El Bautismo del Señor



La Sagrada Liturgia ilustra en forma casi de pregón sobre esta «Fiesta del Bautismo de Nuestro Señor Jesucristo, en el que maravillosamente es proclamado como Hijo amado de Dios, las aguas son santificadas, el hombre es purificado y se alegra toda la tierra». El Martirologio Romano goza de credibilidad precisamente porque se conduce siempre con absoluta precisión, y su elogio a la postre no puede ser más expresivo de puro conceptual y objetivo.

Con el bautismo de Jesús asistimos, de hecho, a la investidura mesiánica de Cristo, cuyo Bautismo en el Jordán supuso el fin de una vida silenciosa de prácticamente treinta años en la humilde aldea de Nazaret y el inicio de su actividad mesiánica. Refiere el Evangelio que Jesús fue investido en el Jordán como Mesías ante el pueblo. Investidura la suya, dicho sea de paso aunque el concepto sea de peso, prefigurada en la vocación profética del siervo de Yahvé. Predice la primera lectura que el Mesías promoverá el derecho y la justicia, curará y librará del mal a los oprimidos por el Diablo. La segunda, en cambio, declara que Jesús de Nazaret, el ungido por el Espíritu, pasó haciendo el bien.

El Niño, a quien los Magos de Oriente adoraron en Belén ofreciéndole dones simbólicos, se presenta ahora en edad adulta para ser bautizado en el Jordán por el gran profeta Juan (cf. Mateo 3, 13). El Evangelio matiza que cuando salió [del] agua, se abrieron los cielos y descendió sobre él el Espíritu Santo como una paloma (Cf. Mateo 3,16). Se escuchó entonces una voz desde el cielo: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mateo 3, 17).

Nos hallamos ante la cristofanía por antonomasia, o sea el género bíblico de las manifestaciones patentes de la divinidad. El Antiguo Testamento es pródigo en ellas. Y el Nuevo tampoco se queda corto: baste recordar episodios como el de hoy, el cual, por cierto, reviste connotaciones singulares. Por ejemplo, que el Bautismo de Jesús en el Jordán es, más precisamente dicho, Bautismo de Cristo. Parece igual pero es distinto.




Con la palabra Cristo estamos significando que Dios se manifiesta en el Bautismo del Jordán a través de su muy amado Hijo Jesucristo ungido (de ahí el nombre de Cristo = Xristós). Y ungido para ejercer de Jesús (o sea de salvador) mediante un acto enteramente sacerdotal. Acto que, por ello mismo y de suyo, es, ante todo, sacrificial. En el Jordán, por eso, asoma ya, prefigurado, el sacrificio del Gólgota: no nos salvará Jesús de cualquier manera; no. Lo hará, más bien, como Cristo, esto es: como sacerdote que ejerce de tal derramando su sangre para el perdón de los pecados y para la santificación de la Humanidad.

Al hacerse bautizar por Juan junto a los pecadores afluyendo de distintas procedencias, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de la humanidad toda entera, como Cordero de Dios que «quita» el pecado del mundo (Cf. Juan 1, 29). Hazaña que llevó a cumplida plenitud en la cruz, cuando recibió también su «bautismo» (Cf. Lucas 12, 50). Toda la misión de Cristo se reduce a bautizarnos en el Espíritu Santo para liberarnos de la esclavitud de la muerte y «abrirnos el cielo», es decir, franquearnos el acceso a la vida auténtica y plena, que será «sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría» (Benedicto XVI, Spe salvi, 12).

Que lo antedicho no es producto de la fantasía, ni jeribeque más o menos ingenioso, sino que goza, más bien, de un respaldo bíblico firme y evidente lo confirma hoy el profeta Isaías: «Mirad a mi siervo, a quien sostengo; mi elegido a quien prefiero. Sobre él he puesto mi espíritu, para que traiga el derecho a las naciones […] Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones. Para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión, y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas» (Isaías 42, 1-4. 6-7).

Y por si el profeta Isaías no fuera bastante, ahí está san Marcos para no dejar por mentiroso al profeta: «Por entonces -dice- llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi hijo amado, mi predilecto» (Marcos 1,7-11). La riqueza patrística del relato de Marcos se deja sentir unas veces incidiendo en el personaje mismo llamado Jesús, o Cristo, el Ungido. Otras, en los efectos bautismales. Ya en las palabras del Padre, ya en la acción del Espíritu Santo.

«Nuestra fe […] no se funda en opiniones o conjeturas, sino en el testimonio de la lectura escuchada; fe que no duda ante la temeridad de los herejes, sino que se cimienta en la verdad de los Apóstoles. Esto lo sabemos y lo creemos. Y aunque no lo vemos con los ojos y ni siquiera con el corazón, mientras nos purificamos mediante la fe, a través de esa misma fe mantenemos con toda verdad y firmeza que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo forman la Trinidad inseparable, es decir, un solo Dios, no tres» (San Agustín, Sermón 52, 2).

«Cristo se hace bautizar –precisa por su parte san Máximo de Turín-, no para santificarse con el agua, sino para santificar el agua y para purificar aquella corriente con su propia purificación y mediante el contacto de su cuerpo. Pues la consagración de Cristo es la consagración completa del agua. Y así, cuando se lava el Salvador, se purifica toda el agua necesaria para nuestro bautismo, y queda limpia la fuente». (Sermón 100, En la Epifanía, 1-3: CCL 23, 398-400).





El propio Jesús explicó lo acontecido en el Jordán cuando en la sinagoga de Nazaret se aplicó a sí mismo las palabras de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva...» (Lucas 4,18). El mismo término de unción utiliza Pedro en la segunda lectura, hablando del bautismo de Jesús: «Dios –dice- a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo» (Hechos 10, 38). Y ya se sabe que tampoco Jesús se anduvo por las ramas, dada su pertinente apostilla: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lucas 4,21). Es de presumir a sus paisanos escuchando con ojos atónitos el comentario.

Nosotros mismos, decían los antiguos Padres, nos llamamos cristianos porque hemos sido ungidos a imitación de Cristo, el Ungido por excelencia. En Israel el rito tenía un significado religioso. Se ungía a los reyes, a los sacerdotes y a los profetas con un ungüento perfumado y éste era el signo de que estaban consagrados al servicio divino. En Cristo todas estas unciones simbólicas se hacen realidad. En el bautismo en el Jordán Él es consagrado rey, profeta y sacerdote eterno por Dios Padre. Pero no con un aceite físico, sino con el aceite espiritual que es el Espíritu del Señor, «el óleo de alegría», según lo define un salmo.

Actualmente está de moda hablar de aromaterapia. Trata dicho concepto del empleo de aceites esenciales (o sea, los que exhalan perfume) para el mantenimiento de la salud o para la terapia de algunos trastornos. Existen también «perfumes del alma», por ejemplo «el perfume de la paz interior». El bálsamo que sana es el Espíritu Santo. Él es la estela de perfume que Jesús ha dejado tras de sí, al pasar por esta tierra.



«Quienes reciben el bautismo de Cristo no buscan el bautismo de Juan; quienes recibieron el bautismo de Juan buscaron el bautismo de Cristo. Bastó, pues, a Cristo el bautismo de Juan. ¿Cómo no le bastaría, siendo así que ni siquiera ése le era necesario? […]. El bautismo de Juan era como era Juan: bautismo justo por venir de un justo, pero hombre […], en cambio, el bautismo del Señor es cual el Señor; el bautismo del Señor, pues, es divino porque el Señor es Dios» (San Agustín, In Io. eu. tr. 5.5-6).

Vengamos a los Hechos de los Apóstoles. El evangelista de la misericordia nos ofrece en el fragmento de este domingo el discurso de Pedro en casa del centurión romano Cornelio. El fragmento abunda precisamente en que Jesús de Nazaret fue ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo. Y dice así: «Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hechos 10, 34-38).

En su magno De Trinitate san Agustín analiza este «ungido por el Espíritu Santo» [Hechos 10, 38] con la siguiente reflexión: «El mismo Señor Jesús no sólo dio como Dios el Espíritu Santo, sino que lo recibió también como hombre; por lo cual se le dice lleno de gracia y del Espíritu Santo. De Él está escrito con más claridad en los Hechos de los Apóstoles: Porque le ungió con el Espíritu Santo [Hechos 10, 38]. No ciertamente con óleo visible, sino con el don de la gracia, simbolizado en el crisma visible con que la Iglesia unge a sus bautizados.

Mas Cristo no fue ungido con el Espíritu Santo en el momento de su bautismo, cuando descendió sobre El en figura de paloma: entonces se dignó prefigurar su cuerpo, es decir, su Iglesia, en cuyo regazo reciben los bautizados el Espíritu Santo; sino que ha de entenderse ungido con esta mística e invisible unción cuando el Verbo se hizo carne, es decir, cuando la humana naturaleza, sin mérito alguno precedente de buenas obras, se unió al Verbo de Dios en las entrañas de una virgen, formando con El una sola persona. Por eso confesamos que nació del Espíritu Santo y de la Virgen María » (San Agustín, De Trinitate XV, 26, 46).

El matiz agustiniano es de peso porque retrotrae la unción al momento de la Encarnación del Verbo. Y ello sin que le impida reconocer la importancia del Bautismo en el Jordán: entonces –dice- se dignó prefigurar su cuerpo, es decir, su Iglesia, en cuyo regazo reciben los bautizados el Espíritu Santo.

Y a propósito de lo que san Lucas refiere en su Evangelio (Lucas 3, 21), veamos lo de la humildad: «El Señor quiso ser bautizado por humildad, no porque tuviese alguna iniquidad. ¿Por qué fue bautizado Cristo el Señor? ¿Por qué fue bautizado Cristo el Señor, el Hijo unigénito de Dios? Investiga por qué nació, y entonces hallarás por qué fue bautizado. Allí encontrarás la vía de la humildad, que no puedes emprender con pie soberbio; vía que, si no pisas con pie humilde, no podrás llegar a la excelsitud a la que conduce. Quien descendió por ti fue bautizado por ti. Advierte cuán pequeño se hizo a pesar de ser tan grande […]. Asumió lo que no era sin perder lo que era

Permaneciendo Dios, asumió al hombre. Tomó la forma de siervo, y se hizo Dios-hombre aquel por quien en su ser divino fue hecho el hombre […] Más digno de mención es que haya querido hacerse hombre que su voluntad de ser bautizado por un hombre. Así, pues, repito, Juan bautiza a Cristo, el siervo al Señor, la voz a la palabra […], la criatura al Creador, la lámpara al Sol, pero al Sol que creó a este sol […]. A Cristo, que se le acercaba, le dijo: “¿Vienes tú a ser bautizado por mí? Soy yo quien debe ser bautizado por ti” (Mateo 3, 14) ¡Gran confesión! ¡Segura profesión de la lámpara al amparo de la humildad! Si ella se hubiese envalentonado contra el sol, rápidamente la hubiera apagado el viento de la soberbia. Esto es lo que el Señor previó y lo que nos enseñó con su bautismo» (San Agustín, Sermón 292, 3-4).

A propósito precisamente de la unción de la divinidad, dato que Lucas aporta en los Hechos de los Apóstoles (cf. Hechos 10,38) comenta deliciosamente san Cirilo de Jerusalén en una de sus célebres Catequesis: «Cristo no fue ungido con óleo o ungüento material por los hombres, sino que fue el Padre quien, al designarlo Salvador de todo el mundo, lo ungió con el Espíritu Santo, como afirma Pedro: A Jesús de Nazaret, a quien ungió Dios con el Espíritu Santo (Hechos 10, 38); y el profeta David clamaba con estas palabras: Tu trono, ¡oh Dios!, es por siempre, sin fin; cetro de rectitud es el cetro de tu reino. Amas la justicia y odias la impiedad; por eso te ha ungido Dios, tu Dios, con óleo de alegría, más que a tus compañeros (Salmo 44, 7-8).

Y así como Cristo fue realmente crucificado y sepultado, y resucitó, y por el bautismo vosotros –en semejanza- fuisteis sepultados y con-resucitados con Él, lo mismo sucede con el crisma. Él fue ungido con óleo espiritual de alegría, es decir, con el Espíritu Santo, llamado óleo de alegría porque Él es la causa de la alegría espiritual; a vosotros se os ha ungido con óleo perfumado, hechos partícipes de Cristo y viviendo en comunión con Él» (Catequesis 21, 2 = Mistagógica 3).

La fiesta del bautismo de Cristo, siendo así, atesora un inmenso caudal teológico, empezando por el mismo término cristianos. Etimológicamente, significa mucho más que seguidores de Cristo. Indica a los ungidos (= christianoi, en griego) como lo fue Jesús, por el Espíritu Santo. Maravilla ésta que acontece cuando se recibe el Sacramento del Bautismo, cuyas raíces cumple buscar, conviene subrayarlo, en el Bautismo de Cristo.





San Gregorio Nacianceno tiene acerca del Bautismo del Señor este precioso comentario: «Cristo es iluminado: dejémonos luminar junto con él; Cristo se hace bautizar: descendamos al mismo tiempo que él, para ascender con él. Juan está bautizando; y sin duda para sepultar en las aguas a todo el viejo Adán, santificando el Jordán antes de nosotros y por nuestra causa; y así, el Señor, que era espíritu y carne, nos consagra mediante el Espíritu y el agua. Juan se niega, Jesús insiste. Entonces: Soy yo el que necesito que tú me bautices, le dice la lámpara al Sol, la voz a la Palabra, el amigo al Esposo […] Soy yo el que necesito que tú me bautices; y podría haber añadido: “Por tu causa”. Pues sabía muy bien que habría de ser bautizado con el martirio; o que, como a Pedro, no sólo le lavarían los pies.

Pero Jesús, por su parte, asciende también de las aguas; pues se lleva consigo hacia lo alto al mundo, y mira cómo se abren de par en par los cielos que Adán había hecho que se cerraran para sí y para su posteridad, del mismo modo que se había cerrado el paraíso con la espada de fuego. También el Espíritu da testimonio de la divinidad, acudiendo en favor de quien es su semejante […] Así también, muchos siglos antes, la paloma había anunciado el fin del diluvio.

Honremos hoy nosotros, por nuestra parte, el bautismo de Cristo, y celebremos con toda honestidad su fiesta. Ojalá que estéis ya purificados, y os purifiquéis de nuevo. Nada hay que agrade tanto a Dios como el arrepentimiento y la salvación del hombre, en cuyo beneficio se han pronunciado todas las palabras y revelado todos los misterios; para que, como astros en el firmamento, os convirtáis en una fuerza vivificadora para el resto de los hombres; y los esplendores de aquella luz que brilla en el cielo os hagan resplandecer, como lumbreras perfectas, junto a su inmensa luz, iluminados con más pureza y claridad por la Trinidad, cuyo único rayo, brotado de la única Deidad, habéis recibido inicialmente en Cristo Jesús, Señor nuestro, a quien le sean dados la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (San Gregorio Nacianceno, Sermón 39. En las sagradas Luminarias, 14-16.20: Breviario I, p.544ss).

Volver arriba