Desayuna conmigo (martes, 28.7.20) Belleza del cielo profundo

Casa para la Santina

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El título de hoy no se refiere a que haya viajado mágicamente a los bellísimos cielos de los Picos de Europa y de Covadonga, sino a la contemplación relajada de los de mi Sierra de Francia. Anoche me tumbé cómodamente durante un largo rato en la terraza-tejado de mi casa y, acunado por el claroscuro de la noche y de las lucecitas de varios pueblos de las sierras de Béjar y de la Peña de Francia, la imaginación me permitía recorrer las entrañas de un espacio inabarcable, tachonado de tintineantes lamparillas. ¡Imposible meter en la cabeza las dimensiones que dicen que tiene la profundidad celeste, ni siquiera contando con una imaginación joven y atrevida!

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Lo primero que a uno le sorprende es palpar no ya la diminuta dimensión de su propio ser, percibido como menos que una simple mota de polvo, sino la tierra entera, reducida a un punto apenas perceptible en las dimensiones del espacio. El asombro se multiplica ante una estructura dinámica sideral en la que se sujetan cuerpos tan enormes como las estrellas y siguen rutas prefijadas y en la que infinidad de galaxias, como si se atuvieran a un meticuloso acuerdo de paz, se mantienen unas de otras a la distancia debida para no interferir en sus asuntos internos. ¿De verdad creemos que podemos ser los únicos habitantes conscientes de un universo tan gigantesco? Los sabios dicen conocer solo el cinco por cien de su contenido y forma de funcionar. ¿Qué misterios guarda ese otro noventa y cinco por cien?

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La contemplación de tales maravillas aquieta los interrogantes y hace que la mente se recree solo en la evidencia de lo que tiene delante, ese maravilloso algo que está ahí, que siempre estuvo así de bello y que también contemplaron nuestros antepasados, y que seguirá estando y verán sin perder un ápice de su belleza nuestros descendientes. Mientras la situación extática duró, oí en la calle el ruido rítmico de los cascos de las caballerías sobre las piedras y percibí incluso el paso cansado de tantos mogarreños, yendo o viniendo al vergel que entonces eran sus propiedades primorosamente cultivadas con el sudor de su frente y que hoy son monte cerrado. A muchos de ellos los veo todavía luciendo su personalidad en las fachadas de las casas de un pueblo singular, que, a través de la pintura, ha sabido inyectar vida a su pasado, y, en el recuerdo vivo y palpitante, los saludo efusivamente incluso en estos tiempos de simpatías y afectos meramente gestuales.

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Ese escenario me lleva esta mañana de la mano a recordar que, un día como hoy de 1886, se comenzaba a construir la Basílica de Covadonga en otro paraje de similar belleza, con montes empapados de un cielo cuya vigorosa fuerza converge en una cueva donde los asturianos y el resto de los humanos depositan sus más íntimos secretos y sentimientos.

Recordemos que en el interior de la cueva de Covadonga Alfonso I el Católico  construyó en el año 740 una iglesia de madera de tejo, con tres altares dedicados a la Virgen María, a San Juan Bautista y a San Andrés, conocida como el Templo del Milagro porque tal parecía que era mantenerse colgada de la montaña. Al quemarse por completo en 177, un siglo después, contando con el apoyo de Alfonso XII, se decidió construir un nuevo templo en la explanada contigua, en piedra caliza rosa, conforme al diseño realizado por el alemán de Coleao, Roberto Frassinelli, obra para la que se pidió limosna en toda España.

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Covadonga sigue siendo uno de los lugares de referencia internacional en lo que al culto mariano se refiere a pesar de lo mucho que ha cambiado nuestra mentalidad, porque, aunque seamos hombres del s. XXI y nos atrevamos a cacarear  nuestros logros científicos y nuestras especulaciones mentales, lo cierto es que nuestras dudas existenciales y nuestras necesidades espirituales siguen siendo las mismas que las de quienes nos legaron un rico patrimonio cultural y religioso de relación con lo misterioso, es decir, con lo que no podemos comprender, y, de forma especial, con una divinidad benevolente a la que confiamos nuestro propio devenir.

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Sin perder hoy la panorámica de las montañas y de los cielos como reto y horizonte, que, un día como hoy de 1991, Miguel Induráin se proclamara ganador del primero de sus cinco Tours de Francia consecutivos debería remontarnos un poco nuestros ánimos, tan abatidos por un virus que nos desconecta de las estrellas y nos estrella violentamente con la dura realidad de la quiebra de un turismo que traerá el hambre a casa de muchos trabajadores españoles. El ejemplo del gran luchador y sufridor que fue Induráin y que, en sus tiempos mozos, nos montaba a todos los españoles en su bicicleta y nos arrastra pendiente arriba a las cumbres más altas y nos situaba en los podios del honor debería ser sobrado estímulo para que nosotros ganemos hoy los tours que estamos corriendo, sacándole ventaja al coronavirus y descolgando la crisis económica que nos atenaza con tanta virulencia.

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Recordemos, solo de paso y por simple curiosidad, que, un día como hoy de 1858, comenzaba en Argentina algo que hoy nos parece muy habitual, como utilizar las huellas dactilares para la identificación personal, cosa que no deja de tener su interesante historia. Y fijémonos un momento en que hoy se celebra el “día mundial contra la hepatitis vírica”, con el eslogan este año de “por un futuro sin hepatitis”. Nada nuevo descubro si apunto que hay cinco tipos de hepatitis, designadas por las cinco primeras letras del abecedario español, y que las de tipo B y C juntas causan más de millón y medio de muertes cada año, casi el triple de las que lleva causadas el coronavirus. Es ingente la labor que en todo el mundo se está haciendo para erradicar también esos virus, con especial atención a la transmisión maternofilial. La celebración de este día se propone recordárnoslo y recabar nuestro apoyo. ¿Qué familia no se ha visto y se ve afectada en algunos de sus miembros por estas enfermedades?

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Como cristianos, nadie mejor que nosotros puede proclamarse dueño de los cielos, pues, siendo nuestro el “reino de los cielos”, nuestras son sus bellezas, sobre todo las que contemplamos en el “cielo de nuestras almas” y también en el de esas personas queridas de las que decimos que son “un cielo”. Cielos a los que se sube no solo por las empinadas rampas del Tour de Francia, sino también por las más duras cuestas de la lucha contra los virus nocivos que nos matan. ¡Qué gran torpeza la de quienes lanzan redes políticas tratando de sacar partido a las devastaciones víricas! Vivimos tiempos que nos invitan a olvidarnos por completo de otros intereses que no sean la vida, tiempos por tanto de unir manos y mentes en una lucha en la que todos nos jugamos mucho, tiempos, en definitiva, de hacer patente la acción salvadora del Evangelio de Jesús, que vino a este mundo solo para perdonar y hacer el bien. Quien tenga oídos, que oiga y quien tenga ojos, que los abra, pues los cielos son luminosos, pero la humanidad se empecina en caminar en tinieblas.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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