Adviento, tiempo de esperanza

Adviento, tiempo de espera en esperanza

Vivir el Adviento es adentrarse en un tiempo litúrgico de esperanza, de alegría y de preparación. Las antífonas de la Misa y del Oficio divino abundan en la idea del presente continuo: «Mirad, Dios viene». No usan el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente:  «Dios viene».

Se trata de un presente que se va heredando, esto es, de una acción que se realiza siempre:  que está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también mañana. En todo momento «Dios viene». Está viniendo con el paso de los días, las semanas y las horas. Dios viene. No ayer, ni mañana, ni pasado, sino hoy, ahora, en este momento: está viniendo, viene.

Este presente continuo induce a pensar que «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» no es que esté desinteresado o desinteresándose de nosotros y de nuestra historia en el cielo. Antes al contrario, piensa en nosotros, es el Dios-que-viene, un Padre que nunca deja de pensar en nuestra situación. Más aún: respetando nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer entre nosotros, ser nuestro Emmanuel. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de cuanto impide nuestra verdadera felicidad. Viene a salvarnos.

La palabra adventus significa venida, advenimiento. En el lenguaje pagano se utilizaba para indicar el adventus de la divinidad, o la entrada triunfal del emperador: adventus divi. En el lenguaje cristiano primitivo, en cambio, adventus hace referencia a la venida del Señor, a su vuelta gloriosa y definitiva. Así empezó la cosa. Pero no tardando, al aparecer las fiestas de Navidad y Epifanía, adventus pasó a significar la venida del Señor en la humildad de nuestra carne. De esta suerte, la venida del Señor en Belén y su última venida se contemplan dentro de una visión unitaria, no como dos venidas distintas, sino como una sola y única venida, desdoblada en etapas distintas.

Con la palabra adventus se quería decir substancialmente: Dios está aquí, no se ha retirado del mundo, no nos ha dejado solos, ni tampoco a nuestra suerte. Aunque no podamos verlo o tocarlo, como sucede con las realidades sensibles, Él está aquí y viene a visitarnos de múltiples maneras. Porque Adviento significa también visitatio, es decir, visita. Dios, pues, me visita, entra en mi vida, quiere dirigirse a mí.

Desdichadamente, todos experimentamos en la vida cotidiana que tenemos poco tiempo para Él. Y poco también para nosotros mismos. Más pronto que tarde, acabamos presa del activismo, del hacer por hacer, o del ocio, o de las más variopintas y confundidoras diversiones que acaban por aburrirnos. Las cosas, a la postre, nos seducen, nos cautivan, nos arrollan. No alcanzamos a mirarlas serenamente, divinamente, o sea desde la mirada de Dios. Entre Creador y criatura nos quedamos embobados por la criatura.

Nos invita igualmente el Adviento a detenernos, en silencio, para captar su presencia, la de Dios. Se trata de una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Él nos dirige, signos de su atención constante por cada uno de nosotros, signos, en definitiva, de su divino amor.

El Adviento es, asimismo, una invitación, un estímulo a contemplar al Señor presente en nuestra vida. La certeza de su presencia, claro es, debiera impulsarnos a ver el mundo con otra mirada. Debería ayudarnos a considerar nuestra existencia toda, por ejemplo, como visita, o sea un modo en que él puede venir a nosotros y estar cerca de nosotros, en cualquier situación, en toda circunstancia.

Corona del Adviento

La esperanza cristiana, por otra parte, está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.

En el Nuevo Testamento, pues, y de modo particular en las cartas de los Apóstoles, una nueva esperanza distinguió desde el inicio a los cristianos de las personas que vivían la religiosidad pagana.

San Pablo recuerda en su carta a los Efesios que estos, antes de abrazar la fe en Cristo, estaban «sin esperanza y sin Dios en este mundo» (Ef 2,12). Esta expresión resulta sumamente actual para el paganismo de nuestros días: la podemos referir en particular al nihilismo contemporáneo, que corroe la esperanza en el corazón del hombre, induciéndolo a pensar que dentro de él, y en torno a él, reina la nada: nada antes del nacimiento y nada después de la muerte.

Los cristianos, por el contrario, somos conscientes de que si falta Dios, la esperanza desaparece. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico; como si no «destacaran» de la mera materialidad. Pero Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; de ahí que no cese de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida.

El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. El Adviento, por eso, viene a ser como el dintel de entrada a lo que supone y significa una nueva humanidad, lo cual sería imposible sin esperanza.

Nuestra esperanza -conviene tenerlo muy presente- está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros. Porque Dios nos ama profundamente, entrañablemente, divinamente, espera que volvamos a él, abramos nuestro corazón a su amor, pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos.

Esta espera de Dios precede siempre a nuestra esperanza, exactamente como su amor nos abraza siempre primero. Si nunca se deja ganar en generosidad, tampoco permite nunca que le llevemos la delantera. Es, más bien, Él quien se nos anticipa, se nos adelanta, quien, como el papa Francisco repite a menudo, nos primerea.

Todos estamos llamados a esperar correspondiendo a lo que de nosotros Dios espera. La suya es confianza que se refleja en el corazón de los pequeños, de los humildes, cuando a través de las dificultades y las pruebas se esfuerzan cada día por obrar de la mejor forma posible, por realizar un bien que parece pequeño, pero que a los ojos de Dios es muy grande. La esperanza está indeleblemente escrita en el corazón del hombre, porque Dios nuestro Padre es vida, y estamos hechos para la vida eterna y bienaventurada.

Bueno será disponer el corazón al Adviento a base de asumir sobre todo que predicar, exponer, explicar, analizar, decir cosas del Adviento no es, sencillamente, sino anunciar la Buena Noticia. Anuncio que exige predicar optimismo, esperanza y alegría. Optimismo, sí, pero vivido rebosando alegría. Y no cualquier alegría, no: que este vocablo resulta no pocas veces equívoco. Se trata de alegría en el Señor. Lo exhorta genialmente san Pablo: Gaudete in Domino semper: iterum dico, gaudete. Dominus enim prope est (Flp 4,4).

San Agustín nos echa una mano todavía para entender lo que dejó dicho para siempre su alma gemela san Pablo: «Si se dice esto, no es porque no debamos alegrarnos mientras vivimos en este mundo, sino para que, mientras nos hallamos en él, nos alegremos ya en el Señor» (Sermón 171,1).

Adviento, comienzo del Año litúrgico

Con su típico juego de palabras, el Obispo de Hipona glosa el Adviento desde las dos venidas de Cristo:  «El que vino humilde, vendrá glorioso; el que vino a ser juzgado, vendrá a juzgar. Reconozcamos al humilde para no temer al potente. Echémonos en brazos del humilde para desear al poderoso.

Vendrá propicio a los que le desean. Y le desean quienes retienen su fe y cumplen sus mandamientos. Aunque no queramos, vendrá. Queramos que venga el que ha de venir aunque no lo queramos. ¿Cómo demostramos que queremos que venga? Viviendo bien, obrando bien.

No nos deleiten las cosas pasadas ni nos retengan las presentes; […] extendámonos, según dice el Apóstol, a las cosas que tenemos delante y olvidémonos de las pasadas. Y así, lo que ahora soportamos, lo que ahora lloramos, lo que ahora anhelamos, lo que ahora hablamos, lo que de cualquier parte percibimos y no podemos conseguir, lo alcanzaremos» (In Ps.  66, 10).

Si la Navidad es tiempo del Emmanuel, el Adviento lo es del Señor cercano: Dominus enim prope est (Flp 4,4). Si la Navidad es el tiempo de la Caridad poseída, el Adviento lo es de la Caridad esperada, o mejor aún: de la espera en esperanza. El gran problema lo provocan estos dos polos de imposible compaginación:

a) La vida cristiana debe ser en la Iglesia de hoy signo de ese Jesús que ha de venir, y, por tanto, de la exigencia de vida cristiana, esto es, del sacrificio que tal venida pide al cristiano comprometido para continuar siendo signo; y b) La mentalidad existencial del hombre moderno, para el que lo importante no es ser, sino tener. El Adviento, en resumen, es:

1) Caminar hacia Dios. Lejos de espera en quietud, se trata, más bien, de espera en esperanza, esperar caminando y caminar esperando, siempre hacia Dios. Dios viene a mí en la medida en que yo voy hacia Él. Traducido a lenguaje teológico habría que decir: Dios me da su gracia en la medida en que yo soy capaz de recibirla, o sea, según la capacidad de mi espíritu receptivo.

2) Dar testimonio de la luz. No sólo caminar a la luz del Señor, sino dar también testimonio de la luz. Admirable ejemplo aquí es el Bautista: «no era él la luz, sino quien había de dar testimonio de la luz» (Jn 1,8). Para lo cual se requiere dejar «las actividades de las tinieblas y (pertrecharse) con las armas de la luz» (Rom 13,12b). Lo cual induce a poner rumbo a la meta suprema que es Cristo.

Adviento con Navidad al fondo

3) Esperar con alegría. Pero a sabiendas de que el Señor está cerca:  prope est (Flp 4,5). Alegría, pues, por la inminencia de la llega de Jesús, que viene «para que los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4).

El mensaje del Adviento, por eso, abre la esperanza, ilumina el corazón y enciende la gozosa alegría en el alma: «nos recuerda que la voluntad de Dios para salvar al hombre, es más poderosa que el pecado» (San Juan Pablo II).

Volver arriba