complemente muy valioso. (b) Pero puede y debe haber también matrimonios en perspectiva del Reino de los Cielos, como amor de pareja (comunión personal) que se expande no sólo al servicio de los hijos propios, sino también de otros excluidos y necesitados. Entendido así, ni el matrimonio es una ley, ni es una ley el celibato, sino que ambos aparecen como expresión de un amor abierto, de modos distintos, a la familia.
Volver arriba