Desayuna conmigo (domingo, 14.6.20) Corpus Christi y donación de sangre

Cultura prohibida

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El puñadito de lectores que siguen este blog saben muy bien que en él se defiende una Iglesia que es levadura y luz, semilla que crece, denuncia valiente, horno de permanente conversión, comunidad viva que perpetúa la obra salvífica de Jesús en favor de todos los hombres, especialmente de los más necesitados. Es una Iglesia que cuenta con la “presencia real permanente” del Cristo que la constituye en cuerpo vivo. Pero, ¿cómo está Jesús realmente presente en su Iglesia? La audaz relectura del cristianismo, ardua y lenta tarea colectiva a la que este blog pretende aportar su granito de arena, se basa fundamentalmente en que lo hace de dos maneras, una instrumental y otra personal.

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La presencia real de Jesús en su Iglesia y en el mundo, instrumental o sacramental, es la eucaristía. Decir “sacramental” significa circunscribir su presencia a un fin preciso y concreto, determinado por la significación natural de las especies utilizadas como base o materia del sacramento. En nuestro caso, la significación natural del pan y del vino, la de ser comida y bebida. ¿Qué queremos decir con ello? Que hablamos de una presencia real, pero concretada a la finalidad propia de la materia utilizada. Por ello, procede hablar de pan de vida y de bebida de salvación y también de que quien come el pan eucarístico come el cuerpo del Señor y quien bebe el cáliz de salvación bebe su sangre.

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Los textos litúrgicos de la celebración hoy del Corpus, festividad trasladada a este domingo del jueves pasado por haber venido a menos en lo festivo, insisten con fuerza en esa misma línea: desde el maná del desierto del Deuteronomio a la unidad de los cristianos porque todos comen un solo pan del que forman parte, según la poderosa predicación de Pablo, y a la sorprendente, casi brutal, afirmación del mismo Jesús que nos invita a comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna, de que habla san Juan. Y es que, pongámonos como nos pongamos, nada hay ni puede haber razonablemente en la eucaristía que no tenga que ver con el hecho de que, en todo lo referido a ella, únicamente podemos hablar de comida y bebida.

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Decir que la eucaristía es “la presencia real sacramental” de Jesús en la Iglesia y, en consecuencia, proclamar que su cuerpo es comida y su sangre bebida, sin necesidad de ir más lejos ni desviarse por otros caminos rayanos en la idolatría, es proclamar una fe que tiene, por sí sola, la fuerza de transformar el mundo entero y de revolucionar nuestras vidas hasta convertir a cada hombre en un grano de trigo y otro de uva eucarísticos. En eso consiste precisamente el cristianismo, en ser granos que se someten a un duro proceso transformador para convertirse (conversión de la conducta egoísta en solidaria) en especies sacramentales. De ello proviene y en ello perdura la “vida eterna”. Nada más excelso ni trascendental se podrá predicar jamás de la eucaristía que no sea hablar del sacramento de la presencia total del Cristo de la fe, del “Cuerpo místico”, presencia y realidad en la que cada uno formamos parte y en cuya celebración debemos comportarnos, al mismo tiempo, como comensales y comida, alimentándonos unos de otros al mismo tiempo que nos convertimos en su alimento: curiosa y maravillosa cena en la que los comensales son la comida. A eso se reduce todo el mandato de Jesús, el del amor, el de vivir en comunidad ocupándose unos de otros.

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La “presencia real personal” de Jesús, es decir, la presencia que permite y favorece un trato formal como persona en todas las dimensiones, no está en la eucaristía sino en el ser humano: la gran presencia de Dios y de Jesús en el mundo está en los seres humanos, en todos como comunidad y en cada uno como trato personal directo. Insisto en que en la eucaristía Jesús está presente solo para ser comida; en el ser humano, en persona para ser servido. La gran desgracia de nuestra Iglesia es que no termina de creerse del todo esa gran verdad, única y exclusiva suya, verdad capaz de mover montañas y de dar un vuelco radical a nuestras conductas. Nos enzarzamos en mil disquisiciones y especulaciones y tratamos de escalar el Sinaí para palpar un misterio que nos desborda y no somos capaces de ver que Dios nos sale al encuentro en los andrajos, las hambres, las necesidades y las carencias de quienes viven a nuestro lado. Lo buscamos rompiéndonos la cabeza en atrevidas especulaciones sin darnos cuenta de que se hace mendigo para que lo socorramos. Somos capaces de escalar el Everest yendo en su búsqueda, pero no de erradicar con una simple sonrisa la tristeza de quien pasa a nuestro lado.

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En este contexto, la circunstancia de que hoy se celebre también “el día mundial del donante de sangre” viene a reforzar todo lo dicho porque, en su gesto solidario, el donante se hace eucaristía, su sangre da también la vida eterna. En mi ya larga vida nunca me he sentido más a gusto conmigo mismo que cuando, durante unos poquitos años, pude “donar sangre” de tarde en tarde. Sufrí una gran decepción cuando, por razón de la medicación requerida para curar una úlcera duodenal sangrante, el médico me dijo que ya no podía seguir donando sangre.

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Fueron aquellos unos años muy vivos en los que, experimentando en mi propio cuerpo los beneficios de sentirme comunidad, me esforcé por conseguir que se hicieran donantes de sangre cuantos estuvieran en condición de hacerlo, colaborando cuanto me fue posible con la “hermandad de donantes”, palabra esta de “hermandad” que expresa por sí sola el tesoro que llevamos en nuestro cuerpo y nos ofrece una panorámica reconfortante de la vida humana. A veces sueño que vivo en un mundo ideal, pero muy posible, en el que hubiera un banco de sangre y de órganos sobrado para responder a todas las necesidades. Que parte de un cuerpo pase a otro solo se puede hacer mediante una comunión que funde todo lo humano en un solo cuerpo, perspectiva y realidad de vida que se da plenamente en el cristianismo que brota de Jesús y vive en él. Que, según se dice y pregona, en el mundo haya dos mil millones de cristianos debería notarse, cuando menos, en el hecho de contar no solo con sangre sobrada para todas las transfusiones y órganos para todos los trasplantes necesarios, sino también con alimentos suficientes para que nadie tenga que pasar hambre. Mientras eso no ocurra, lo de los dos mil millones es solo una farsa propagandística.

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Como contrapunto a todo lo dicho, el día nos sale al paso con una noticia reconfortante por haber dejado atrás una práctica que, respondiendo a un celo eclesial desnortado, pretendía amputar el “cuerpo cultural” de la humanidad para preservar los privilegios de un usurpador imperio hermético de la verdad. Me refiero a que un día como hoy de 1966, la Santa Sede abolió el “Índice de los libros prohibidos”, nacido tras el concilio de Trento el 24 de marzo de 1564. Su última edición, la trigésima segunda, aparecida en 1948, contenía aproximadamente cuatro mil títulos, incluidos en él por razones de herejía, deficiencia moral, sexualidad e ideas políticas.

Sin la menor duda, tal Índice fue uno de los más eficientes y duros potros de tortura con que la Iglesia católica atenazó a muchas personas doctas, algunas de las cuales al menos pretendían de buena fe prestar un servicio a la humanidad. Pero, aunque ese Índice haya sido abolido, la censura, tan abierta y directa en su caso, sigue practicándose lamentablemente en nuestros días de mil formas, menos directas y escandalosas, pero no menos crueles. No me cabe la menor duda, y lo digo pidiendo perdón al lector piadoso, de que el peor y más correoso enemigo de la institución eclesial católica es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús que siempre va por libre y sopla donde le place.

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Cuerpo de Cristo que nos alimenta. Sangre generosa de venas caudalosas que, descargando en venas menesterosas, riegan y reavivan desiertos humanos. Comunión humana en la que, afortunadamente, todos dependemos de todos y nadie hace bien en sentirse absolutamente solo. Maná que Dios nos vierte desde el cielo y la mano del hombre arranca a la tierra para alimentar, ahora y después, la vida humana. Iglesia de Jesús, tantas veces mortífera por pecadora, pero que está llamada a ser santa y portadora de vida para los hombres. Fiesta, en definitiva, de un Dios que, primero, se hace alimento para que lo comamos y, después, se transforma en mendigo para que lo socorramos. Mundo, en definitiva, difícil de entender porque los cristianos no tenemos la osadía de abrirnos del todo a sus bellezas ni de explotar como es debido sus potencialidades.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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