Desayuna conmigo (domingo, 4.10.20) Brindemos con buen vino

El alma animal

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Todavía no hace mucho, cuando yo era niño por allá por los últimos cuarenta, en esta época del año estábamos de vendimia en los años tardíos. Vendimias soleadas algunas, vividas como gloria del cielo. Vendimias pasadas por agua otras, que convertían en un asco los utensilios, las ropas y los ánimos. Los niños sumábamos nuestros brazos a los de las cuadrillas de vendimiadores en lugares a los que hoy, devuelto el dominio a la foresta, ya no solo han desaparecido las vides, sino también los caminos de acceso, engullidos por zarzas y matorrales. Y, si ya éramos algo mayorcitos, no nos librábamos de vernos convertidos en arrieros, surcando, al compás de las caballerías cargadas, caminos de tierra y piedra, muchas veces muy empinados. Tiempos aquellos, ya idos del todo, en los que vivir exigía sudar, hacía que te dolieran los riñones y la jornada se saldaba, a veces, con más de treinta kilómetros en las piernas, algunos incluso con cincuenta. ¡Si sabremos los serranos de viñas y vinos!

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Me provoca estos recuerdos la liturgia de este domingo, centrada toda ella en una hermosa parábola que, como metáfora, tiene el significado pedagógico que tiene, y más cuando su trasfondo pretende describir un “más allá” misterioso, que ni siquiera está al alcance de nuestras actuales entendederas, cifrado en lo que, al final de la jornada, hará el dueño de una hermosa viña con sus jornaleros traidores y asesinos. Refiriéndose a ella, Isaías parece estar viendo lo que le ha sucedido a muchas de las viñas de la Sierra de Francia, arrancadas en su día al monte por roturación, y abandonadas hoy del todo a la erosión implacable del tiempo, a la evolución floral de la naturaleza y al allanamiento de la fauna que la habita. ¡Como si hoy nos tocara vivir ya tiempos de tribulación y desolación!, pues pone en boca del dueño decepcionado una demoledora venganza: “quitaré su valla para que sirva de pasto; derruiré su tapia para que la pisoteen; la arrasaré; nadie la podará ni cultivará; crecerán en ella zarzas y cardos e incluso prohibiré a las nubes que lluevan sobre ella”. Difícil describir mejor lo ya ocurrido con muchas de aquellas hermosas viñas de antaño, tan cuidadas y mimadas por los hacendosos serranos.

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Pablo, por su parte, atrae la atención de los filipenses sobre la hermosura de los frutos, pues les pide que tengan en cuenta todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, virtud y mérito, lo que, traducido al contexto de la liturgia de hoy, significa que sean eficientes y sacrificados operarios de la viña del Señor. Y Jesús mismo, en el evangelio de hoy de Mateo, contemplando la historia entera de Israel como el cultivo de una viña, asegura que el dueño elegirá otro heredero, cambiará el arquitecto de su obra y convertirá en angular la piedra desechada. ¡Tremendo juicio global sobre el pueblo de Israel y su trayectoria histórica!

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Obviamente, la lección a sacar es muy sencilla: los cristianos, sucesores de los judíos en la historia de las promesas divinas de salvación, somos hoy los viñadores que deben emplearse a fondo en el cultivo de la viña encomendada, sabiendo que, de no hacerlo como es debido, también nosotros seremos desheredados y abandonados a nuestra propia suerte y otros vendrán a sustituirnos en tan noble tarea. Llegados a este punto, a uno le entra la tentación de preguntarse si esos otros no han sido ya contratados.

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Sea como sea, nuestro quehacer de cristianos es conseguir un buen vino para el banquete que celebrará el dueño de la viña cuando tenga a bien venir a recoger sus frutos. Lamentablemente, por mil razones, una de las cosas más oscuras que pueblan nuestra mente es entender cómo debe ser el “buen vino” de la cosecha esperada. A juzgar por lo que hoy hace incluso la liturgia que celebramos en nuestras iglesias, parece que lo estamos confundiendo con una interminable letanía plañidera de “señor, señor, señor”, cuando deberíamos tener muy claro que solo se conseguirá con el duro trabajo de robustos brazos, cansados al final de cada jornada.

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A la celebración de la liturgia de hoy, cuyo ingrediente estrella es el buen vino que se espera que produzca la viña del Señor, el que en toda liturgia que se precie debe ser “bebida de salvación”, se añade el esplendor de una naturaleza frondosa y cooperadora, convincente predicadora, ella sí, de la “hermandad universal”, la que hoy mismo rubrica el papa Francisco con su esperada encíclica. Con ello me estoy refiriendo a la celebración, también hoy, de la fiesta de san Francisco de Asís, el de la hermana luna, el hermano sol y el hermano lobo, ese bonito nombre que me es muy familiar, pues fue el de mi padre y es el de uno de mis hijos, nombre que llevan muchos miles de españoles.

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De siempre, los escolásticos nos han dicho que la realidad tiene solo dos integrantes: el de Dios y el de su creación, y que esta última, yendo de más a menos, abarca seres que son espíritus puros (los ángeles), seres compuestos de espíritu y materia (los hombres), seres de vida sensitiva (los animales), seres de vida vegetativa (las plantas) y seres inertes (los materiales). ¡Atrevidos pensadores que, sin apenas conocer un 1% de la realidad, la catalogaban entera!

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Hoy, que seguimos siendo muy ignorantes, aunque algo menos que ellos, algunos de los cristianos nos atrevemos a hablar de solo dos realidades, la de Dios y la de su obra de creación. Por creación entendemos globalmente todo lo que no es Dios, como si en realidad pudiera haber algo que no lo sea, pues también afirmamos que Dios lo es todo en todos. Por ello, quizá, también hablamos de que las plantas tienen alguna sensibilidad (de hecho, hay gentes que hablan con ellas y les cantan canciones, persuadidas de que, al sentirlo, crecen mejor y se ponen más bonitas). También, aunque lo vayamos haciendo a remolque, nos vamos persuadiendo de que los animales, además de la sensibilidad que les atribuimos como característica, tienen alma o algún tipo de inteligencia que los faculta para realizar operaciones complejas. Nada tiene de particular que muchos seres humanos se beneficien de su compañía y hablen abiertamente con ellos. ¡Y no digamos lo mucho que afortunadamente vamos progresando en la comprensión de lo que deben ser “sus derechos!

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Hace ya más de ochocientos años, el “Poverello de Asís” lo había entendido a fondo y, por esa razón, tras ir despojándose de todo cuanto no fuera el ser que había recibido de Dios, se lanzó intrépido a “abrazar” la maravillosa obra de un Dios cuyo rostro bonancible contemplaba en los astros, en las plantas y en los animales. Era la suya, sin duda, una auténtica y efectiva “fraternidad universal”. Han pasado desde entonces muchos años y nosotros necesitamos todavía que hoy el papa tenga que esforzarse por persuadirnos o convencernos de que “todos los seres humanos somos hermanos”, palmaria verdad universal que no termina de cuajar en nuestras cabezas, pues a lo largo de toda nuestra historia nos hemos venido comportando como enemigos los unos de los otros.

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De hecho, es esa una verdad de la que adolecen, lamentablemente, algunos de nuestros libros sagrados, nuestro catálogo de dogmas, muchos concilios y el magisterio de la Iglesia, muchas escuelas teológicas, las liturgias que todavía hoy celebramos y las predicaciones de cuantos evangelizadores fervorosos siguen sirviéndose todavía del miedo y del terror al infierno para exhortar a sus oyentes a ser “buenos”, cuando la bondad, como cualidad del bien, es lo único por lo que no puede menos de clamar con gemidos de parto toda la naturaleza. Dicho en dos palabras: nuestro cristianismo, también el de los muy avanzados y sabios hombres del s. XXI, necesita despojarse a marchas forzadas de la enorme carga de negatividad que todavía arrastra consigo.

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Este domingo parecen haberse confabulado el coronavirus y las nubes para achicar nuestro horizonte vital y aplanar nuestros ánimos. No importa, porque el coronavirus predica, quizá con más fuerza incluso que el papa Francisco, la necesidad de vivir conforme a la fraternidad universal, y las cataratas de agua que hoy vierten las nubes sobre nosotros terminarán abasteciendo las fuentes y haciendo florecer las plantas. Pongamos buena cara a este mal tiempo y, siguiendo las exhortaciones litúrgicas de hoy, brindemos con el “buen vino” de la viña del Señor.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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