Clerocentrismo y heterorreferencialidad seglar

El antagonismo entre sectores progresistas y conservadores en la Iglesia tiene más de aparente que de real, porque la autorreferencialidad y la mundanidad espiritual campan a sus anchas por ambos lados. La actitud clerical es la misma (con alzacuellos y sin él), el hermetismo comunitario semejante, el narcisismo comunitario palpable, y el voluntarismo pelagiano o su antagónico, el quietismo molinosista, ambos heréticos, actitudes bastante extendidas entre los católicos. Tampoco faltan neo-arrianos.

Siempre he tenido una gran dificultad para adaptarme a las comunidades. Me invitaron a no entrar en la vida religiosa. No solo fue mi espíritu de rebeldía lo que me impidió ser religioso. Vivo lo que entonces intuía, que fuera de la vida religiosa iba a serle más útil a Dios. Soy un seglar, con vocación de seglar, y camino al encuentro de un Cristo que para mí es eminentemente secular, porque Jesús de Nazaret fue un seglar judio, no fue sacerdote ni tampoco letrado fariseo o saduceo, tampoco fue esenio.

Mi compromiso con la comunidad cristiana siempre ha sido un ir y un volver, y jamás he sentido que me perdia cuando me alejaba de la comunidad, porque para mí la comunidad cristiana es sólo una referencia, pues primero pertenecemos a la comunidad familiar. Esto es una tentación, permítemelo decir, del demonio. Si la referencia del laico no es su realidad secular entonces es fácil que la comunidad cristiana se convierta en una via de escape ante las frustraciones que se producen en aquella. Primero se deberían afrontar los compromisos domésticos y luego si hay margen, los comunitarios. Porque Dios nunca se aleja de uno. Esas seguridades son falsas y funestas que ocasionan en muchos cristianos grandes males y malestares familiares. Pertenecemos a Cristo, y Él nunca nos abandona, y no le buscamos sino que Él nos encuentra. Si no vivimos ésto, no podemos entender qué significan la Gracia y la Misericordia de Dios.

La experiencia me ha llevado a no juzgar al monje por su hábito, pues he conocido a buenos y malos religiosos, con hábito o sin él, con alzacuello o sin él. Todos conocemos dentro de la Iglesia buenas y malas personas. Conozco a seglares que piensan y pasan perfectamente por clérigos, y a clérigos que piensan y pasan por seglares. Conozco a una mayoría que transita por medio y no por cunetas. Sin embargo, he comprobado durante mucho tiempo, que el discernimiento vocacional es tan deficiente en nuestras comunidades que cada vez hay más cristianos que transitan por las cunetas.

No se trata de saber si uno tiene que ser religioso ó laico, sino que se trata de descubrir el terreno donde conforme a la voluntad de Dios y a la personalidad de cada cual, se da fruto, pues a Dios no le importa tanto que seamos religiosos o seglares, como que demos fruto evangélico.

Sin ir a medias se trata de vivir entregado de lleno NO a la condición canónica sino a la causa del Reino de Dios en la clausura, en la comunidad cristiana o en el mundo secular. Sin embargo, la orientación de la pastoral vocacional atiende esencialmente a las vocaciones religiosas, cuando más bien, debería atender integralmente el discernimiento vocacional en la vida cristiana. Sin discernimiento vocacional extensivo es difícil que la Fe madure. La pastoral vocacional es reduccionista y se equivoca por ello. El discernimiento vocacional es tan sustancial en la formación del cristiano como las lecciones el catecismo. El discernimiento vocacional es la más hermosa Escuela de Sabiduría teológica y humana.

Es cada vez más complicado encontrar a un laico, a un religioso e incluso a un obispo, que sepa armonizar lo mejor de la tradición y lo mejor de la modernidad positiva. Es sin embargo fácil encontrarse a laicos con formas clericales. El clericalismo es esa especie de caparazón institucional que recubre la auténtica personalidad del sujeto, y es la razón por la que muchas veces se pierda naturalidad y espontaneidad. En cierta forma, se acaba siendo lo que se representa, y de forma nada pacífica. Contención, previsibilidad, quizás incluso, sofisticación, pueden derivar de este arte de conjugar lo que se representa y lo que se es. El clericalismo es una desviación del carisma originalmente seglar de Jesucristo. Respetar lo que se representa dignifica, pero la personalidad es singular y no se representa a menos que se finga o se anule de forma destructiva.

Es casi imposible encontrar a cristianos audaces en su misión. La audacia pastoral ha sido suplida por una burocracia eclesial mundana y acomodaticia. Tras el Concilio Vaticano II y en pleno siglo XXI todavía es muy difícil que dentro de la Iglesia se comprenda que la vocación del laico seglar le lleva necesariamente a realizar su misión en el mundo, con una comunidad de referencia pero sin una comunidad de pertenencia. La familia, el trabajo y un conjunto de relaciones, muchas de éstas inaccesibles para la mayoría de los consagrados, son nuestro campo de acción, y no las sacristías.

Este reduccionismo comunitario ha sido un factor fundamental para entender que el catolicismo en España sea cada vez más un fenómeno de minorías, con lo que ello implica (la falta de referentes morales y religiosos en nuestra sociedad que contrarresten la destructiva y alienante cultura de consumo y posmodernidad), y para entender cierta esquizofrénica forma de vivir la fe, que alaba a Dios en el templo y le atiza fuera de él. La realidad secular puede y debe corregirnos positivamente, dado que exige autenticidad en el testimonio, que es el factor más convincente de la vida cristiana.


Hay que responsabilizar a la secularización agresiva por ese reduccionismo, pero también a ese clero-centrismo, a esa intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que es la responsable de la pérdida de la iniciativa y la frescura seglar y de los pobres resultados de la “Nueva” Evangelización, que todavía nadie me ha podido explicar de forma que yo entienda.

La heterorreferencia de la vocación seglar es para mí por experiencia, la realidad secular. Los problemas actuales del género humano, que yo resumiría en dos básicamente: el miedo sistémico y la falta de discernimiento personal. El miedo paraliza las capacidades espirituales de las personas. El miedo imposibilita que los cristianos seamos realmente sacerdotes, profetas y reyes para un mundo que necesita de los tres para recobrar su Fe y su esperanza. El miedo y los complejos provocan que perdamos naturalidad y espontaneidad al transmitir nuestra Fe, y tengamos un insuficiente protagonismo en la sociedad civil.

Las personas sufren por miedo a perder lo que se tiene, por miedo a asumir los errores cometidos y las exigencias de reparación, por miedo a coger la vida como se coge al toro por los cuernos. El reduccionismo comunitario puede hacer que todas estas vidas se nos escapen si no vamos a su encuentro. Estas personas forman parte de la periferia existencial, y todas son terreno sagrado. Porque son en las situaciones límite vividas y sufridas por las personas, donde Cristo se manifiesta. Un estado incipiente de esperanza, de alegría por un encuentro personal inesperado, de necesidad de levantarse y vivir dignamente… son mociones interiores, son signos de la acción de Dios en el espíritu de las personas. Todo lo bueno que surge en estas situaciones límite constituyen un milagro cotidiano que nos permite gozar de un Dios que actúa, que está vivo y resucitado, y que fortalece con sus manifestaciones continuas nuestra esperanza.

Decía Karl Rahner que el cristiano del siglo XXI será místico o no será. Estas palabras hoy no son un eco, son un reclamo vivo para el siglo XXI, un siglo seglar. En medio de este mundo un cristiano místico vive activamente sus relaciones con el mundo, observándolo, juzgándolo, disfrutándolo y sufriéndolo como lo hace Cristo. Cada hermano es un pequeño altar de Dios.

La falta de discernimiento personal se produce por la falta de vida interior espiritual debido a esa compulsiva forma de ingestar experiencias vitales sin degustar y sin hacer interrupciones, animado y estimulado el ser humano constantemente en vivir en una constante gula experiencial. La verdadera fuente a la que una y otra vez hay que volver, es la experiencia profunda de encuentro personal con Dios, la Experiencia con mayúsculas y la verdadera revolución que nos libera y transforma (desde dentro hacia fuera, no desde arriba hacia abajo (despotismo) ni desde abajo hacia arriba (marxismo); es la luz que nos descubre nuestra vocación y misión en la vida.

Evangelizamos cuando curamos las heridas sangrantes de una personalidad rota por el pecado propio y ajeno y, evangelizamos cuando expulsamos los demonios que tanto afligen a la humanidad y la hieren fatalmente de muchas formas, pero todas ordenadas por un egoísmo sutil o descarado o por una maldad perversa y oscura. El cristiano debe hacerse sabio para detectar el Mal, para prevenirse de él y para sanar a quien lo sufre, y debe transmitir vivamente esta sabiduría, ilustrada por los grandes maestros de la Espiritualidad cristiana.

El miedo y la falta de discernimiento personal y colectivo ocasionan una paulatina desmoralización de la sociedad. Se difuminan entonces los límites entre el Bien y el Mal, se ataca a la conciencia o se la anestesia con todo tipo de experiencias escapistas. La carga se hace cada vez más insoportable. Si no gozamos con la Virtud, cómo vamos a descubrir el verdadero Amor. La falta de Amor que provoca el miedo y su desconfianza ocasiona esa obsesiva atención por la seguridad.

El liderazgo del futuro deberá ser civil, ni político, ni económico. Será un liderazgo moral y espiritual, porque se prestará oídos y autoridad a quien viva desde la Virtud. Los católicos españoles debemos asumir junto a quienes no lo son pero tienen sólidos resortes morales, un liderazgo civil, dada la inmensa brecha abierta por el descrédito de las instituciones públicas y sus representantes.

No hay razón para temer al mundo, pues pertenecemos a él por naturaleza y por derecho. Subsiste en muchísimas personas una especie de temor supersticioso y curiosidad por todo lo relacionado con lo sagrado y misterioso, pues muchas personas han vivido, viven o vivirán de alguna forma algún tipo de estas experiencias, entre ellas, la primera la muerte de cercanos u otras situaciones límite. Que una experiencia no tenga explicación no significa que no exista. Lo irracional es también real. Esto es una verdad sencilla que debemos esforzarnos en extender, porque la espiritualidad en la persona es real y razonable, y de ella nacen las claves para la felicidad y la llave que abre la relación personal con Dios. Sin conciencia de la existencia de una espiritualidad en el ser humano es muy dificil que se abra al contacto con Dios

También conozco del temor que infunden los que se mueven con certezas sólidas y tratan de vivir con coherencia la Fe que profesan. Les llueven golpes de muchos lados, especialmente de quienes viven asentados en posiciones de relativismo moral o directamente trasgreden las buenas formas y contenidos. Siempre remueven nuestras seguridades las personas que se definen, aunque no es lo común, lo común es la superficialidad en las relaciones personales, si bien primero sacan de nosotros al fiscal o inspector que llevamos dentro. Si los cristianos nos definimos como inquisidores la fastidiamos. Quien comprende no juzga. En muchas ocasiones en el pecado se lleva ya la penitencia, así que es juicio es innecesario, no así la publicidad sin personificar de la moraleja, pues cristianos o no cristianos debemos hacer una defensa pública de la Virtud, pues si no se exhibe cómo puede exigirse. Los cristianos hemos de definirnos, y ello implica un enorme coraje porque definirnos compromete nuestras palabras y actos. Primeramente podemos definirnos con una actitud generosa de servicio a los demás en las relaciones de trabajo y en la sociedad. El sentido del servicio en la conducta es una auténtica necesidad social. Cuando esto está claro, no hay que temer al hablar de moral y al hablar de Dios, porque casi todo el mundo incuba juicios morales y cuestionamientos religiosos en su conciencia, lo que pasa es que muy pocos los emiten.

La Virtud y la Fe que apoya esa virtud es una bofetada a los pseudo presupuestos de felicidad de la sociedad de consumo: el egoismo sofisticado, la frivolidad descarada y la sedación de la conciencia. Estas son las actitudes a las que hay que plantar batalla pública y privada.

Nuestro buen Pastor no deja que nos perdamos. Temamos al demonio que trata de impedir que compartamos el gran tesoro de la Fe con los hombres y mujeres que lo desconocen. Sepamos que es el demonio quien nos tienta con ese ánimo de guardar para nosotros (como el trágico personaje de Tolkien, Gollum, el Hobbit corrompido) el bello compromiso con el Reino de Dios, pues sabe bien que lo que no se da y se entrega se acaba perdiendo.

La enfermedad típica de la Iglesia encerrada es la autorreferencial; mirarse a sí misma, estar encorvada sobre sí misma como aquella mujer del Evangelio. Es una especie de narcisismo que nos conduce a la mundanidad espiritual y al clericalismo sofisticado, y luego nos impide experimentar “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Santo Padre Francisco).
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