Dios de la vida



Todavía flota en el ambiente la solemnidad de Todos los Santos, es decir, los amigos de Dios, cuya compañía alegra los cielos y eleva la tierra con la dicha de su patrocinio, y, detrás de ella, la conmemoración de todos los fieles difuntos, o sea de cuantos nos precedieron con el signo de la fe y duermen el sueño de la paz en la esperanza de la resurrección, cuando hete aquí que el XXXII Domingo del tiempo ordinario Ciclo- C afronta en este otoñal 6 de noviembre el sugestivo argumento del Dios de la vida, a cuyo rebufo la catequesis dominical se preocupa de colocar también el no menos fascinante y sugestivo tema de la resurrección.

Entre resurrección y vida, pues, anda la cosa, por más que sean conceptos de distinto rango y muy diversa índole, ya que la resurrección tiene su razón de ser en la vida y gracias a la vida, no a la inversa. Bueno será entonces tener bien asumido que la resurrección es un paso hacia la Vida, que es Dios, en quien hallan acomodo total nuestro existir aquí en la tierra y, fuera ya del tiempo, nuestra vida en la vida eterna, donde ya no hay espacio ni tiempo ni muerte ni, consiguientemente, causas que la procuren. Morir sólo es morir. Morir se acaba, que dijo en verso feliz el escritor y poeta José Luis Martín Descalzo. Quien ni acabarse puede ni tiene tampoco nada que decir con la finitud y la corruptela es la Vida, así, en mayúscula, origen infinito de todos los vivientes.

Las lecturas dominicales se centran hoy en la resurrección, pero se trata no más que de ensalzar así la Vida de toda vida. La primera (2Mc 7, 1-2.9-14) se ocupa concretamente de proponer el ejemplo heroico de una madre de familia y sus hijos. El célebre relato conocido como «Pasión de los santos macabeos» tuvo una amplia difusión y sirvió de modelo a diversas Actas martiriales: de hecho el culto de los «siete hermanos macabeos» se extendió hasta Occidente, donde se les llegó a dedicar varias iglesias. El valeroso enfrentamiento de la madre al tirano es un inquebrantable acto de fe en la resurrección: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna» (2Mc 7,9). El segmento «nos resucitará a una vida eterna», literalmente dicho, sería, más bien, «a una revivificación eterna de vida».

Este breve texto, por otra parte, tiene la importancia de constituir, con Dn 12,2-3, el pasaje donde se afirma por vez primera la fe en la resurrección de los cuerpos. Enlazamos de esta suerte con la doctrina de la inmortalidad que será desarrollada, en ambiente griego, y sin referencias a la resurrección de los cuerpos, por el libro de la Sabiduría 3,1-5,16. Para el pensamiento hebreo, en cambio, que no distinguía entre cuerpo y alma, la idea de una supervivencia implicaba la resurrección también de los cuerpos, como aquí.

Debajo del fragmento de la segunda lectura (2Tes 2,16) subyace una exhortación a la perseverancia en Dios, que es fiel y libertador del mal, empezando evidentemente por el mal radical que es la muerte. Pablo desea que Dios consuele a los Tesalonicenses y les dé fuerza para toda clase de palabras y de obras buenas, al objeto de que amen a Dios y tengan la constancia en Cristo, esa firmeza propia del que sabe que la vida temporal es solo pálida imagen de la definitiva en el cielo.



Pero donde la cuestión aquí tratada –vida y resurrección- cobra toda su fuerza expresiva de catequesis del más allá desde el más acá es en el evangelio de san Lucas, justo a propósito del caso que los saduceos plantean al Señor, comprendida por supuesto la respuesta que este les da (Lc 17,11-19). Los escribas, en su mayor parte fariseos, creían en la resurrección de los muertos (cf. Hch 23, 6-9). No así, en cambio, los saduceos, los cuales se permitían a veces, como en el caso que nos ocupa, ironizar con el asunto de la resurrección. San Agustín aclara maravillosamente la escena:

« Los saduceos –dice- formaban una secta dentro del judaísmo que no creía en la resurrección. Los judíos, fluctuando y dudando, no podían dar respuesta a los saduceos que les proponían tal cuestión, porque pensaban que la carne y la sangre podían poseer el reino de Dios, es decir, que la corrupción podía poseer la incorrupción. Llegó la Verdad, y los saduceos, engañados y engañadores, interrogaban al Señor proponiéndole la misma cuestión. El Señor, que sabía lo que decía y deseaba que nosotros creyéramos lo que desconocíamos, responde, con la autoridad de su majestad, lo que hemos de creer […] Hizo desaparecer lo que sospechaban los judíos y refutó las calumnias de los saduceos […] Serán, dijo, semejantes a los ángeles de Dios […] ¿No habéis leído, a propósito de la resurrección, cómo habló el Señor a Moisés desde la zarza, diciéndole: ‘Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob’? No es un Dios de muertos, sino de vivos (Mt 22,31-32; cf. Lc 20,38)» (Sermón 362,18).

La patrística, de hecho, se recrea gustosa comentando esta divina respuesta de Jesús citando a Moisés para afirmar la resurrección. Junto al Hiponense, por ejemplo, san Cirilo de Alejandría comenta de igual manera oportuno y sagaz: «El Salvador muestra la gran ignorancia de los saduceos poniendo contra ellos a su propio guía, Moisés, el cual poseía cierto conocimiento sobre la resurrección de los muertos. Que los muertos resucitarán lo mostró Moisés en el pasaje de la zarza cuando llama al “Señor Dios de Abrahán y Dios de Isaac y Dios de Jacob”. ¿Quién es este Dios de los que ya no están entre nosotros? Este es el Dios de la vida. Ellos resucitarán por su poderosa mano […] La muerte (de Cristo) nos traerá la incorrupción y seremos transformados. Cristo nuestro Salvador nos traerá la vida incorruptible por la gloria de la resurrección» (Comentario al Evangelio de Lucas, 136).

El mensaje de san Lucas con su Evangelio, pues, deja claro, a través de las palabras de Jesús, que Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, que premia con la vida a los que en él esperan y en él creen. Un agudo análisis del mensaje dicho saca, pues, a la superficie que no es Dios de vida por ser Dios de la resurrección, sino al revés: que el ser Dios de la resurrección se debe a que es Dios de vida, como no podría ser de otra manera, ya se mire desde la pura metafísica, ya desde la quintaesencia de la teología. Dios es vida, más aún, la Vida, y quiere que todos los vivientes vivan por siempre.

Esta gozosa verdad es cuanto la casuística del Evangelio de hoy plantea. Más aún, son hijos de Dios y, por serlo, participan en y de la resurrección. Precisamente primicia de nuestra resurrección es la resurrección de Jesucristo, que tanto juego dialéctico le dará a san Pablo para probar que nosotros todos estamos llamados a resucitar con él. Y es que también algunos cristianos de Corinto negaban la resurrección de los muertos.

Para impugnar su error, Pablo parte de la afirmación fundamental de la proclamación evangélica: el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado. «Si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe […] Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron» (1Co 15, 14.19s).

El episodio de la zarza ardiente prueba que no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos. La Vida es la meta hacia la que tiende la resurrección. Dios resucitó a Cristo, no al Verbo, de quien san Juan afirma en el Prólogo al IV Evangelio: «En ella (la Palabra) estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Por cierto que algunas variantes cambian «En ella estaba la vida» por «Ella era la vida».

De ahí que, a fin de cuentas, ni pueda ni deba reducirse la celebración del domingo a simple memorial de la muerte de Cristo en Cruz, subseguida de su consiguiente sepultura. Entraña también, cómo no, la resurrección de Cristo. La santa Misa dista por eso de ser un funeral. Es drama, eso sí, es dolor, es inmolación, porque hay derramamiento de sangre y muerte cruenta del cuerpo en la Cruz. Pero es además, y sobre todo, resurrección y, por tanto, aleluya, y gozo, y alegría indecible y celebración de una fiesta pascual que es la fiesta de la Vida.



De ahí nuestra costumbre de llamar al primer día de la semana, en cómputo estrictamente eclesiástico y bíblico-teológico, el Dies Domini, el Día que hizo el Señor, el domingo sin ocaso: ¡la maravilla de las maravillas!

Por esta diagonal de la Vida resucitada y resucitadora pasa la vida toda del mundo y de los hombres. Mucho me temo, sin embargo, que semejante percepción se quede, las más de las veces, frustrada y desatendida, por no decir negada y atacada, ya que puede ocurrir, y de hecho está ocurriendo en tantas partes del planeta a causa de las guerras, el terrorismo, la inmigración, las injusticias y la corrupción entendida en su más variopinto pelaje socio-político, que la celebración de los santos misterios pase tan inadvertida que no llegue a pasar ni pase... Cada vez que los hombres se dejan arrastrar por estas y otras injusticias, niegan la vida de Dios de puro dar las espaldas al Dios de la vida.

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