Fortalecer el alma para toda clase de virtudes

Fortaleza y perseverancia son necesarias para llevar a cabo grandes obras y sublimes apostolados, sin por ello sucumbir bajo la cruz a enfermedades, persecuciones, dificultades de todo tipo.

En todas las tradiciones religiosas, bajo formas muy diferentes, han existido y existen experiencias individuales y grupales de lo que suele llamarse «oración».

El principio de la santidad es el amor, compendio del Espíritu y de sus dones. Esto en el movimiento ecuménico tiene gran recorrido y un navegar a velas desplegadas con ayuda precisamente del don de Fortaleza.

El Don de Pentecostés

El don de Fortaleza tiene por objeto reconocer nuestra fragilidad y permitir que Dios actúe en nosotros al afrontar los problemas. Para el alma entregada al Espíritu Santo, se trata de una disposición sobrenatural, que hace a esta, bajo la acción del Santo Espíritu, capaz de emprender las acciones más arduas y soportar las más duras pruebas por amor a Dios. Estamos, pues, en los antípodas de la pusilanimidad.

Fortaleza y perseverancia son necesarias para llevar a cabo grandes obras y sublimes apostolados, sin por ello sucumbir bajo la cruz a enfermedades, persecuciones, dificultades de todo tipo. Esta fortaleza engendra la paciencia cristiana, propia de los valientes.

Afortunadamente hay hombres y mujeres ilustres por doquier que honran a la Iglesia, porque son fuertes sacando adelante su vida, su familia, su trabajo y su fe. Viven una vida oculta, sí, pero los conduce el divino Espíritu. Bueno será, pues, también aquí pedir al Señor este don. Y el espíritu de oración, ese fundamental elemento en la vida de los creyentes, y en tantas tradiciones monoteístas y no monoteístas.

¿Pueden orar juntas personas de diferentes tradiciones religiosas? ¿No será este, quizás, un caso de relativismo y de sincretismo? En estos últimos años, la tendencia ecuménica dominante y, más aún, al encuentro interreligioso han puesto más de relieve una problemática que los creyentes desearían solucionar.

¿Pueden los creyentes de diversas religiones orar juntos al mismo Dios? ¿Se trata solamente de juntarse para orar cada uno a su propia divinidad?  En todas las tradiciones religiosas, bajo formas muy diferentes, han existido y existen experiencias individuales y grupales de lo que suele llamarse «oración». Esta palabra, presente en las religiones con diversos formatos, se refiere a la relación de los humanos con alguna divinidad o ente superior para implorar su favor, adorar o dar gracias.

 El Decretum Damasi coloca en cuarto lugar el «Espíritu de fortaleza: Fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Co 1,24)» (Denz. 83): un hábito sobrenatural como los otros dones, pero cuyo específico propósito no contempla sino robustecer el alma para que practique, por instinto del Espíritu Santo, toda clase de virtudes heroicas y, además, lo haga con interior ardimiento y firme confianza en vencer las mayores dificultades que por el camino puedan surgir.

El de Fortaleza es don absolutamente necesario para la perfección de las virtudes infusas, en particular la homónima, y a veces, incluso para la simple permanencia en el estado de gracia. Cosa clara y sabida es que la virtud de la fortaleza se extiende a los mismos objetos que el don. Ocurre, sin embargo, que, pese a todo, deja en el alma cierta flaqueza, o flojedad, de suerte que para remover los obstáculos, desafiar los peligros, soportar las adversidades, la susodicha virtud se apoye, en parte, sobre recursos humanos y, en parte también, sobre los sobrenaturales y divinos.

El don de Fortaleza

Claro que, siendo meramente virtud, nunca posee del todo estos últimos y obra siempre de modo humano. Esta impotencia de la virtud de fortaleza es la que viene a suplir el don, quitando al hombre aquella duda instintiva o flojedad. 

Para este fin, el don se vale de la fortaleza de Dios, como si fuera la suya. O, más bien: el Espíritu Santo, debido a su moción interior, es quien nos reviste de su poder y nos ayuda con su divina energía al logro de tal fin.

No pocos especialistas sostienen que el profeta Isaías enumera juntamente los dones de consejo y de fortaleza, el primero para iluminar el espíritu, y el otro para fortalecer el corazón. Entre sus admirables efectos cabe señalar, como especialmente significativos, proporcionar al alma una energía inquebrantable en la práctica de la virtud.

Es ya clásico el fragmento de santa Teresa de Jesús en Camino de perfección: «Digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella (la perfección), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (21,2).

El Espíritu Santo es vida, plenitud, fantasía, libertad, riqueza de ideas, diversidad, variedad, peculiaridad, innovación y renovación. Por ahí ponen rumbo la diversidad de los carismas, la necesidad de las reformas, el origen de las grandes iniciativas, la existencia de comunidades religiosas, la emersión de las grandes obras de la fe y de la caridad cristiana.

El principio de la santidad es el amor, compendio del Espíritu y de sus dones. En él y por él actúa sin cesar la fuerza transformadora del Paráclito. Esto en el movimiento ecuménico tiene gran recorrido y un navegar a velas desplegadas con ayuda precisamente del Espíritu Septiforme, y muy en concreto del don de Fortaleza. Función impagable la suya después de todo, porque en la causa de la unidad no todos son días de vino y rosas, ni todo navegación por aguas serenas.

El ecumenismo espiritual de la conversión

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