«Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad»



El Corpus Christi es, por excelencia, la fiesta del Señor. Congregados junto al altar, custodia bajo palio y adoración transfigurada en los corazones, advertimos con asombro que resulta logrado compendio de todo el año litúrgico. Si el Jueves Santo es día del amor fraterno, del sacerdocio, de la Eucaristía y de la Unidad, el Corpus Christi es celebración de altísimo vuelo místico y sublime alabanza al Cuerpo y Sangre de Cristo. Es día de la Caridad suavísima y transustanciada en alimento perdurable. Copiosos y danzarines, pétalos de rosa bajan ese día contoneándose casi con zarandeo de tango desde balcones engalanados al paso de la procesión. Los fieles alfombran de flores las calles y perfuman con incienso los altares y estaciones del recorrido. Cristófora ella, la custodia recorre plazas, plazuelas y campos entre olor a romero y tomillo y, a menudo, con palabras del alma y clamor de la mente bajo un sol de adulta primavera.

La del Corpus Cristi es jornada propicia más que ninguna para caminar junto a nuestro Camino, Verdad y Vida. «Levántate y come -le dijo el ángel de la teofanía del Horeb a Elías-, porque el camino es demasiado largo para ti» (1 R 19,7). Enseña el Corpus que cada uno puede hallar, en el itinerario de la custodia, su propio camino, a condición de que acertemos a encontrarnos, a fuerza de cantar «al Amor de los amores», el Pange lingua, o absortos «de rodillas delante del Sagrario», con Aquél que es Palabra multiplicada y Pan bajado del cielo. Porque la Eucaristía es el sacramento de un Dios que nunca nos abandona por trochas y veredas de la vida, sino que se nos allega corazón adentro y va junto a nosotros, codo a codo, haciéndose camino, dirección y meta.

Es también el Corpus invitación a caminar alegres y llenos de fe, con despierta esperanza y fraternidad itinerante. Es la Eucaristía, por excelencia, misterio de comunión, de acoger y compartir, cuya regla proclama que lo mío es tuyo; y lo tuyo, mío. Bueno será, por tanto, probar a vivirla con aire del Corpus. Instituido este hermoso día precisamente para tomar conciencia de Cristo sacramentado entre los hombres con los sagrados alimentos de su santísimo Cuerpo y de su preciosísima Sangre, ofrece el remedio de la inmortalidad y la prenda de la Resurrección.

La inquietud del espíritu, por otra parte, hará comprender desde la quietud del alma que la Eucaristía es, a la vez, alianza, banquete y sacrificio. «Esta es la sangre de la Alianza que el Señor ha hecho con vosotros, dijo Moisés al pueblo» (Ex 24,8). Dios, efectivamente, hizo alianza con su pueblo en el Sinaí. Sangre, pues, de alianza antigua y figura de realidad nueva en Cristo, el nuevo Moisés. Con su plegaria -«La copa de la salvación levantaré, e invocaré el nombre del Señor» (Sal 115,13)-, el salmista predijo lo que sería nuestra oración delante del Sacramento, ya en el Jueves Santo, ya en el Corpus, ya en la santa Misa: « ¡La sangre de Cristo purificará nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!» (Hb 9,14).

El sacrificio de Cristo -«Tomad, este es mi cuerpo… Esta es mi sangre de la Alianza» (Mc 14, 22.24)- borra los pecados y nos lleva al culto verdadero. Los sacrificios de la antigua Alianza encuentran en este de Cristo su plenitud. Durante la Cena pascual Jesús instituyó, sin duda, su banquete eucarístico, sí, pero de la «nueva y eterna Alianza» (consagración del cáliz). Y en cada Corpus se pasea desde la custodia, imagen visible de la realidad invisible, como sacramento, esto es, como alianza, banquete y sacrificio a la vez. El pueblo que adora genuflexo, invoca a Dios desde el fondo del alma valiéndose de las especies sacramentales de pan y vino que Jesucristo pone a su alcance.



Claro es que los grandes Padres de la Iglesia no conocieron la institución del Corpus. Pero ello tampoco impide afirmar que sí vivieron y enseñaron su realidad mistérica de sacrificio y sacramento. En el insigne pastor de almas Agustín de Hipona corpus Christi alcanza una riqueza inusual de sentido. La Eucaristía es, ante todo y según él, misterio de amor que afecta de lleno también a los fieles. Le doy la palabra:

« Los fieles –afirma- conocen el cuerpo de Cristo (corpus Christi) si no descuidan ser cuerpo de Cristo (corpus Christi). Sean hechos cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espíritu de Cristo. Del Espíritu de Cristo no vive sino el cuerpo de Cristo […] ¿Quieres vivir del Espíritu de Cristo? Mantente en el cuerpo de Cristo (ya que) el cuerpo de Cristo (corpus Christi) no puede vivir sino del Espíritu de Cristo. De ahí es que, al explicarnos el apóstol Pablo este pan, afirme: Los muchos somos un único pan, un único cuerpo (1 Cor 10,17). ¡Oh sacramento de piedad! ¡Oh signo de unidad! ¡Oh vínculo de caridad! Quien quiere vivir, tiene dónde vivir, tiene de qué vivir. Acérquese, crea, incorpórese para ser vivificado» (In Io. Eu. tr. 26, 13).

El de Hipona desarrolla todavía otro simbolismo al respecto desde el bautismo que nos convierte en «cuerpo de Cristo», pues nos incorpora individualmente a Cristo y hace de nosotros sus miembros vivientes. Así convertidos, no solo tenemos derecho a recibir el cuerpo eucarístico, sino que comulgándolo continuamos una vida de corte bautismal. El Santo puede por eso decir: «Vosotros sois eso mismo que habéis recibido» (Sermón 227).

Fuerte expresión, sin duda, pero no rara en el Obispo de Hipona, que escribe en otra parte: «Si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el Amén, y con vuestra respuesta lo rubricáis» (Sermón 272). He aquí, por cierto, el Amén que los fieles pronuncian al recibir la comunión según el rito establecido a partir del Vaticano II.

«Puesto que sufrió por nosotros –insiste-, nos confió en este sacramento su cuerpo y sangre y, por su misericordia, somos lo que recibimos […] También vosotros estáis sobre la mesa, también vosotros estáis dentro del cáliz. Sois vino conmigo: lo somos conjuntamente; juntos lo bebemos, porque juntos vivimos» (Sermón 229, 1.2). El juego de palabras –bebemos / vivimos (simul bibimus quia simul vivimus)- no podía faltar en el retórico Agustín de Hipona. Pero esta vez, además, con valioso argumento ecuménico, por cierto, para la intercomunión.

Y porque cada cristiano vive de la vida espiritual de Cristo, todos los cristianos, siendo incorporados de la misma manera, se encuentran en consecuencia unidos entre sí bajo el mismo jefe. La reflexión agustiniana, pues, tiende a la formación de un organismo inmenso, cuya cabeza es Cristo y los cristianos sus miembros: es el «cuerpo místico», Cristo total (Christus totus), que desfila por las calles –juntos Cabeza y miembros- en la solemnidad del Corpus Christi.



Aparece, pues, la Eucaristía como medio de incorporación al Cristo total. De la asimilación individual a Cristo, Agustín se eleva a la asimilación colectiva, la cual se realiza por medio del simbolismo de los elementos eucarísticos. Él nos propone, desde luego, ir más allá de lo que se ve, para comprender el «cuerpo de Cristo», una expresión que recubre a su entender múltiples sentidos: ante todo, el de cuerpo de Cristo presente en la Eucaristía; pero luego también los diferentes medios que permiten hacer con él un solo cuerpo.

Agustín se desliza a menudo del primer sentido al segundo, es decir, del realismo al simbolismo; nunca a la inversa: del último al primero. Temas son estos que se suceden y encadenan, aunque en modo alguno se identifiquen (Sermones 227 y 229). Es tal su encadenamiento que san Agustín no duda en colocar, mediante un mismo impulso, el cuerpo personal de Cristo y el eclesial: «Grandes son estos misterios –reitera-; grandes en verdad» (Sermón 227). Grandeza ella, en resumen, que brilla el día del Corpus -gracias a la fe de la Iglesia-, solemne y procesional, comunitaria y ecuménica, fervorosa y compartida.

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