Canonizaciones. Milagros imposibles o pueriles

De siempre, me han parecido una injusticia, cuando no una puerilidad. Una intolerable discriminación de parte de Roma y, aparentemente, también de Dios. Casi siempre está de por medio el dinero. A veces es el oportunismo. Apropiarse de un genio, de un famoso, de un superhombre o una supermujer. ¿Por qué Dios favorecería a una determinada persona entre miles que piden lo mismo y están en similares condiciones? Y ¿por qué siempre se trata de curaciones corporales?. Porque existen otros campos suscepcibles de una intervención del Todopoderoso y que reducirían la sospecha de fuerzas naturales todavía -y siempre- desconocidas. El sistema eclesiástico actual de responsabilizar a Dios de la santidad de una persona es inmoral. Es un descrédito del Creador. Tú, Dios, has hecho el milagro firmando la canonización. Si el canonizado no lo merecía - inclusive cuando se pruebe que no lo mereció -, la culpa es tuya por haber usado tus poderes taumatúrgicos en su favor. Todavía más inaceptable es que el Papa, ¡al parecer en directa comunicación con ese dios!, puede conocer que el candidato está en el cielo, sin necesidad de milagros. Sucedió con Juan de Ávila, sin ir más lejos. Pablo VI lo “dispensó” de los milagros y, en 1970, 400 años después de su muerte, canonizó al que la Iglesia había condenado y encarcelado como hereje.

Demasiados años los que había dejado transcurrir sin volver a Roma. Quise alojarme en el Colegio del Masquerone. Había sido mi primerísima residencia romana en la prehistoria de mi vida. A sólo dos minutos, el Tíber y via Giulia. A diez minutos, el Vaticano. Me propuse visitar el Pontificio Instituto Bíblico, el Colegio Español de via Sant' Apolinare ahora museo, la Casa de Santiago y Montserrat en la que preparé mi tesis doctoral, el Palazzo del Sant'Uffizio, el Laterano, el Angelicum, el resto de la Ciudad del Vaticano, los Foros. En fin, tantos y tantos otros lugares, monumentos y rocas. En Roma todo es grande, fantástico, inmortal. Pero, sobre todo, quería ver a mis antiguos colegas de la Sección Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Cinco de diez siguen en Roma. Los cinco han hecho carrera. Tomko es Cardenal. Zlatnaksky, De Magistris y Girotti son obispos. Geppetti es alto funcionario del Santo Oficio. Los otros cinco, yo incluido, hemos elegido la diáspora, la libertad.

Los llamé uno a uno. Con todos ellos me vi relajadamente en sus respectivos domicilios o en sus despachos. Pero el encuentro con Jozef Zlatnansky debía ser especial. Con él, durante ocho años, había compartido despacho, un salón de cien metros cuadrados. Dos amplias mesas enfrentadas, en la 2ª planta del Palazzo. Inconformistas los dos, críticos con la institución eclesiástica, compartíamos trabajo, ideas, cultura, confidencias de todo tipo, cotilleos curiales, ocio, comida. Juntos íbamos a las playas de Fregene y de Ostia. También a museos, conferencias, conciertos, a los Castelli, y a lugares los más turísticos. Él no tenía automóvil. Yo, sí, y lo compartíamos.

Me citó en la Residencia Santa Marta. Después de la comida entre dignatarios del Vaticano que me iba presentando, subimos a la modesta suite de 40 m2 en 3ª planta que Zlatnansky ocupa en la Casa que Juan Pablo II hizo reconstruir y ampliar pensando en el Cónclave. Los Cardenales electores se alojarían en ese edificio. 106 suites, 22 habitaciones simples. Lo hicieron por primera vez para elegir a Ratzinger.

Claro que Giuseppe (así habíamos traducido su nombre del eslovaco) se alegró de verme y evocamos los tiempos con Pablo VI, Ottaviani y Seper. Pero la mitra no dejó inalterado al antiguo oficial que otrora estaba deseando alejarse de Roma porque la consideraba inauténtica, despótica más que dogmática. Añoraba su Bratislava natal. En la postguerra se había refugiado en Italia. Un niño captado (raptado?) para un seminario católico. Le estaba vedado acercarse a su país, la Checoslovaquia roja. Sólo iba a Viena donde tenía amigos y familiares exiliados. No podía comprender que los occidentales libres, los no italianos, permaneciéramos en Italia y echáramos raíces en Roma.

Ahora Giuseppe no era el mismo. Hablaba con responsabilidad de “pastor”. Juan Pablo II lo había ungido obispo y lo había encargado de las relaciones con los episcopados de la Europa oriental.Viajaba de continuo, me dijo. En la Curia era miembro de varios dicasterios. Me confesó que la pertenencia a la Congregación para las Causas de los Santos era su labor más dura.Y me mostró dos pesados volúmenes. Unas mil páginas. Ves, Celso, tengo que leerlos entre hoy y mañana. Todo versa sobre un milagro, una curación de una monja fundadora de un pequeño institito religioso.

Zlatnannsky, juntamente con una docena de personas (son 23, pero suele asistir la mitad) entre Cardenales y obispos, todos residentes en Roma, tendrían que dictaminar, en última instancia, si Dios había intervenido en una curación y, además, si la intervención divina había obedecido a la intercesión de la monja. Dejé hablar a Giuseppe. Claro que yo iba con mis ideas preconcebidas, fruto de larga reflexión. Con Giuseppe nunca me privé de desembuchar. En los tiempos de colegas, él y yo éramos sinceros hasta la imprudencia. Ahora no había motivo para mostrarme timorato o prudente. Nada que perder. Arremetí. Lo acusé de inconsecuente, de inmoral, de irreverente, de manipulador de la idea de Dios, de ignorante de la Biblia. Le espeté una frase del sabio español José Luis Sampedro (“La sonrisa etrusca” p.312) que, si bien sólo parcialmente aceptable, podría servir de colofón y sello a los cultivadores de la teo-logía: “La teología es contradicción en términos porque es absurdo razonar a Dios; el mero hecho de preterderlo prueba el orgullo clerical”. Yo esperaba que, después de tal perorata, Giuseppe llamara al conseje o a un gendarme. No me echó de Santa Marta. Me tomó de la mano y me llevó a un paseo por los Jardines Vaticanos.

Durante todo el primer milenio del Cristianismo, no se requería milagro alguno para la proclamación de un santo. Tampoco intervenían los obispos, mucho menos el Papa. El culto a los muertos, y más si se habían distinguido por algo, era un fenómeno de todas culturas. Durante los primeros mil años del Cristianismo, no existía un Papa. A partir de Constantino el Grande, el obispo de Roma había ido creciendo en importancia por ser el titular de la capital del Imperio y porque Pedro y Pablo habían creado comunidades en Roma. El pueblo creyente “elevaba a los altares” (incluso físicamente) a quienes habían vivido de manera ejemplar o habían muerto heroicamente. Así lo siguen haciendo hoy todas las religiones y confesiones. Sólo el Catolicismo romano liga la canonización al milagro. Fue a partir del siglo X, en evitación de abusos, cuando los obispos exigieron intervenir en la proclamación de los santos cristianos.

Las facultades disciplinarias y doctrinales de los obispos fueron paulatinamente asumidas o controladas por el obispo de Roma. La proclamación de santos no fue una excepción. La avocación de facultades creció y creció. Ya en el siglo XIII Roma asumió en exclusiva el poder de canonizar. Sixto V, en 1588, creó el correspondiente dicasterio. Y llegó el Concilio Vaticano I, año 1870, que definió al Papa, entonces Pio IX, primado universal e infalible, con jurisdicción inmediata y directa en diócesis, parroquias y fieles.

Hay un elenco de santos que nunca han existido. Surgen de la mitología o de los profundos anhelos de los fieles. San Jorge, Santa Bárbara, Santa Filomena y muchos más. Son santos o santas inexistentes, salvo en la imaginación y devoción del pueblo. Lo curioso es que operan “milagros” de manera semejante a otros santos que sí existieron, antes o después de que Roma asumiera las canonizaciones.

Puestos a milagrear, sabemos de las facultades taumatúrgicas de algunos vivientes. Personalizando, yo estudié el voluminoso dossier sobre el hoy San Pio de Pietrelcina cuando todavía vivía. Además, tuve la suerte de visitarlo y departir con él unos minutos pocos meses antes de su muerte en 1968. La Curia romana seguia apretándole las tuercas. Durante cuarenta años, lo había perseguido y humillado. Lo había recluido para hurtarlo a sus fieles devotos y admiradores. Incluso le prohibió la administración de los sacramentos, particularmente el de la Penitencia. El pobre capuchino no era responsable de soportar las llagas en sus manos, ni de bilocarse, ni de curar, ni de leer la mente de sus penitentes. Poderes paranormales semejantes a los de otros humanos en la Historia. No necesariamente intervenciones divinas. Y bien, a su muerte, el Vaticano, aprovechando la popularidad del Padre Pío, olvidó sus reservas de cuatro décadas y tardó sólo diez años en beatificarlo. Luego, en 2002, Juan Pablo II lo canonizó. La Curia observó apenas los plazos establecidos. No así con Teresa de Calcuta, por la que Juan Pablo II sentía especial predilección. La dispensó de los cinco años a partir de su muerte (a.1997) para iniciar el proceso. Éste comenzó inmediatamente y fue beatificada en 2003. No está claro si con dispensa de milagro.

Sabemos de la actual complejidad técnica y burocrática de los procesos de beatificación y canonización. Esta complejidad se agudiza para algunos. A veces, se eterniza y se hace imposible. Juegan factores económicos, de poder, de influencia, de amiguismo, de estrategia, de casualidad. Y, por encima de todo, está la discrecionalidad y arbitrariedad del Papa de turno. Ya he citado el caso de nuestro Juan de Ávila. Es significativo que Juan Pablo II haya proclamado más santos que todos los Papas juntos de la Historia. Él y su Curia dieron por buenos cientos y cientos de milagros. Un despilfarro o una inversión. Según algunos entendidos, una devaluación de la “santidad” canónica.

Pero ¿es lícito hablar seriamente de intervenciones puntuales de Dios en las canonizaciones? Mi opinión es claramente negativa. A Dios nadie le ha visto. Creemos en él y lo idealizamos. De Dios sólo tenemos conceptos acomodaticios y antropomórficos. De la Historia de las Religiones y de la Historia en general cincelamos y adornamos el concepto de Dios. Pero podemos filosofar sobre el ente que llamamos Dios. Matizando la frase de J.L. Sampedro, razonar, no dogmatizar, es lo que nos atrevemos a hacer con respecto al Dios en que creemos. Como queda escrito más arriba, resultan chocantes los milagros que se barajan en las canonizaciones. Siempre son curaciones de enfermedades, normalmente funcionales. Hay otros muchos hechos y fenómenos, incluso más espectaculares, que se atribuyen a fuerzas naturales paranormales. En concreto, la bilocación, la multiplicacion de panes, la lectura del pensamiento, son considerados fenómenos raros, pero no atribuibles al Dios que admitimos y en el que creemos.

Un dios que discrimina a sus criaturas, aunque sea positivamente, no es el Dios. Y esto valdría también para el Yahvé que "eligió" al pueblo hebreo. Un dios que encumbra a los ricos y famosos, a los fundadores de algo, a los amigos de los jerarcas, postergando a los humildes y anónimos, ése no es el Dios. No se trata de negar que Dios pueda intervenir en el proceso natural de la vida y del cosmos. Es que implicar a Dios en tales hechos y para tales fines es simplemente un imposible, un infantilismo que conlleva la negación de Dios. Los fenómenos inexplicables son sólo eso, inexplicables. No se puede achacar a Dios algo que podría proceder de un ídolo, de un patrón, de un mandarín. La hipótesis de que Dios ha creado el mundo con sus leyes es la más plausible. Resulta absurdo que cada poco, incluso una sola vez, ese Dios haga excepciones a sus leyes. Todavía más absurdo cuando se lo demanda algún que otro humano y para fines de ensalzar a un humano. Y, repito, peor todavía cuando la excepción conlleva acepción de personas. Entendemos y creemos que Dios creó este mundo con amor, por amor, para que nos amemos. Trasladando ideas filosófico-teológicas de A. Torres Queiruga en un reciente artículo sobre el desastre natural de Haití, Dios creó este mundo para el bien y deja que la Naturaleza siga sus propias sabias leyes. Nos toca hacer buen uso de nuestras facultades y de nuestra libertad.
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