« Este es mi Hijo amado; escuchadlo »



El segundo domingo de Cuaresma se denomina de la Transfiguración porque el Evangelio de su liturgia narra este misterio de la vida de Cristo. Los Sinópticos refieren todos la escena, pero cada uno a su manera. Mientras Mateo presenta el hecho como proclamación de Jesús nuevo Moisés, y Lucas se apoya en él para insistir en la preparación de la inminente Pasión, Marcos, en cambio, lo considera sobre todo una epifanía gloriosa del Mesías oculto, según el tema dominante de su evangelio: esa escena de gloria, por efímera que parezca, pone de manifiesto lo que realmente es y en definitiva será Aquel llamado a experimentar por un tiempo las humillaciones del Siervo doliente.

El segundo domingo de Cuaresma Ciclo B se atiene a san Marcos: «Toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo» (Mc 9, 2-3).

La luz del sol es, según los sentidos, la más intensa que se conoce en la naturaleza. Los discípulos, con todo, vieron, según el espíritu y por breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. El místico escritor bizantino san Máximo el Confesor afirma que «los vestidos que se habían vuelto blancos llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras, transparentes y luminosas» (Ambiguum, 10).

San Juan Pablo II introdujo en el Rosario los misterios luminosos, colocando en cuarto lugar este de la Transfiguración, también celebrado el 6 de agosto. Un modo de recordar la Fiesta de las Tiendas o Sucot, dedicada entre los judíos a celebrar la morada de Dios con los seres humanos. Duraba siete días, alcanzando su clímax en el octavo. La nube en el Tabernáculo, por otra parte, era signo de la shejiná, palabra hebrea que significa ‘la presencia’ de Dios. La nube –y en la Transfiguración hay nube con protagonismo y tres tiendas que Pedro menciona- implicaba un significado escatológico, es decir, signo de la habitación de Dios entre los justos en el mundo futuro.

Revela, pues, la Transfiguración que Dios «habita» en el Mesías y por él, hombre de carne y huesos, se manifiesta. No hay duda de que ésta sucedió en la Fiesta de las Tiendas, y su celebración en la Iglesia cristiana llegó a ser el cumplimiento neotestamentario de esta fiesta del Antiguo Testamento, de modo muy similar a las de Pascua y Pentecostés. La teología, cuyo fin no es sino acrecentar la fe, suele poner de relieve celebrando este misterio, sobre todo según el teólogo de la cristología de Calcedonia san León Magno, tres fines dignos de nota:

1) Alejar el escándalo de la cruz, es decir, evitar que la humillación de la pasión voluntaria conturbara la fe de aquellos a quienes se había revelado la excelencia de la dignidad escondida; 2) Fundamentar la esperanza de la Santa Iglesia, ya que el cuerpo de Cristo, en su totalidad, podría comprender cuál habría de ser su transformación; y 3) Revelar a Cristo en cuanto Palabra de Dios, dado que en Moisés y Elías y Jesús, ambos Testamentos -Antiguo y Nuevo-, se apoyan entre sí, habida cuenta de que son una sola Palabra.

Ahora bien, el mismo Jesús es esa Palabra, la cual, mediante este evento transfigurador, confirma la fe de la Iglesia, una fe según la cual: 1) Nadie debe avergonzarse de la Cruz de Cristo; 2) Nadie temer que sus dolores no tengan recompensa; y 3) Nadie tampoco desconfiar de una resurrección gloriosa.

Pedro, Santiago y Juan fueron envueltos repentinamente por una nube, de la que salió una voz que proclamó: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). Cuando se tiene la gracia de vivir una fuerte experiencia de Dios, es como si uno viviera algo similar a cuanto les sucedió a los discípulos durante la Transfiguración: por un momento se pregusta algo de lo que va a constituir la bienaventuranza del paraíso.



Se trata, en general, de breves experiencias que Dios a veces concede, especialmente con vistas a duras pruebas. Pero a nadie se le concede vivir «en el Tabor» mientras está en esta tierra. Sería absurdo, pues, anteponer el ansia de vivir todo el día en el cielo suspirando por ser admitido uno en dichas alturas beatíficas mientras en la tierra lleva una vida de incordio.

La existencia humana es, en efecto, un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión; y la misma contemplación se realiza, por decirlo desde la analogía, con los ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por la divina Palabra.

Con ser entre todas las criaturas la más cercana a Dios, la Virgen María caminó día a día, no obstante, como en una peregrinación de fe (cf. LG, 58), conservando y meditando constantemente en su corazón las palabras que Dios le dirigía, bien a través de las Sagradas Escrituras o bien mediante los acontecimientos de la vida de su Hijo, en los que reconocía y acogía la misteriosa voz del Señor.

Escuchar a Cristo como la Virgen María, he aquí el compromiso de cada cristiano durante el tiempo cuaresmal: escucharlo ya en su palabra, custodiada en la Sagrada Escritura; ya en los acontecimientos mismos de nuestra vida, tratando de leer en ellos los mensajes de la Providencia; ya, por fin, en los hermanos, especialmente los pequeños y los pobres, para quienes Jesús mismo pide nuestro amor concreto. Escuchar a Cristo y obedecer su voz: este es el camino real, el único que conduce a la plenitud de la alegría y del amor.

«Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). Y san Agustín comenta con agudeza: «Allí estaba Moisés, allí Elías. No se dijo: “Estos son mis hijos amados”. Una cosa es, en efecto, el Único, y otra los adoptados. Se recomendaba a aquél de donde procedía la gloria a la ley y los profetas: Éste es, dice, mi hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle (Mt 17,5), puesto que en los profetas a él escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto, cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban» (Sermón 78, 4).

Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: «Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9,5). Pero el de Hipona dice que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo. Él «es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas» (Sermo De Verbis Ev. 78, 3). No es, por eso, la Transfiguración un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, «la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 361).

Pedro, Santiago y Juan se preparan para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: «En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en la medida de su capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú eres verdaderamente el esplendor del Padre» (Kontákion eis ten metamórphosin, en: Menaia, t. 6, Roma 1901, 341).

Bueno será entonces que también nosotros participemos de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. La Virgen María nos puede servir de ayuda inestimable para seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria. Hay otro detalle que no quiero pasar por alto, y es la oración.

El evangelista Lucas señala que Jesús se transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive en un alto monte en compañía de Pedro, Santiago y Juan. La presencia luego de Moisés y Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a Él, a Cristo, que realiza un nuevo «éxodo» (9,31), no hacia la Tierra prometida como en tiempos de Moisés, sino hacia el Cielo.

La intervención de Pedro: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí!» (9,33) representa el intento imposible de detener tal experiencia mística. De ahí que san Agustín comente: « [Pedro]... en el monte... tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de allí hacia las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres?» (Sermón 78, 3).

Meditando este pasaje del Evangelio, podemos aprender qué sea el primado de la oración, sin la cual todo el compromiso del apostolado y de la caridad se reduce a mero activismo. En Cuaresma aprendemos a dar el tiempo justo a la oración, personal y comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es aislarse del mundo y de sus contradicciones, como algunos creen, y como habría querido Pedro en el Tabor, sino que la oración reconduce al camino, a la acción.



Durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para afrontar y superar con él las tentaciones, nos propone subir con él al «monte» de la oración, para contemplar en su rostro humano la luz gloriosa de Dios. Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas, aunque acentúen aspectos concretos que pueden ser similares y no idénticos, atestiguan de modo concorde el episodio de la transfiguración de Cristo, cuyos elementos esenciales son:

1) Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a un monte alto, y allí «se transfiguró delante de ellos» (Mc 9, 2), su rostro y sus vestidos irradiaron una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y 2) una nube envolvió la cumbre del monte y de ella salió una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 7). Luz y voz, por tanto. Luz divina que resplandece en el rostro de Jesús. Y voz del Padre celestial que da testimonio de él y manda escucharlo.

De ahí que el misterio de la Transfiguración no se deba separar del camino que Jesús está recorriendo. Ya se ha dirigido decididamente hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales, sin embargo, no han entendido ni jota. Peor aún, han rechazado esta perspectiva porque no piensan como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16, 23).

Jesús por eso sube a tres de ellos al monte y les revela su gloria divina, esplendor de Verdad y de Amor. Quiere que esta luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, y el escándalo de la cruz sea para ellos insoportable. Tras este hecho prodigioso, Él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín lo resume con bella expresión de puro sublime: «Lo que es este sol para los ojos de la carne, es aquél [Cristo] para los del corazón» (Sermón 78, 2).

Todos, a la postre, necesitamos luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo, en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9). Es, pues, cuestión de subir con Jesús al monte de la oración y, contemplar su rostro lleno de amor y de verdad. Dicho en resumen: es cosa de permitir que Él nos colme interiormente de su luz.



La vida está hecha de momentos, malos unos, buenos otros, a la espera siempre de que lleguen los mejores. La Transfiguración de Cristo -resumiendo- representa uno de los acontecimientos centrales en su vida terrenal que se encuentra relatado con llamativos detalles y sugerentes matices en los Evangelios. En sí misma, es el cumplimiento de todas las teofanías y manifestaciones de Dios, una consumación perfeccionada y completada en la persona de Jesucristo. El Hijo amado del Padre nos lo dijo todo en este episodio de luz tabórica. A nosotros nos queda obedecer al Padre, secundar su divino exhorto y escuchar, sí, escuchar a Quien, radiante y transfigurado, nos lo dijo todo de una vez y para siempre.

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