Santo es Dios. ¡Adiós Santo Padre!

Ayer, el nuevo portavoz del Vaticano, cavaliere Bersani, lo anunció sin ambages. Juan XXV lo ha decidido. Clausurará la Congregación para las Causas de los Santos. El relativo “Motu Proprio”, ya firmado, será dado a los medios la semana próxima. Y algo menos institucional pero más mediático. El papa no quiere ser llamado “Santidad”, “Santo Padre”, o algo semejante.

La drástica medida, que analizaré más abajo, sigue a otras no menos importantes y revulsivas. En escasos seis meses de pontificado, el papa filipino ha suprimido el Cuerpo Diplomático y ha renunciado a las prerrogativas que el Concilio Vaticano I otorgó al obispo de Roma. No hará dejación de la primacía que ostentaba antes de 1870 en calidad de patriarca de Occidente. Hay indicios de que disolverá el Estado de la Ciudad del Vaticano. Antes, consultaría con el Estado Italiano en el que se diluiría. Sin duda, también con las Naciones Unidas. Hace quince días, el Secretario General de la ONU visitó discretamente el Palacio Apostólico.

Asimismo, Juan XXV se ha impuesto no acudir, por sí o por representante, a reuniones o congresos ecuménicos en tanto ostente la jefatura de un Estado y sea considerado infalible. Quiere participar como líder religioso en igualdad de rango con los demás asistentes. Por supuesto, dejará atrás los nominativos y la atribuida calidad de “Vicario de Cristo”, “Pastor Universal”, y similares.

Conocemos las airadas protestas de altos eclesiásticos, incluidos algunos cardenales y oficiales próximos al papa. La siempre inmovilista Curia. También, el silencio elocuente de muchos obispos, sacerdotes, religiosos y, sobre todo, de los numerosos institutos y movimientos conservadores que habían pululado en los últimos cien años. Un silencio de asombro y de inseguridad. El suelo que pisan se les desliza. Por contraposición, gran parte del pueblo fiel y muchos pensadores y publicistas, católicos y no católicos, aplauden las reformas.

Los cardenales electores no podían sospechar que el desconocido Cardenal Arzobispo de Zamboanga, Pedro Ceballos, de viejo linaje español, se comportaría de esta guisa. Temen, con razón, que los cambios continúen y que la Iglesia deje de existir o sea desfigurada por completo. Apostaron por un eclesiástico jóven, enérgico, piadoso, con ideas nuevas. Alguien distinto a un europeo o a un occidental. Y helo aquí.

Ya lo hizo en su archidócesis filipina y en su anterior sede, Talibón. Mons. Ceballos buscó en su ministerio algo muy diverso de cuanto ofrecía una Iglesia poderosa, émula y heredera del imperio romano. Se sintió un humilde intrépido servidor, incluso después de que Juan XXIV, el papa breve, lo hubiera creado cardenal. En su país, y no sólo por los católicos, era conocido como un rompedor, un hereje bondadoso. Sin propalar su disidencia, la practicaba desde el Evangelio. Un revolucionario. Por defender a los pobres y desventurados, estuvo a punto de ser linchado por mafias y ser enjuiciado por sedición. A raíz del Cónclave, conocimos, todavía degustamos, las entrañables anécdotas de su vida, una vida que ha estado más próxima a Francisco de Asís que a un Dossetti, un Ratzinger, un Wojtyla o un Pacelli.

Lo he apuntado. La supresión del Dicasterio de las Causas de los Santos no será el último golpe en el desmantelamiento de una casa demasiado barroca e incómoda que ha perdido habitabilidad para albergar la familia cristiana, los seguidores del Nazareno. Pero es muy significativa. Es un paso en la autenticidad, en la humildad, en el acercamiento a Jesús, fundamento del Cristiamismo.

La actual Congregación para las Causas de los Santos data de 1969. Fue Pablo VI, con su Constitución Apostólica “Sacra Rituum Congregatio”, quien le dio autonomía propia, desgajándola de la Congregación de Ritos. En efecto, desde 1588, existía la Congregación de Ritos. Sixto V, con su Constitución “Immensa Aeterni Dei”, la había creado dentro de la amplia estructuración de la Curia. Hasta 1969 ese Dicasterio abarcaba ambas competencias: Culto y Santos. Era lógico que así fuera. La proclamación de un santo conlleva su culto público. Antiguamente se denominaba “elevación a los altares”. Menos significativas son las posteriores modificaciones operadas por el mismo Pablo VI en 1975 y por JuanPablo II en 1983 y 1988.

El origen de las canonizaciones se remonta a la apoteosis pagana. La deificación, a su muerte, de emperadores y otras destacadas personalidades. En 1734, el erudito Próspero L. Labertini, luego papa Benedicto XIV, en una obra con tintes apologéticos (“De Servorum Dei Beatificatione”), refuta esa teoría con argumentos poco convincentes. En todo caso, históricamente, todas las sociedades e instituciones honraron la memoria de sus héroes, próceres o mártires. Varios Padres de la Iglesia – Agustín, Cirilo, Cipriano – hablan del culto a los mártires cristianos, a los que se debe honra y recuerdo. También, intercesión, dada la fe en la vida perdurable. Así, Eusebio (Hist. Eccl. IV, 23), refiriéndose al mártir Policarpo, escribe: “Hemos reunido sus huesos, más queridos por nosotros que las piedras preciosas y más puros que el oro...Y quiera Dios concedernos celebrar el aniversario de este mártir con alegría, de manera que recordemos la memoria de aquellos que lucharon en glorioso combate y enseñar con su ejemplo a aquellos que vengan después de nosotros”. Y Tertuliano (“De resurrectione carnis”, XIII) limita claramente a los mártires el honor de la veneración.

Durante los tres primeros siglos, fueron los obispos locales los responsables de dictaminar si un mártir había muerto por su fe. El obispo, de acuerdo con los obispos vecinos, declaraba “vindicatum” ese mártir y permitía su culto.

Sólo a partir del siglo IV los “confesores” fueron admitidos a la veneración pública de manera similar a los mártires. Los “confesores” eran cristianos ejemplares que, sin embargo, no habían muerto en defensa o por causa de su fe. A medida que el Cristianismo iba expandiéndose e institucionalizándose, también fueron organizándose las canonizaciones. Paulatinamente, la competencia para otorgar honor eclesiástico público pasó del obispo local al primado o al patriarca de la región. La respectiva veneración se concedía sólo para el territorio de la jurisdicción eclesiástica otorgante.

A lo largo de todo el primer milenio surgieron abusos, tanto de parte de los fieles como de parte de los jerarcas. En el siglo XII la preponderancia del obispo de Roma era ya un hecho. Fue entonces cuando Roma pretendió restringir la potestad del resto de los obispos en ese campo. Los candidatos a santos deberían ser examinados en concilios generales. Así lo decretaron Urbano II, Calixto II y Eugenio III. Papel mojado. Es sintomático cuanto Alejandro III (siglo XII) escribe sobre la canonización fraudulenta de un cristiano que había muerto mientras estaba intoxicado: “Nadie se atreva a darle reverencia. Incluso cuando se hubiesen realizado milagros por él, no se les permitirá reverenciarle sin el consentimiento de la Iglesia Romana”.

En todo el orbe católico, fueron muchos los obispos y muchas las comunidades cristianas que desoyeron los decretos romanos. Los abusos continuaron. Hasta que el Barberini Urbano VIII, en 1634, publicó una Bula que reservaba al obispo de Roma el derecho de canonización. A partir de entonces, fue precisamente el obispo de Roma quien perpetró tales abusos. Roma procedió a discriminar, a veces por motivos espurios. A algunos beatos les concedió privilegios de santos. A algunos candidatos les dispensó del normal proceso judicial. A otros, del preceptivo “milagro”. Sin ir más lejos, ese fue el caso de Juan de Ávila en 1970. Los procedimientos y los plazos para iniciar o concluir el proceso se contrajeron según preferencias e intereses estratégicos de Roma. Baste traer a colación los contemporáneos casos de Teresa de Calcuta, Josémaría Escrivá o el “santo súbito” Juan Pablo II.

Los teólogos del siglo XVII discutieron sobre la eventual infalibilidad papal de las canonizaciones. Fue una de tantas discusiones, aparentemente bizantinas, que se colaron en nuestras Facultades teológicas hasta finales del pasado siglo. Mientras unos teólogos ponen el objeto de la infalibilidad en que el santo está en el cielo, otros lo ponen en el hecho de haber practicado virtudes heroicas. Santo Tomás (Qodlib. IX, 16) dice que es una “pía creencia” el considerar que la Iglesia está libre de error en esta materia.

El procedimiento establecido para beatificaciones y canonizaciones es complejísimo. Una aproximación al mismo hace desfallecer a quien pretenda meterse por esos vericuetos. Además de la interminable burocracia, se interpone la dificultad económica. Dinero es lo más importante. Pero en todo, también en lo económico, cabe la dispensa, la excepcionalidad, la condonación. En una palabra, la arbitrariedad. Los fundadores de Órdenes e Institutos religiosos tienen asegurado presupuesto y recursos humanos. Sus miembros y adeptos trabajan y ahorran para elevar a los altares a su líder. Se profesionalizan en la materia y algunos, o muchos, dedican toda su vida a ese objetivo. Pero Teresa de Calcuta o PadrePio de Pietrelcina no necesitaron dinero. Tampoco fue contratado personal ad hoc. Roma estaba interesada en apoderarse de su fiel clientela y de su prestigio. Gozaron de exención dineraria, de trámites y de plazos. Lo que en grado superlativo deberá aplicarse a Wojtyla.

En Roma, una pléyade de funcionarios y profesionales trabaja en las beatificaciones y canonizaciones. Unos 24 funcionarios permanentes en el Dicasterio, 14 abogados defensores que son especialistas autorizados por el papa y que monopolizan esa actividad, 2 promotores de la fe (“abogados del diablo”) con su equipo de funcionarios, 20 cardenales, 10 relatores, 228 postuladores adscritos, 70 consultores, muchísimos expertos en varias materias, particularmente en Medicina, varios notarios. Recolectar, redactar, imprimir escritos, testimonios, dictámenes, valoraciones, juntas.

Y, antes de que el proceso llegue a Roma, la instrucción en sede diocesana ha sido igualmente complicada y laboriosa, al par que económicamente costosa. Intervienen el obispo local, diversos eclesiásticos, el postulador diocesano, el notario. Para lograr que una causa sea tomada en consideración, será preciso elaborar una estrategia que comprende biografías editadas y distribuidas, estampas, boletines, cartas. Todo ello multiplicado. Millones de ejemplares. Años, docenas de años, incluso cientos de años. La esperanza no se pierde. Puede que, de los millones de personas que invoquen el candidato, una se cure de alguna enfermedad de manera inexplicable para los galenos actuales. Sería un buen punto de partida para legitimar un decreto que acerque el candidato a su beatificación. Porque los milagros son siempre curaciones. Nunca otros eventos igualmente posibles para Dios, como serían el estancamiento de un tsunami ante la población indefensa, la súbita fertilidad del desierto en favor de millones de hambrientos, el repentino cese de todas guerras en aras de la concordia, o el retorno a la vida del humanista Gregorio Marañón. Por lo demás, no se han tenido en cuenta las enormes y desconocidas potencialidades de la mente humana y de las fuerzas de la Naturaleza. Piénsese en las especies animales que una y otra vez reproducen sus miembros amputados.

Así, después de las fases informativa (diocesana y romana), jurídica y de ortodoxia, viene la eventual constatación del “milagro”. Será la señal divina de que Roma no se equivoca. Los expertos, normalmente médicos predeterminados, dictaminarán que el hecho extraordinario no tiene explicación en su campo de conocimiento. La diócesis en donde haya ocurrido el evento habrá realizado amplia investigación e información, a cargo de los promotores. En el Vaticano se reunirán una y otra vez los consultores: discusión, refutación, defensa. Será un determinado equipo de teólogos el que dictamine si realmente el hecho ha ser atribuido a Dios por intercesión del candidato. La conclusión de los teólogos es fundamental, practicamente definitiva. La Plenaria de Cardenales de la Congregación votará que Dios realizó el hecho extraordinario. El milagro se ha producido. El papa aprobará.

En la actualidad, basta un milagro para ser beatificado y un ulterior milagro para ser canonizado santo. Hasta hace pocos años, eran necesarios dos y dos. Los mártires no necesitan milagro alguno para su beatificación. Para lograr que el candidato ya declarado beato llegue a ser santo, será necesario un procedimiento complementario muy semejante al seguido para la beatificación.

Como ya he escrito, ese complejo procedimiento se simplifica y se modifica por voluntad del papa y su Curia. Conozco procesos iniciados hace ahora doscientos años y que están arrinconados. En esos casos confluyen los dos desintereses: el de Roma y el de los promotores. Éstos suelen ser los hermanos religiosos del candidato. Han decidido dirigir sus preferencias y sus recursos económicos hacia nuevos o más prestigiosos miembros de su Orden como candidatos a los altares. Por supuesto, no hay milagro porque no hay publicidad. Y no hay publicidad porque no hay presupuesto dinerario.

La Teología es contradicción en términos porque es absurdo razonar a Dios. El mero hecho de pretenderlo prueba el orgullo clerical” (J.L. SAMPEDRO, “La sonrisa etrusca”, Madrid, 1999, p. 312)

Viene al caso la cita del académico José Luis Sampedro. Se trata de un autor ni católico, ni anticatólico. Un sabio pensador. Cultivó la Literatura, la Filosofía y la Economía. La frase es aplicable al talante de Juan XXV. Los conocedores y analistas del actual papa dicen haber encontrado el origen de sus revulsivas decisiones. Su humildad y realismo le está llevando a pisar el suelo sin volar. A mirar al cielo sin dominarlo. A rogar a Dios sin comprometerlo. A trabajar sin exigir.

Resulta sorprendente, incluso escandaloso, que de la simplicidad de la veneración popular a los mártires - ello sin milagros y sin dinero - se haya pasado a la parafernalia comercial de los siglos XX y XXI. Del reconocimiento humano de las virtudes heroicas a comprometer a Dios con un supuesto evento que rompe el curso del orden natural preestablecido. De poner la vista en el comportamiento terrenal del cristiano a dar más importancia a cuanto haga después de muerto.

Pablo, siervo de Jesucristo,...a todos los amados de Dios que estáis en Roma, llamados a ser pueblo santo” (Rom 1,7. Cf. también 1 Cor 1,2, etc.

“Santo” no es precisamente alguien que ha alcanzado la vida eterna y goza de la visión de Dios. La palabra, filológica e históricamente, tiene el significado de “separado”, excepcional, puro, dedicado al culto. Así lo entiende la Biblia (qadós en hebreo, témenos en griego). Por elevación, se aplica también a Dios, el inaccesible. Dios es santo por excelencia. Tal es proclamado en varios libros del Antiguo Testamento (Éxodo 15, I Samuel 2, Isaías 6 y 40, Salmo 99, Levítico 11, etc.etc.) y del Nuevo Testamento (Juan 17, I Pedro 1, etc.). Y Jesús es considerado ejemplo de santidad. Se alejó de Nazaret para dedicarse a la proclamación del Reino. La santidad viene a coincidir con la purificación. Todos los cristianos han de ser santos en cuanto han de renunciar a la maldad y entrar en el Reino que anunció Jesús..

La supresión de la Congregación para las Causas de los Santos no viene a negar el sentido y la importancia de la santidad en los miembros de la Iglesia. Dentro de la genuina tradición, podrán ser llamados santos los todavía vivientes que se distingan por su virtud, por su entrega a los demás, por sus obras ejemplares. También es justo y encomiable que los supervivientes recuerden y veneren a los que en vida fueron santos, más aún si han dado su vida en defensa o en propagación del bien, siempre en la línea evangélica. Pretender comprometer a Dios en la supuesta autenticidad de una vida ejemplar es una imprudencia. Más aún, es absurdo, porque de Dios nada “sabemos” con certeza absoluta.

Hay más. Las canonizaciones suponen una evidente discriminación por motivos nada justos. Alguien que tiene dinero para sufragar el complicado proceso podrá ser canonizado. Un cristiano emprendedor, que funda un Instituto, tiene casi asegurada la canonización. Su Instituto actuará como catalizador, como garante o como grupo de presión. Al revés, y salvo motivos de estrategia proselitista, un humilde cristiano ejemplar, carente de dinero y de secuaces institucionales, nada puede esperar en este camino. Me permito recordar cuanto hace unas décadas se escribió sobre el depravado Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo: “Si el papa Wojtyla hubiera vivido diez años más, Maciel Degollado sería ya beato o santo”. Y es que la posibilidad de error es consustancial al ser humano, también al obispo de Roma y su Curia. Deploramos que en el elenco de santos católicos se lean nombres de personas nada ejemplares (algunas ni siquiera existieron), aunque hayan realizado o realicen “milagros”. Razón, más que convincente, para desligar a nuestro Dios de nuestras decisiones. Juan XXV acierta. ¡Enhorabuena, Papa Ceballos!
Roma, abril, 2031
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