La hora de la Navidad



Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado (Is 9, 5): Es la hora de la Navidad. El júbilo cristiano se viste de fiesta y luce sus mejores galas camino de Belén, el mismo lugar adonde también acuden con presura unos pastorcillos que en medio de la noche santa majadeaban sus ganados allá en los cercanos alcores cuando de pronto una luz grande les brilló (Lc 2,9), y un ángel del Señor les dio la Buena Noticia, esa que podemos denominar Noticia de las noticias: la más grande, sin duda, de cuantas jalonan la Historia de la Humanidad.

Es la hora de la Navidad. De la Verdad cabría decir mejor, por cuanto las grandes fiestas derivan de la Natividad de Jesús. Lo proclama el acto penitencial de la Misa: Señor, naciste pobre y nos enriques con tu amor. / Nosotros preferimos acaparar riquezas haciendo pobres a los demás. / -Señor, preferías servir y nos vistes de dignidad. / Nosotros queremos que los demás nos sirvan / -Señor, nos perdonabas y bendecías con la paz. / Nosotros nos dividimos, resentidos, y nos enfrentamos con violencia. Y por eso la paz sigue estando lejos de nosotros/ -Señor, ten piedad.

Insiste hoy con su habitual soniquete la Escritura para mejor recordarnos que un niño nos ha nacido. Es el milagro de la vida, que triunfa sobre la nada, lo cual supone tanto como decir sobre la muerte. Porque cada niño es una promesa, un proyecto de futuro en el presente, un acorde de esperanza en la bondad, un mundo de posibilidades en germen dentro del rebujo de nervios que duerme reclinado en el regazo de la madre. En su llanto y en su sonrisa Dios acaricia a todos los hombres. En sus tiernos ojos, inocente actitud y saludable sonrisa, sigue Dios bendiciéndonos en ese Hijo suyo encarnado y nacido débil, necesitado del calor de una madre, la Virgen María, imagen purísima de la Iglesia.

Asesinar a un niño, por tanto, es tanto como pretender acabar con la vida del Niño Jesús. Desdichadamente los Herodes de turno de esta hora incierta siguen brotando por todos los rincones del orbe. No es uno, como entonces; son muchos. De ahí la necesidad de impedir a todo trance la estudiada incentivación del abuso de menores, del médico infame entregado precisamente a todo lo contrario de su juramente hipocrático, adaptado a nuestro tiempo por la Organización Mundial de la Salud, y que sigue siendo todavía el mejor código ético que los médicos poseen.

«Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo» (Hb 1,1). Después de los Profetas, Dios envía a un mensajero que ya no es portavoz como los otros; es el Hijo; es incluso la Palabra. Lo extraordinariamente bello y prodigioso aquí es que tales palabras tuvieron su refrendo histórico hace ya 2.000 años largos.

San Lucas nos traslada con su bella narración a la Noche Santa de Belén. Una vez allí emplazados, describe todo con sorprendente laconismo en esta escueta frase: «Y dio a luz a su Hijo primogénito» (2, 7): «Belén abrió así el Paraíso. Abrió el Edén. Venid y veamos, canta un famoso himno en la Natividad del Señor. Encontramos la alegría en secreto; venid y tomemos posesión del paraíso, el sitio en que florecerá luego el perdón. Allí se halla e! pozo del que quiso beber David en su ancianidad. Allí la Virgen ha dado a luz a un niño, y enseguida cesa la sed de Adán y de David; por eso, acerquémonos a Belén donde por nuestra causa ha nacido el Dios eterno como un niño pequeño» (Anónimo, Himno en la Natividad del Señor). Él es nuestra Paz. Es el primogénito de toda la Humanidad.



Pañales y pesebre señalan, según doctrina del Crisóstomo, un nacimiento humano. Y es que el verbo de Dios se encarnó, se hizo un humilde niño. De modo que, como asegura san Ambrosio de Milán, «Él ha sido pequeño, Él ha sido niño, para que tú puedas ser varón perfecto; Él ha sido ser desligado de los lazos de la muerte. Él ha sido puesto en un pesebre, para que tú puedas ser colocado sobre los altares; Él ha sido puesto en la tierra, para que tú puedas estar entre las estrellas; Él no tuvo lugar en el mesón, para que tú tengas muchas mansiones en los cielos. […]. Te debo más, ¡oh Señor Jesús!, por tus sufrimientos que me redimieron, que por tus obras que me crearon. De nada me hubiera servido haber nacido sin el provecho de la redención. Ves que está entre pañales, no ves que está en los cielos. Oyes el vagido del niño, no sientes el mugido del buey que reconoce a su Señor» (Exposición sobre el Evangelio de Lucas, 2, 41-42).

El nacimiento del Hijo de Dios en Belén, Casa del Pan, de María Virgen,
supone una revolución universal, un cambio radical de valores. Aquel niño del
pesebre era la semilla de un hombre nuevo, que él llamaría Reino de Dios. Entre sonrisas y lágrimas nos gritaba que otro mundo es posible, si acertamos a poner los medios. Porque: El camino de la felicidad pasa por la austeridad. El de la paz, por la justicia. El de la abundancia, por la solidaridad. El de la liberación, por el esfuerzo. El de la recuperación, por la iniciativa. El de la convivencia, por la generosidad. El de la salvación por el amor.

La pregunta se hace inevitable: Después de veinte largos siglos, ¿puede afirmarse, por ventura, que hemos aprendido la lección de la Navidad? Ya me gustaría, ya, dar así, a bote pronto,una respuesta afirmativa, radical, absoluta, confortadora. La realidad, sin embargo, dice que no es ello posible en todos sus extremos. Porque celebramos, sí, las «Navidades», pero no vivimos la Navidad. Las «Navidades» nos apaciguan, nos conforman, nos adormecen, nos regalan y nos engordan. La Navidad, en cambio, nos interpela, nos despierta, nos alegra, nos ilumina y nos enciende. Pasan las Navidades. Permanece la Navidad. Las Navidades se dan la mano con las ilusiones. La Navidad, con la esperanza. Las Navidades se visten lujosa y escandalosamente. La Navidad se engalana de austeridad. Las Navidades nos instalan en el sedentarismo. La Navidad, por el contrario, nos estimula en el camino siempre andadero, aunque difícil, de la aventura. Las Navidades convierten el misterio en consumo. La Navidad se arrodilla ante el misterio en adoración. Las dos son contemplativas. Las Navidades, de los escaparates y de la vida de consumo. La Navidad, en cambio, del Misterio de Dios, el que renueva, eleva y dignifica las cosas.

La Navidad, por eso mismo, es la fiesta de la creación renovada. Los Padres interpretan el canto de los ángeles en la Noche santa a partir de este contexto: se trata de la expresión de la alegría porque lo alto y lo bajo, cielo y tierra, se encuentran nuevamente unidos; porque el hombre se ha unido nuevamente a Dios. Para los Padres de la Iglesia forma parte del canto navideño de los ángeles el que ahora ángeles y hombres canten juntos. ( ... ) En el establo de Belén el cielo y la tierra se tocan. El cielo vino a la tierra. Por eso, de allí se difunde una luz para todos los tiempos; y por dicha razón asimismo, brota de allí la alegría y nace el canto y letifica la juventud.

Traigo a cuento de todo esto la entonada palabra del Obispo de Hipona san Agustín. A propósito del vaticinio de Isaías alusivo a la llegada mesiánica en Belén, allí donde profetizó diciendo que El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande (ls 9,1), desciende con su exhorto pastoral para recordar que en Navidad Dios quiere nacer en ti para iluminar tu vida y ayudarte a ser luz para los demás.

Acoge ese rayo de luz que llega hasta ti, sigue insistente el de Hipona: Viene en forma de ternura: déjate llevar por ella. Viene en forma de alegría: camina a su lado y contágiala. Viene en forma de paz: ofrécela a todos sin distinción. Viene en forma de comprensión: que sea alimento de la acción. Viene como sencillez: no lo busques en las cosas complicadas. Viene como generosidad: entrégate intensamente a los demás. Viene como perdón: repártelo a todos y sé puente de unión. Viene como armonía: deja que llene tu corazón.



El clásico villancico castellano lo supo decir para siempre con elegancia sin par mediante la pluma serena de José de Valdivielso, al cantar delicioso: Pues hacemos alegría / cuando nace uno de nos / ¿qué haremos naciendo Dios? Igual que los refranes, el villancico encierra sublimes dosis de sabiduría. Y bien que lo prueba el autor aquel de villancicos medievales que invitaba a los poetas navideños a cantar, diciéndoles: Cantad con donaire, / que la gracia consiste en el aire. Música y letra, danza y compás, horas de religioso júbilo. Tiempos de paz. Porque al fin se ha cumplido. Se ha cumplido, sí. Al fin Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado.

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