Audaz relectura del cristianismo (55) Bomba nuclear

Palabras como espadas

Explosión nuclear

Con títulos tan hirientes no trato de cortejar la guerra, sino de repudiarla. Sin duda alguna, Dios es el nombre que más llena la boca de los hombres: la de quienes lo invocan como padre, la de los terroristas, la de los blasfemos, la de los tramposos, la de los dictadores, la de los falsos profetas, la de los ricos complacidos, la de los pobres desesperados y la de dirigentes religiosos, parapetados tras lujosas mansiones y ornamentos. Dios es el nombre más alabado y también el más vituperado, el ser del que más hablamos y menos sabemos.

Los diez mandamientos

El nombre de Dios

El segundo de los Diez Mandamientos ordena no tomar en vano su nombre. En su catequesis sobre este mandamiento, el papa ha precisado que “pronunciar el nombre de Dios quiere decir asumir su realidad, entrar en íntima relación con él. A nosotros, cristianos, este mandamiento nos recuerda que hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y que debemos vivir nuestra vida cotidiana en comunión real con Dios, sin hipocresía, como los santos, cuyo ejemplo de vida toca el corazón de todos y hace más creíble el anuncio de la Iglesia”.

Un Dios beligerante

Una de las cosas que más me chocaron en la parafernalia propagandística de la guerra del Golfo Pérsico fue la facilidad con que los presidentes de las potencias enfrentadas, Bill Clinton por EEUU y Sadam Hussein por Irak, invocaban, en los primeros años noventa del siglo pasado, el favor de “su” Dios para aplastar con su poderoso brazo a Satán, identificado lógicamente con el Dios del contrincante, pues el Dios de Clinton venía a ser el Satán de Hussein y viceversa. ¡Cruel contienda, por tanto, de Dios contra Dios o, si se prefiere, de Satán contra Satán!

Marte, dios de la guerra

Tales invocaciones no tenían el poder destructivo de una bomba nuclear, pero enardecían el coraje de los combatientes hasta persuadirlos de que matar al enemigo era lo correcto. Ello viene a demostrar que el nombre de Dios tiene la fuerza destructiva de una de esas bombas. La convicción básica de todo fanático nace del grito del nombre de un Dios sentido exclusivamente como propio. Dios se convierte así en coraza indestructible y en terrible arma arrojadiza e incluso se adhiere al pecho de los fanáticos terroristas como una lapa explosiva.

Recientemente, Bolsonaro ha vuelto a la dinámica de alistar a Dios en sus filas para aprovechar su descomunal fuerza de persuasión electoral. Hablamos de un Dios que, enfundado en la visera de Trump, se convierte más en muñeco divertido que en espectro de terror. Sacarlo en una pancarta electoral es como vestirlo de payaso. Lo terrible del caso es que tal desatino dé alas a tipejos crueles para despojar incluso a los harapientos de sus sucios andrajos.

La vida social se torna irrespirable cuando los dirigentes políticos, ansiosos de sacar el unto a los conciudadanos, convierten a Dios en un arma poderosa para meterlos en cintura. Es lo que han hecho los políticos aludidos. Pero no son los únicos, pues hay miles de ciudadanos y muchos líderes religiosos que también lo hacen para reforzar su posición, para imponer doctrinas y para afianzar tronos. Convence a alguien de que Dios habla por tu boca y lo tendrás a tu merced para despojarlo de sus bienes e incluso para abusar sexualmente de él.

Hemos padecido crudelísimas guerras de religión y padecemos un terrorismo tan despiadado que convierte en víctimas incluso a los verdugos. ¿Cabe en mente humana que Dios bendiga tan inicuas carnicerías y se complazca con quienes se convierten en “bombas humanas”? ¿Cabe confundir su amor con el sexo pederasta?

máscaras blasfemas

¿Un Dios sucio?

El nombre de Dios sale enlodado con frecuencia de la boca sucia de blasfemos que, aun sin ser creyentes, le imputan las grandes o pequeñas contrariedades que sufren. Pero no debemos rasgarnos las vestiduras, pues la mayoría de las blasfemias son solo “flatus vocis” (pedos bucales), sin más resonancia que descorchar ignorancias.

Habida cuenta del contexto, el blasfemo rutinario, que echa mano de una expresión soez para descargar la tensión de cualquier contratiempo, solo hace gala de zafiedad al servirse de exclamaciones barriobajeras. Pero no ofende quien quiere, sino quine puede, y Dios no está al alcance de nuestra mierda. Endosarle una blasfemia es como cargarse en el Oso Yogui, en Blancanieves, en el número diez o en Rusia, curiosa imprecación esta última que, de niño, oí muchas veces a un viejo de mi pueblo.

Tantas blasfemias solo demuestran que hay muchos hombres desequilibrados. La pocilga que tienen por mente se desborda a la menor contrariedad. Resulta curioso que cuanto más sacrosanto sea aquello contra lo que se blasfema, más envalentonado y satisfecho queda el blasfemo. He oído blasfemias cuyo derroche de ingenio me ha hecho incluso sonreír.  La pretensión de ensuciar a Dios demuestra que el blasfemo no sabe lo que dice.

El dulcísimo nombre de Dios

Las groseras blasfemias que salen cada día de las ponzoñosas bocas de los blasfemos no deben ensombrecer la emoción intensa de los creyentes que invocan a Dios en su oración ni enturbiar su gozosa intimidad con él al nombrarlo.

Los cristianos tenemos la loable costumbre de hablar del “dulce nombre” de Jesús debido a su condición divina. Al concebir a Dios como padre y llamarlo como tal, su nombre se vuelve dulcísimo por el sosiego, la confianza y la paz que produce.

epitafio de Unamuno

Dios es una realidad que nos circunda e inunda, que llena de esperanza nuestro horizonte vital e impregna de paz nuestro interior, cualesquiera sean las circunstancias de nuestra vida. La sola invocación de su nombre genera alegría en nuestra personalidad indigente.  Al decir de Unamuno, Dios nos ofrece su pecho como hogar cálido para reposar eternamente de los rigores de la vida presente: “méteme, Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí pues vengo deshecho del duro bregar”.

Para los cristianos y para los hombres de buena voluntad el dulce nombre de Dios es fuerza benefactora y refugio cálido. En su condición de padre complaciente se sirve incluso de nuestras necesidades y contrariedades para que acudamos a él. ¿Por qué, entonces, los cristianos no afeamos a los blasfemos su mal gusto ni paramos los pies a los tiranos que manipulan su nombre? Nombrarlo es “entrar en íntima relación con Dios”, en expresión del papa Francisco. Solo eso basta para erradicar comportamientos depredadores.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

Volver arriba