Audaz relectura del cristianismo (29). De machos, hembras y entrambos
Heterosexualidad y sacerdocio
Lo desafortunado a que me refiero es el ejercicio del derecho que se abrogan los dirigentes eclesiales de seleccionar para el sacerdocio solo a los “enteramente varones”, a los heterosexuales. De ser rigurosos en las exigencias de ese derecho, el problema no es que hoy haya pocos sacerdotes, sino que van a quedar todavía menos al verse obligados a prescindir lógicamente de los que no den la talla de la heterosexualidad. Si bien la medida de penalizar y orillar por completo a los pederastas es urgente y ejemplar, prescindir de los homosexuales, ordenados u ordenandos, privaría seguramente a la Iglesia católica de excelentes ministros del Señor. Rizando el rizo, uno puede preguntarse qué pasará con los ordenados u ordenandos que sean pedófilos sin ser pederastas u homosexuales.
Pueblo de sacerdotes
Detengámonos un momento en discernir los elementos integrantes del cirio actual. En lo básico hemos de apreciar que no es lo mismo la Iglesia que los ministros eclesiales, pues aquella está formada por todos los fieles, entre los que hay machos, hembras y entrambos, mientras que estos son los que han recibido el visto bueno de los dirigentes eclesiales para ejercer el ministerio sacerdotal. Es necesario insistir en que tanto los homosexuales como las mujeres heterosexuales son parte de la iglesia, pues no creo que haya ningún dirigente tan puritano que, excluyéndolos del sacerdocio, pretenda expulsarlos, además, de ella.
Por otro lado, no parece buen criterio que los méritos para acceder a un ministerio eclesial sean básicamente físicos u orgánicos, como si, vulgarmente hablando, a uno le dijeran que para acceder al sacerdocio tienes que tener testículos y gustarte las mujeres. Entiendo que el desempeño del ministerio sacerdotal debería depender, más bien, de la conducta del candidato, de su actitud frente a la vida, sin que importe que se trate de un “enteramente varón”, de un homosexual o de una mujer. Lo único que debería importar es que el candidato esté dispuesto a llevar una vida ejemplar y a vaciarse en el servicio sacerdotal. Lo que realmente pone a salvo a un candidato al sacerdocio de convertirse en depredador sexual no son sus gustos en ese campo sino su vocación y su total entrega al servicio de sus semejantes. Tan depravados pueden llegar a ser una mujer como un hombre, un heterosexual como un homosexual.
Insisto en que, para la misión sacerdotal de animar y dirigir el culto, deberían ser elegidos los mejores sin que tenga relevancia alguna que sean machos, hembras o entrambos. La escasez de sacerdotes actual desaconseja la criba previa que ahora pretende llevarse a efecto por el riesgo de dejar en la cuneta a algunos de los mejores. Marginar a dos tercios de la población como fuente de vocaciones no parece que sea una medida acertada.
Gritos de la humanidad
El papa acaba de proclamar que la Iglesia debe escuchar el grito de la humanidad. Pues bien, clamor popular es hoy que sacerdotes ancianos tengan que ocuparse de varias parroquias y, que haya comunidades cristianas de más de veinte mil fieles. No se puede cargar con tanta tarea a personas tan mayores ni se puede hacer una buena obra de evangelización en parroquias tan grandes. Sería mucho mejor que las comunidades cristianas fueran pequeñas y que al frente de cada una hubiera siempre un líder espiritual que, además, se encargara del culto.
Si la misión sacerdotal se confía solo a hombres heterosexuales, obligados a renunciar al matrimonio, no es de extrañar la alarmante escasez actual. Además, rizando el rizo, uno puede preguntarse para qué diablos necesita la Iglesia varones heterosexuales cuando el celibato obligatorio, impuesto para ejercer el ministerio sacerdotal en occidente, les obliga a inhibir o sublimar su potencia sexual. Además, que los seleccionados sean varones heterosexuales no garantiza en absoluto que sean los menos expuestos a desmanes sexuales, como si el sacerdocio fuera un talismán que inhibiera la pulsión sexual. De buscar esa garantía, lo mejor sería, sin la menor duda, elegir solo a hombres y mujeres felizmente casados que ya tienen legal y dignamente encauzada su actividad sexual. Por otro lado, el celibato obligatorio no se justifica como si se tratara de una exquisitez espiritual para manejar mejor las cosas sagradas, cuando a cualquiera le resulta obvio que tal justificación es una treta para camuflar la auténtica razón de tener a los sacerdotes bien amarrados y libres para poder manejarlos incluso a capricho al no tener cargas familiares.
Como el lector habrá observado, lo dicho cuestiona incluso el contenido de la excusa ofrecida por Mons. Luis Argüello, pues no es cuestión de que los “homosexuales son también perfectamente varones”, sino de que no lo son de ninguna de las maneras, pues quien se siente mujer y actúa como tal es realmente mujer. Subrayemos de paso, como simple curiosidad, que, siendo la orientación sexual lo que determina en última instancia el sexo de un ser humano, la Iglesia católica occidental ha ordenado como sacerdotes a no pocas mujeres al ordenar a homosexuales.
Espero que la sociedad civil no tarde mucho en reconocer a todos los efectos que la auténtica sexualidad de un ser humano viene determinada por su orientación sexual. En los documentos públicos de identidad personal debería hacerse constar la salvaguarda de que el sexo de un individuo, prefijado conforme a sus órganos genitales, pueda ser cambiado sin obstáculo alguno cuando la orientación sexual del sujeto determine otra cosa. Que una persona quiera cambiar de sexo, haciendo que lo que solo es un hombre aparente se convierta en la mujer real que es y viceversa, no obedece a un capricho vicioso sino a una profunda necesidad humana. La administración pública debería prestar todo su apoyo a esos casos.
Quedémonos hoy con que los seres humanos somos como somos y que como a tales debería valorarnos la Iglesia católica (las jerarquías eclesiales). Las exclusiones del ministerio sacerdotal que se han venido haciendo y las que ahora se proponen hacer no conseguirán más que aminorar la fuerza evangelizadora que hay en el seno de la Iglesia. La Iglesia católica haría bien en olvidarse una larga temporada de la sexualidad para centrarse en el vigoroso mensaje de Jesús de Nazaret y buscar a los mejor dotados y posicionados para que ese mensaje produzca su fruto, también en nuestro tiempo, independientemente de que los seleccionados para tal misión sean hombres, mujeres o entrambos. Célibes o casados, con su sexualidad ordenadamente activa o sublimada, los elegidos para el ministerio sacerdotal deben ser seres humanos convertidos en eucaristía, en pan que se parte y se comparte. Solo así podrán celebrarse con dignidad los ritos sagrados y promover la fraternidad evangélica.
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Anteayer, viernes, cuando ya tenía elaborado lo que precede, RD ha publicado una entrevista al papa sobre este tema que me incomoda sobremanera, siendo como soy un ferviente e incondicional admirador suyo. Con el mayor respeto, en aras de la caridad y la justicia debidas a los homosexuales, dejo a continuación constancia de mi malestar.
A la pregunta de si hay límites que no deben tolerarse en la formación de los candidatos al sacerdocio, el papa ha respondido: Evidente. Cuando hay candidatos con neurosis y desequilibrios fuertes, difíciles de poder encauzar ni con ayuda terapéutica, no hay que aceptarlos ni al sacerdocio ni a la vida consagrada. Hay que ayudarlos a que se encaminen por otro lugar, no hay que abandonarlos. Hay que orientarlos, pero no los debemos admitir. Tengamos en cuenta siempre que son personas que van a vivir al servicio de la Iglesia, de la comunidad cristiana, del pueblo de Dios. No olvidemos ese horizonte. Hemos de cuidar que sean psicológica y afectivamente sanos.
Estoy totalmente de acuerdo con lo que dice el papa, pero a condición de que se aplique por igual a homosexuales y heterosexuales, a varones y mujeres, pero me encorajina que aquí se refiera solo a los homosexuales, confundiendo obviamente condición sexual con comportamiento ético. Las neurosis y los desequilibrios fuertes ni se dan en todos los homosexuales ni son exclusivos de ellos. ¡Qué gran despiste! Aunque habla de discernimiento, se queda muy corto al mezclar sexualidad y conducta impropia. Lo dicho demuestra que está condicionado por el arraigado prejuicio de valorar a los homosexuales prácticamente como enfermos psíquicos o depravados morales. Solo pensarlo resulta deprimente y humillante, pues ellos no son ni lo uno ni lo otro.