El Titanic y La banda que siguió tocando

Cien años después del hundimiento, es curiosa la fascinación que sigue produciendo el Titanic. La reposición de la película de Cameron –premiada con once Oscar hace quince años– coincide con la exposición itinerante, que llega ahora al Museo Marítimo de Barcelona –con doscientos objetos originales y fieles recreaciones de las estancias interiores del trasatlántico–. Todo un lujo para los fanáticos de un barco, que no se ha hundido en el olvido. ¿Por qué nos atrae tanto la historia el Titanic?

La pasión que despierta el Titanic parece universal. Para los historiadores sociales es como un microcosmos de la sociedad de principios del siglo pasado. Para los amantes del mar, es el naufragio definitivo. Para los enfermos de nostalgia, evoca tiempos pasados. Y para los que sueñan despiertos, significa el misterio de tantas cosas que pudieran haber ocurrido, tan sólo si…

No sé por qué me han interesado tanto siempre las historias de barcos – ya que no sé nadar y me mareo cuando voy en ellos, o precisamente por eso, ¡vete a saber! –, no tanto los cruceros –aunque todavía veo episodios de Vacaciones en el mar, la serie preferida de Andy Warhol–. Es, más bien, la idea del lugar cerrado en que tenían que pasar todos aquellos días, los viajeros trasatlánticos.

Los barcos son el escenario de algunas de mis novelas preferidas –la maravillosa Nave de los locos de Katherine Anne Porter–, una obra de teatro –que todavía recuerdo haber escuchado en Radio Nacional de España, cuando era adolescente– y películas como la de James Cameron –sin lugar a dudas, su obra maestra–, que toma la historia de amor del film de Negulesco – El hundimiento del Titanic (1953) y las secuencias del naufragio de Roy Ward Baker –La última noche del Titanic (1958) –, para crear la ilusión de que el barco es como un ser vivo, en un relato ensoñador, casi fantástico.

¿UNA PROFECÍA ANUNCIADA?

Era todavía un niño, cuando compré en los años setenta, en Londres, la obra clásica que escribió Walter Lord en 1956 –A Night To Remember–, en una magnífica edición ilustrada de Penguin –ahora publicada en Debolsillo como La última noche del Titanic–. Es él quien habla primero del libro de Robertson, que acaba de editar Nórdica en castellano…

En 1898 un autor desconocido llamado Morgan Robertson publicó una novela sobre un fabuloso trasatlántico, más grande que ningún otro que se hubiera construido. El escritor lo llenó de personas ricas y complacientes, hasta que una fría noche de abril chocó contra un iceberg. La historia mostraba así la futilidad de todo. Por eso llamó el libro Futility, cuando apareció editado en 1898 por Mansfield, años antes de que el Titanic se hundiera otra noche de abril en 1912.

La nave construida por la Línea Estrella Blanca recuerda hasta en sus dimensiones el barco de la novela de Robertson (sesenta y seis mil toneladas en la realidad, setenta mil en la ficción, con apenas ochenta y dos pies y medio de diferencia en la extensión). Ambos tenían una estructura similar y alcanzaban una velocidad parecida. Los dos podían llevar tres mil personas, pero no tenían barcos salvavidas suficientes. Ya que se pensaba que no podían hundirse. Por si todo esto fuera poco, Robertson llamó a su barco Titán, ¡titulando su libro El hundimiento del Titan!

EL BARCO QUE NO SE PODÍA HUNDIR

No es éste por supuesto el primer caso de lo que parece una profecía anunciada. Las novelas de Julio Verne, o hasta los comic de Tintín, muestran artefactos que luego se harían realidad, pero existían mucho tiempo antes en proyecto. La novela de Robertson no sólo demuestra que estaba muy bien informado sobre temas navales, sino que saca unas conclusiones sobre la vida que muchos de los contemporáneos del Titanic entendieron claramente, después de pensar que “Dios no podía hundir este barco”.

Cuando la esposa de Albert Caldwell contemplaba cómo el personal de cubierta cargaba con el equipaje el 10 de abril de 1912 en Southampton, preguntó a uno de los mozos: “¿Es verdad que este barco no se puede hundir?”. El chico le contestó: “Así es, señora, ¡ni Dios mismo podría hundir este barco!”. Los pasajeros de este trasatlántico que iniciaba así su primer viaje a Nueva York, no podían ni imaginar lo que ocurriría cuatro días después, veinte minutos antes de la madrugada…

Uno de los seis vigías que contemplaba la tranquila noche, Frederick Fleet, dice que no recuerda un mar tan calmado y un cielo tan despejado como el de ese domingo. Hacía mucho frío, pero no se veía luna, ni había nubes que ocultaran el cielo estrellado. El Atlántico parecía un mar de cristal, cuando Fleet vio de repente algo oscuro enfrente suyo, más negro que la propia noche. Al principio era pequeño, pero cada segundo crecía más y más. Rápidamente el vigía hizo sonar una campana tres veces, advirtiendo del peligro, mientras levantaba el teléfono para llamar al puesto de mando.

LOS QUE SE SALVARON

Cuando empezaron a sacar a los pasajeros de los camarotes, cada uno se llevaba lo que le parecía más importante salvar del naufragio. La mujer de Adolf Dyker llevaba por ejemplo una caja con dos relojes de oro, dos anillos de diamantes, un collar de zafiros y doscientas coronas danesas. Otros como la señorita Edith Russell, preferían llevar una especie de mascota como un cerdo de juguete con música, al que tendría especial cariño. Hay quien llevaba los libros que tenía en la mesilla, como Lawrence Beesley, o un revolver y un compás, como Norman Campbell Chambers. Hubo hasta quien guardó cuatro naranjas bajo su blusa, como el camarero James Johnson.

En segunda clase viajaba un joven estudiante de teología llamado Stewart Collett. El se llevó la Biblia, que prometió a su hermano que llevaría siempre consigo, hasta que se volvieran a ver. El pastor Robert Bateman se quedó de pie en la cubierta mirando como su cuñada, la señora Ada Balls, subía al bote. “Si no nos volvemos a ver de nuevo en este mundo –le dijo– nos veremos en el otro”. Mientras bajaba la barca, se quitó su alzacuello y se lo dio a ella como recuerdo, mientras la orquestina tocaba hasta el final en la cubierta.

Hay muchas leyendas en torno al Titanic. Todos están de acuerdo en que el barco chocó a las doce menos veinte, y se hundió a las dos y veinte, pero sobre todo lo demás hay muchas versiones… Muchos supervivientes insisten en que el barco que los recogió –el Carpathia– era la mitad de grande que el Titanic, cuando los dos eran muy parecidos (aunque el Titanic tenía mil cuatro toneladas más). Otros imaginan campos de golf, pistas de tenis y vacas lecheras, que nunca existieron. Casi cada una de las mujeres que sobrevivieron, dice haber salido en el último bote. Obviamente, esto no era posible, pero ¡quién se lo iba a discutir!

LA BANDA SIGUIÓ TOCANDO

Uno de los temas más curiosos de discusión sobre el hundimiento del Titanic es cuál era la música que tocaba la orquestina hasta el último momento. Muchos supervivientes recuerdan el himno ¡Más cerca, oh Dios, de Ti!; otros, uno de origen episcopal llamado Otoño; aunque a algunos les sonaba a algo más alegre, como jazz. Lo que hoy nadie duda, es que tocaron hasta el final. Aunque en cierto momento pararon, ¡claro!

Cien años después, cruzaba la noche del hundimiento el Canal de la Mancha, leyendo un nuevo libro que se ha publicado sobre el tema. Lo ha escrito mi amigo Steve Turner, un poeta y periodista evangélico, especializado en temas musicales. Se llama The Band That Played On –La banda que siguió tocando–. Y lo ha publicado en Estados Unidos, la editorial Nelson.

Habla de cada uno de los ocho músicos que formaban la orquesta. Cuenta cómo se reunieron en el barco sin haberse conocido antes, unidos por una agencia formada por dos hermanos, que no eran de la compañía naviera. Así que no tenían obligación de seguir tocando. Venían de diferentes países y se habían criado en distintas iglesias, pero conocían bien los himnos que los supervivientes recuerdan que tocaban al final –aunque al principio tocaran músicas populares–.

La figura clave es sin duda su director, Wallace Hartley. Venía de una pequeña capilla metodista independiente en Colne (Lancashire) –resultado del Avivamiento evangélico, producido por la predicación de Wesley en el siglo XVIII, pero entonces divididos en cuatro ramas: libres, primitivos, independientes y wesleyanos–. Su padre era el fundador de la iglesia en ese pueblo, donde supervisaba la escuela dominical. Allí Wallace aprendió a tocar el violín, al unirse al coro. Su himno favorito era ¡Mas cerca, oh Dios, de Ti!

“¡MÁS CERCA, OH DIOS, DE TI!”
Basado en la historia bíblica del sueño de Jacob (Génesis 28:10-22), llegó a ser especialmente popular en las iglesias protestantes, aunque fue escrito por una unitaria en un periodo de crisis. Sarah Flower Adams había tenido una educación ortodoxa, pero luchaba con dudas de fe, cuando escribió este himno en 1841, con música de su hermana Ella. Debido a ese trasfondo no trinitario, no fue incluido en el himnario bautista y metodista, pero sí que estaba en el metodista independiente de Hartley –de donde viene el error de Lord, que se inclina, según el testimonio de algunos supervivientes, por el episcopal Otoño, conocido también por su primera línea, Dios de misericordia y compasión–.

Lo cierto es que el hecho de que sonara un himno, mientras se hundía el Titanic, se ha convertido en una expresión de futilidad en lengua inglesa. Es la imagen del extraño espectáculo de músicos cayendo e instrumentos volando por el aire, mientras las luces parpadean, hasta apagarse definitivamente. Sólo una lámpara de keroseno destellaba en el mástil más alto, mientras el barco se hundía...

Este cuadro, lejos de hablarnos de la ausencia de Dios, nos muestra la realidad de Aquel que está al control de todas las cosas. Es cierto que estamos en un barco, que muchos piensan que ni Dios mismo podría hundir. La vida nos enseña todo lo contrario. No tenemos en este mundo otra seguridad que la que Dios nos da. Él tiene la última palabra, y el control sobre nuestras vidas. Por eso podemos cantar:

¡Más cerca, oh Dios de Ti, más cerca, sí!
Aunque una dura cruz me oprima a mí.
Será mi canto aquí: ¡Más cerca, oh Dios, de Ti,
más cerca, sí!

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