Cuando los cómics se llamaban tebeos

Estos días de vacaciones, no es difícil acordarse de los tiempos en que los años se contaban por los veranos. Si nuestra infancia es nuestra única patria –como decía el autor de El Principito –, parece que cuando uno se hace mayor, se sorprende cada vez más enfermo de nostalgia. Es por eso que llevo adquiriendo desde hace unos meses, una edición que ha hecho Salvat para coleccionistas, de los números extra del antiguo TBO –la revista que dio nombre a los cómics en España desde principios del siglo pasado–, que leen ahora mis hijos.

En 1917 un impresor decidió publicar una revista infantil en Barcelona, que incluyera cuentos, pasatiempos, chistes, ilustraciones y algunas historias en viñetas. La llamó Te veo, pero se convirtió en TVO, hasta ser TBO –no sin quejas, ¡por considerarlo un atentado a la ortografía1–. Muy pronto un joven empresario catalán, que volvía de Latinoamérica, adquirió la cabecera. Era Joaquín Buigas (1886-1963), nieto del arquitecto del Liceo, hijo del escultor del monumento a Colón, hermano del diseñador de las fuentes luminosas de Montjuïc, y creador de la familia Ulises –ilustrada por el dibujante de Menorca, Marino Benejam (1890-1970) –.

La familia Ulises representa uno de los mejores retratos costumbristas de la sociedad española. Nacida a mediados de los cuarenta, cuando la conocí yo, era a finales de los sesenta, la época en que sus personajes compran la televisión, la lavadora automática o el aspirador, como pioneros de la incipiente sociedad de consumo. La familia refleja sin piedad las bondades y mezquindades de la pequeña burguesía de la época, sus prejuicios y prepotencia, así como la importancia del consumo para el ascenso social. Un sentimiento dominante lo impregna todo: el miedo al fracaso de quien, en el fondo, se sabe frágil.

LOS TEBEOS DE NUESTRA INFANCIA
Aunque he de confesar que TBO no era precisamente mi revista favorita. Creo que mi padre me la solía comprar más bien por su precio que por su contenido –igual que hacía con los semanarios valencianos Jaimito y Pumby, que intentaban todavía competir en los sesenta con la innumerable serie de cabeceras de la poderosa editorial catalana Bruguera–. Mis preferidos siempre fueron los personajes norteamericanos más conocidos, que publicaba la editorial mexicana Novaro. Mi madre me los traía del quiosco cada mañana, el tiempo que estuve enfermo en la cama, mientras mi padre intentaba sobrevivir en Nueva York, aquella violenta época que estuvo en los barrios del Bronx y del Harlem –evocada por tantas series de policía en los años setenta–.

Aunque yo vivía en Carabanchel, no puedo decir que era un chico de barrio. Mis padres no me dejaban salir a jugar en la calle. Como en casa al principio no había televisión, y yo soy uno de los pocos españoles a los que no les gusta el fútbol, me dedicaba –como buen hijo de librero– a devorar cualquier cosa impresa. La verdad es que he leído siempre de todo. La sección infantil de la Biblioteca Central de Madrid la fui consumiendo entera, poco a poco. Aunque las experiencias más cercanas a la felicidad que recuerdo, siempre empezaban con las páginas de un tebeo. Todavía hoy desprenden ese olor inconfundible de bocadillos de Nocilla y largas tardes de verano, cuando todo estaba por descubrir…

CRÓNICAS DE ESPAÑA
Manolo Vázquez Montalbán decía en su Crónica sentimental de España que “el Pulgarcito se había convertido en la crónica más veraz de la vida española”. Era cuando uno leía Carpanta, El repórter Tribulete, Doña Urraca, Zipi y Zape, o Las Hermanas Gilda, que se hacía realmente una idea de lo que pasaba en nuestro país. Ya que “eran crónicas elípticas, pero reales”, como dice Montalbán. Los tebeos del franquismo eran los únicos sitios donde se podía leer del hambre, el estraperlo, el timo, el pluriempleo, las oficinas siniestras, las colas, los embotellamientos del metro, la violencia doméstica y las restricciones de energía. Una espesa capa gris se extendía por un país en blanco y negro, donde imperaba la mediocridad y la necesidad de supervivencia.

Aunque a casi nadie le sobraba el dinero entonces, la radio, el cine de barrio y los tebeos eran el principal entretenimiento que teníamos, hasta llegar la televisión. Se trasladaron, de hecho, al lenguaje cotidiano muchas expresiones que venían de los tebeos, como decir que alguien “pasa más hambre que Carpanta”, o cuenta “más batallitas que el abuelo Cebolleta”. Se decía que una mujer era “más fea” o “más mala que Doña Urraca”. Había niños “más traviesos que Zipi y Zape”, o “tan listos como Pitagorín”. Otros estaban “tan locos como Carioco”, se parecían a Facundo o eran como Don Tacañete. Había solteronas como las Hermanas Gilda, periodistas como el repórter Tribulete, y edificios que parecían el 13 de la rúe del Percebe…

MÁS ALLÁ DE LA CENSURA

El peculiar lenguaje de los tebeos se caracterizaba por las más extrañas maldiciones, en aquella época de censura. La Iglesia cuidaba entonces de las costumbres y moralidad de todos los medios informativos. Sus vigilantes estaban por eso tan ocupados, que apenas prestaban atención a esta impresionante crónica de la vida cotidiana. Es en los tebeos donde encontramos los sentimientos, costumbres y modas de la España franquista. Mientras el Cola-Cao y los bocadillos de mortadela llenaban los estómagos de nuestra generación, nos indignábamos de los injustos castigos de Zipi y Zape, y contemplábamos con extrañeza los anhelos de Doña Benita porque Don Pío ascendiera en su mediocre empleo de oficinista.

A finales de los años cincuenta se agudizan las normas de censura de la prensa infantil. Algunos personajes, como Doña Urraca, tienen que suavizar su actitud corrosiva, o simplemente desaparecer, como la suegra Doña Tula de Escobar. Se sustituyen palabras como guardia por gendarme, peseta por piastra, y las historias suceden en un lugar o país indeterminado. Ahora uno entiende por qué aquellas ciudades no tenían nombre. Desde 1964 hasta 1976 hubo una legislación que obligaba a llevar las revistas a la Dirección General de Prensa para controlar su contenido. Te entregaban entonces un albarán con un “aprobado”, y si había algo que retocar, te lo indicaban.

UNA MORAL PECULIAR
Los personajes de los tebeos presentan sin embargo un elemento corrosivo, lejos del moralismo de una educación de valores. Muchos son pícaros que representan el modelo del antihéroe de nuestra literatura del siglo XVII. Ante necesidades tan básicas como la de comer, alguien como Carpanta no duda en robar constantemente. Otros como Don Pío, parecen más prudentes y bonachones, pero esposas como Doña Benita, pueden ser tremendamente ambiciosas, mandonas y violentas.

El oficinista se ve como la quintaesencia del español medio, un hombre gris que no aspira más que a un trabajo fijo y estable en una empresa. Las difíciles relaciones con sus jefes llenan muchas de estas historias. Viven dominados por mujeres pendientes de las apariencias, que, ansiosas de ascender socialmente, presumen de vestidos caros y abrigos de visón. Aunque abundan también los solteros frustrados por no haber podido llegar a casarse, como el inefable Rigoberto Picaporte o las deliciosas Hermanas Gilda.

NUESTRAS MEJORES INTENCIONES

El prototipo de bondad de los tebeos de Bruguera es sin lugar a dudas el Gordito Relleno. El más afable de todos , apacible, amable y siempre dispuesto a ayudar. Sus historias consisten sin embargo en cómo las mejores acciones producen los mayores desastres. Un poco como Buñuel, representa el lado oscuro de la caridad humana. Lo mismo le pasa a Zipi y Zape. Su noble actitud contrasta siempre con la forma como se complican todas las cosas, produciendo el caos, que hace que reciban los más crueles y desproporcionados castigos.

La ficción nos muestra así personajes como nosotros, que con las mejores intenciones hacen de su vida una ruina. Como decía Renoir, todos tenemos nuestras razones. La cuestión es que por buenas que sean nuestras motivaciones, causamos las mayores desgracias a todos los que nos rodean. La Biblia en ese sentido nos da un cuadro realista del hombre. No lo presenta como ese ser maravilloso que todos pensamos ser, sino como una criatura llena de contradicciones.

¿EL PASADO FUE MEJOR?
Nos gusta pensar en los años de nuestra infancia como de una bendita inocencia. Aunque las mayores crueldades que hemos visto en la vida han sido a veces en el patio del colegio. Como el Predicador de Eclesiastés podemos decir que “en esta vida he visto un mal que a todos nos afecta” ( 6:1 ). Como los personajes de los tebeos, “trabajamos para calmar el hambre, pero nuestro estómago nunca queda satisfecho ( v.7 ). De hecho, parece que “a fin de cuentas, el sabio no es mejor que el tonto” ( v.8 ).

La lucha de estos personajes contra su destino, nos recuerda la conclusión del Predicador: “Nosotros existimos porque Dios quiso que existiéramos, y hasta nos puso el nombre que tenemos, pero no podemos luchar contra Él, porque es más fuerte que nosotros” ( Ec 6:10 ). De hecho, “nada ganamos con hablar”, puesto que “mientras más hablamos, más tonterías decimos” ( v.11 ). Puesto que “en realidad no sabemos qué es lo mejor para nosotros” ( v.12 ).

Ya entonces había “quienes se quejan de que todo tiempo pasado fue mejor, pero esas quejas no demuestran mucha sabiduría” ( Ec. 7:10 ). Ya que en esta vida, aparentemente sin sentido, “hay gente buena que por su bondad acaba en la ruina, y hay gente malvada, que a pesar de su maldad vive muchos años” ( v.15 ). Ahora bien, “lo que sí he llegado a entender”, dice el Predicador, “es que Dios nos hizo perfectos, pero nosotros lo enredamos todo” ( v.29 ). ¡La Buena Noticia es que Él ha mandado a su Hijo para que lo desenrede! Y su salvación es más que la infancia recuperada.

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