Fiesta de la Transfiguración



El domingo décimo octavo del tiempo ordinario Ciclo A coincide este año de 2017 con la fiesta de la Transfiguración del Señor, que para nosotros cobra un carácter íntimo y familiar y de recuerdo imborrable desde que, allá en 1978, precisamente un día como hoy, también domingo por cierto, el beato Pablo VI concluía en Castelgandolfo su existencia terrena. Mientras la liturgia invitaba a contemplar a Cristo transfigurado, él terminaba su camino en la tierra y entraba en la eternidad, donde el rostro santo de Dios brilla en todo su esplendor. Este día, por tanto, está vinculado a su memoria, envuelta por el singular misterio de luz que irradia el Señor transfigurado.

Aquel amado Papa del Concilio Vaticano II, su verdadero arquitecto, su paladín y promotor a tiempo y a destiempo, agustinólogo de espíritu por más señas, solía subrayar también prevaliéndose precisamente de san Agustín de Hipona el aspecto «eclesial» del misterio de la Transfiguración. Aprovechaba cualquier ocasión para poner en claro las cosas, y en este caso para poner de relieve que la Iglesia, cuerpo de Cristo, participa por gracia en el mismo misterio de su Cabeza:

«Yo quisiera -exhortaba a los fieles ya el 27 de febrero de 1972, durante la misa celebrada en la parroquia de San Pedro Damián- que fueseis capaces de entrever en la Iglesia la luz que lleva dentro, de descubrir a la Iglesia transfigurada, de comprender todo lo que el Concilio ha expuesto tan claramente en sus documentos […] La Iglesia –añadía luego con su célebre crescendo ternario- encierra una realidad misteriosa, un misterio profundo, inmenso, divino. [...]La Iglesia es el sacramento, el signo sensible de una realidad escondida, que es la presencia de Dios entre nosotros» (L'Osservatore Romano, ed. en lengua española, 5.3. 1972, p. 4).

Estas palabras muestran su extraordinario amor a la Iglesia cristalizado esta vez en el sublime misterio pre-cristofánico que hoy celebramos. Fue la Iglesia, lo repetiré, la gran pasión de su vida. Una Iglesia, por otra parte, difícil de entender si no la presidiese el Señor transfigurado. Ojalá, pues, Dios nos conceda a cuantos vamos haciendo camino eclesial al andar servir fielmente, como el beato Pablo VI lo hizo, a la Iglesia, llamada hoy como entonces, y tal vez hoy mucho más que entonces, a una nueva y audaz evangelización.

La transfiguración de Jesús, en este mismo orden de cosas, es un evento narrado en los evangelios sinópticos según san Mateo (17,1-8), san Marcos (9,2-8) y san Lucas (9,28-36), en el que Jesús se transfigura, es decir, se metamorfosea–transfiguración en griego es metamórphosis- y vuelve radiante en gloria divina sobre la conocida montaña del Tabor. De ahí el calificativo que los místicos y amantes de la contemplación adjudican a la luz de esa estrecha unión mística con Dios, al denominarla «luz tabórica».

En estos pasajes, Jesús y tres de sus apóstoles, los famosos predilectos Pedro, Santiago y Juan, se dirigen a una montaña (Monte Tabor o Monte de la Transfiguración, también Monte de la Contemplación) a orar. Allí Jesús empieza de pronto a brillar con singular refulgencia, absolutamente inusual, nunca dada hasta entonces entre Jesús y sus discípulos.

Su cuerpo se vuelve radiante, y de sus vestidos emite rayos brillantes de luz. Entonces los profetas Moisés y Elías aparecen a su lado y Jesús transfigurado habla con ellos. Jesús es llamado «Hijo» por una voz que baja del cielo –estamos, nótese bien, en el género denominado de las teofanías-, que se supone que es Dios Padre, como durante el Bautismo de Jesús había ocurrido en el Jordán.



La Iglesia católica recuerda este hecho prodigioso, dentro de su liturgia, el 6 de agosto, es decir hoy, independientemente de que caiga o no en domingo, y lo rememora también en el segundo Domingo de Cuaresma. Toda la escena es la «manifestación» plena de Jesús el enviado del Padre para llevar a la plenitud el misterio de la redención, para que todos los pueblos tengan en Él vida y la tengan abundante. Ese Jesús –aquel divino Infante que había sido presentado a los pobres pastores, a los magos, a todo el pueblo en el río Jordán-, es ahora presentado por el Padre a tres predilectos para que en el momento del dolor en el huerto de los Olivos y de la muerte en cruz, sea reconocido como el Divino Salvador, el Hijo enviado por el Padre. Estamos, en resumen, aludiendo a un fármaco preventivo. ¿Contra qué? Sin duda alguna, contra el escándalo de la Cruz.

Esa palabra del Padre: «escuchadlo» (Mt 17,5) debe resonar con fuerza en nuestra mente y en nuestro corazón. San Pedro jamás la olvidó, como testifica en su segunda carta: «Nosotros mismos escuchamos esta voz, venida del cielo, estando con él en el monte santo» (2 P 1,18). La denominación «monte santo», por cierto, evoca, en opinión de los exégetas, al monte Sión (Sal 2,6; Is 11,9), o bien al Sinaí, como «tipo» del monte de la Transfiguración.

La Transfiguración de Cristo representa uno de los acontecimientos centrales en su vida terrenal que se encuentra relatado con llamativos detalles y sugerentes matices en los Evangelios. Inmediatamente después de que el Señor fue reconocido por sus apóstoles como «el Cristo (Mesías)», «el Hijo del Dios viviente», les dijo que «él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16,21).

La reacción a este inesperado anuncio de Cristo acerca de su próxima pasión y muerte fue de estupor y de gran confusión. Luego, después de reprocharles dicho comportamiento, seis días después, el Señor tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan y se los llevó aparte «a un monte alto» (Mt 17,1), el Monte Tabor según la tradición, y «se transfiguró delante de ellos» (v.2).

Y resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con él. Entonces, «tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo Amado, en quien me complazco; escuchadle”. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo» (Mt 17,4-6).

Entonces Jesús, acercándose a ellos, los tocó, y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo» (v.7). «Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo» (v.8). Pero lo más extraño y chocante de esta pre-cristofanía viene a continuación: «Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”» (Mt 17,9; ver también Mc 9,1-9; Lc 9,28-36; 2 P 1,16-18).

La fiesta judía de las Tiendas, o de lo Tabernáculos (Sucot) era una celebración de la morada de Dios con los seres humanos, y la transfiguración de Cristo revela que Dios «habita» en el Mesías y se manifiesta por él, hombre de carne y huesos. No hay duda de que la Transfiguración de Cristo sucedió en el tiempo de la Fiesta de las Tiendas, y que la celebración del acontecimiento en la Iglesia cristiana llegó a ser el cumplimiento neotestamentario de esta fiesta del Antiguo Testamento, de manera muy similar a las fiestas de la Pascua y Pentecostés. Esa es la opinión del cardenal Daniélou, especialista entre los grandes de este singular evento. Tenemos a la vista, pues, un pasaje bíblico denso de cristología y concretamente del célebre tratado De Verbo Incarnato.



De modo que en la Transfiguración, los apóstoles se dieron cuenta de que en Cristo verdaderamente habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad, «pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud», «porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros (= nosotros) alcanzáis la plenitud en él, que es la Cabeza de todo Principado y de toda Potestad» (Col 1,19; 2,9-10).

Jesús les permite ver todo esto antes de la Crucifixión, a fin de que ellos sepan quién es el que sufrirá por ellos, y qué es lo que Él, que es Dios, ha preparado para aquellos que le aman. Esto es lo que la Iglesia celebra en la fiesta de la Transfiguración. De ahí el siguiente Tropario de la liturgia oriental: «Cuando te transfiguraste, oh Cristo Dios, en el Monte Tabor, revelaste tu gloria a tus discípulos según la pudieron captar. Haz resplandecer sobre nosotros pecadores Tu Luz Eterna, por la Intercesión de la Madre de Dios. Tú que concedes la Luz, gloria a Ti». Y lo mismo el Kontakion de la misma liturgia: «Te transfiguraste en el Monte, oh Cristo Dios, y tus discípulos vieron tu gloria en cuanto pudieron; «para que cuando Te vieran crucificado, comprendieran que Tu sufrimiento era voluntario, y proclamaran al mundo que Tú en verdad Eres el Esplendor del Padre».

Lo más probable es, que originalmente la fiesta de la Transfiguración de Cristo perteneciese al periodo pre-Pascual de la Iglesia. Tal vez fuese celebrada en uno de los domingos anteriores a la Pascua de Resurrección. Existe, por lo menos, cierta evidencia histórica que lo indica. Tenemos, además, el hecho de que hoy en día san Gregorio Palamas, el gran maestro de la Transfiguración de Cristo, monje primero del Monte Athos y arzobispo más tarde de Tesalónica, es conmemorado durante la Gran Cuaresma (en el cuarto domingo). Por lo demás, en fin, el acontecimiento propiamente tal está definitivamente relacionado con la muerte y resurrección del Salvador que se aproximan: …«para que cuando Te vieran crucificado, comprendieran que Tu sufrimiento era voluntario…» (Kontakion).

Además del significado fundamental que el acontecimiento de la Transfiguración posee dentro del contexto de la vida y misión de Cristo, del tema de la gloria de Dios que es revelada en todo su esplendor en el rostro de Cristo el Salvador, la presencia de Moisés y Elías es también de gran importancia para la comprensión y celebración de esta fiesta. Muchos de los himnos hacen referencia a estas dos figuras centrales de la Antigua Alianza, tal como lo hacen las tres lecturas de las Escrituras designadas para el oficio de Vísperas, que hablan de la manifestación de la gloria de Dios a estos santos varones de antaño (24,12-18; 33,11-34,8; 1 R 19,3-16).

Moisés y Elías, según los versos litúrgicos, no son solamente las más grandes figuras del Antiguo Testamento quienes vienen ahora para adorar al Hijo de Dios en gloria, ni tampoco son meramente dos de los varones santos a quienes Dios se reveló en las teofanías prefigurativas de la Antigua Alianza de Israel. Estas dos figuras representan, en verdad, el Antiguo Testamento mismo: Moisés representa a la Ley, y Elías a los Profetas. Y Cristo es el cumplimiento de la Ley y de los Profetas (Cf. Mt 5,17).

Ellos también representan a los vivos y a los muertos, pues Moisés falleció y se conoce su lugar de sepultura, mientras Elías fue llevado al cielo vivo para aparecer nuevamente a anunciar el tiempo de la salvación de Dios en Cristo.

Entonces, apareciendo junto a Jesús en el Monte de la Transfiguración, Moisés y Elías confirman que el Mesías-Salvador está aquí, y que Él es el Hijo de Dios de quien el Padre mismo da testimonio, el Señor de la Creación, del Antiguo Testamento y del Nuevo, de los vivos y de los muertos.

La Transfiguración de Cristo es, en sí misma, el cumplimiento de todas las teofanías y manifestaciones de Dios, una consumación perfeccionada y completada en la persona de Jesucristo, cuyo tabórico misterio nos revela nuestro propio destino en cuanto cristianos, pero también el destino final de todos los seres humanos y de la creación entera, el de la transformación radical del ser y su glorificación por el majestuoso esplendor de Dios.

La fiesta de los Tabernáculos (o de las Tiendas), duraba siete días, y en el octavo poseía un relieve particular. La nube (Lc 9,35-36) está relacionada con el culto del templo. Su presencia en el Tabernáculo es el signo de la shejiná, palabra hebrea que significa ‘la radiancia’ o ‘la presencia’ de Dios. Se sabe también que la nube –y no demos al olvido que en la Transfiguración hay una nube con singular protagonismo (y tres tiendas que Pedro menciona)- implicaba un significado escatológico, de suerte que su presencia era considerada como signo de la habitación de Dios entre los justos en el mundo futuro.

Hoy en día, la fiesta de la Transfiguración de Cristo se celebra el 6 de agosto, debido probablemente a alguna razón histórica. En algunas iglesias, se acostumbra a bendecir uvas y otras frutas y verduras en este día. Simboliza ello la transfiguración de toda la creación en Cristo. De igual modo significa la fructificación de la creación entera en el paraíso del eterno Reino de Vida de Dios, cuando todo será transformado por la gloria del Señor.

A propósito de las fantasías de las muchas y varias contemplaciones, Calixto e Ignacio Xanthopoulos, autores de la teología oriental que salen en la famosa Filocalia sobre el argumento que en estas reflexiones acabo de tratar, echan mano de «la perfecta iluminación enhipostática por la cual los escogidos entre los discípulos que subieron con Jesús al monte Tabor (o sea, los tres predilectos de Jesús) experimentaron inefablemente, por él transformados, aquel cambio bello y en verdad bienaventurado (cf. Sal 76,11) y, transportados a las realidades divinas, es decir, devenidos espirituales por la diestra del santísimo Espíritu, fueron hechos dignos de contemplar con sus ojos sensibles el reino y la divinidad invisibles (cf. Mt 17,1 ss.)» (La Filocalia, vol. 4, Piero Gribaudi Editore, Torino 1987, p. 240).

Y prosiguen estos autores a continuación: «Cuanto distan el oriente del occidente (cf. Sal 102,12) y la tierra del cielo, y cuanto es superior el alma al cuerpo, otro tanto el acto y la gracia de la recepción son superiores al acto de la intuición. Dice, de hecho, san Máximo (el Confesor): “Llamo deificación increada a la iluminación enhipostática, específica, de la divinidad, iluminación que no tiene un origen, sino más bien una inconcebible manifestación para aquellos que son dignos” (Quaestiones ad Thalassium, 16: PG 90, 644d)» (La Filocalia, vol. 4, p. 240-241).



Los términos apenas usados –recepción paradoxé»)…intuiciónepibolé»)- son técnicos y, por ende, infrecuentes, y se me antoja que resulten, por tanto, merecedores de una elemental aclaración: Recepción es aquella forma suprema de la contemplación que resulta eminentemente pasiva. Intuición, en cambio, es la contemplación en base a la analogía de los seres, y en la cual todavía tienen mucho que ver y que decir la voluntad y los procesos intelectuales.

De lo aquí expuesto, en fin, salen a la superficie muchos argumentos de señalado provecho espiritual para los corazones transfigurados a semejanza de Jesús en el Tabor. Baste lo dicho para intuir las grandes verdades que Dios dispensa a las almas, algunas de las cuales pudieran atisbarse mediante la oración tabórica, pero que, sea como fuere, nunca pasarán de ser un dulce preludio de lo que nos aguarda en la vida infinita, reclinados entonces nosotros para siempre en el paternal regazo de Dios.

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