Desayuna conmigo (martes, 22.12.20) Dinero fácil, dinero vacío
Azarosa suerte esquiva
Napoleón pensó que conquistar España era un juego de niños y, de hecho, como a tales engañó a sus gobernantes al pedir autorización para introducir cien mil soldados para conquistar Portugal. Pero este excelente estratega militar no sabía que su engaño llevaba aparejado el “gordo de la pedrea guerrillera” en que se vio envuelta su osadía y humillado su flamante ejército imbatible. Acabo de unir ambos términos, la lotería de Navidad y el ejército francés, porque fue en ese tiempo cuando, al haber quedado vacías las arcas públicas españolas, se inició en Cádiz un juego de azar, ideado para que la población las fuera llenando sin sentirse por ello oprimida o lacerada. Se inventó, por así decirlo, una especie de sarna que no pica. De sobra habían tenido ya los sufridos ciudadanos, pues las hambrunas de 1808 y las epidemias habían producido gigantescas pérdidas económicas y casi diezmado una población de solo diez millones de habitantes. Y así, ya en 1812, en plena contienda, se creó la “Lotería Moderna”, con ocho mil reales de premio, con los que fue agraciado el número 03604, que había costado cuarenta. De Cádiz y San Fernando, el sorteo pasó rápidamente a Ceuta y a Madrid y, en pocos años, se extendió a toda España en un proceso que, desde entonces, no ha hecho más que crecer, hasta meter en el juego cien mil números y repetir cada número en series que todavía tienen por delante un largo recorrido.
El ritual de la celebración de este sorteo se ha enriquecido hoy con todo tipo de adornos. La venta comienza con la exhibición de carteles de propaganda en marzo o abril y concluye con las colas interminables de quienes, en diciembre, esperan conseguir números afortunados en expendedurías que parecen haber domesticado una suerte caprichosa y esquiva, como si le gustara jugar al escondite con sus devotos. De ahí que, a la hora de seducirla, a algunos les guste frotar el número que han comprado sobre la calva de gente conocida, sobre el vientre de una mujer embarazada o sobre el lomo de un gato negro, como si de un hechizo irresistible se tratara. Hay quien pone su especial atractivo en una extraña operación de mete y saca, pues entran en el establecimiento de venta con el pie izquierdo y exigen que se le entregue el décimo comprado con la mano derecha. Nos referimos a un rico ritual que concluye hoy con la ceremonia del giro de los bombos, ambientada por el primoroso canto de los premios que hacen los niños. Digamos, concluyendo la contemplación del ritual, que lo más característico de la suerte celebrada es que debe de tener siete vidas, como los gatos, porque, después de pasar de largo en un envite, su perenne atractivo embizca y predispone a sus devotos desengañados para el siguiente.
Y, ahora, vamos a la reflexión que importa y que un día como hoy no debería ser difícil hacer: el destino sagrado del hombre radica en que se gane el pan con el sudor de su frente, no en que ese pan sea maná que le caiga siempre del cielo. Cuando el dinero no está lleno de sudor, está vacío de valor, de humanidad. Se podrán comprar muchas cosas con él, pero no cuenta en el balance de humanidad. Por mucha importancia que le demos, no olvidemos que el dinero es solo valor importante de una de las ocho dimensiones vitales, de la económica, y que tan importantes como ella son las demás. Cifrar la vida en el dinero equivale a vaciarla casi por completo, a empobrecerla sobremanera. Los seres humanos somos mucho más que dinero, pues la vida humana es un gran reto que debe vivirse a fondo en todas sus dimensiones. Incluso en el exclusivo ámbito económico, el dinero solo puede ser valor más que cuando certifica la productividad de un trabajo, de una contribución a la vida social, es decir, cuando se impregna de sudor y refleja esfuerzo. Es valioso producir, no lo es gastar
Muchos de los desajustes que hacen que la vida que llevamos sea un asco se deben a que nos comportamos como parásitos y a que, lógicamente, nos sintamos inútiles. Ser un inútil es una de las peores sensaciones que podemos tener, la más severa sentencia que podemos emitir sobre nuestro comportamiento. Todos sabemos que, cuando no producimos lo que consumimos, lo estamos robando o tomando de aquellos a cuya costa vivimos. Es incontrovertible que, cuando no vivimos de nosotros mismos, vivimos de otros. Francamente, tanto la lotería, golpe del azar contenido en unos bombos, como cualquier tipo de especulación para aumentar nuestra fortuna no pretenden más que cargarles a otros el costo de nuestra propia vida. Descaro claro de vivir a cuenta de otros. Para que yo gane en la lotería muchos tienen que perder; si hoy vendo un solar o unas acciones por el doble de lo que me costaron ayer, al no haber añadido con mi especulación ningún valor a la cosa en sí, mi ganancia es fruto del sudor de otro. De ahí que, por dura que resulte la aseveración, todo el dinero que proviene de la suerte y el conseguido especulando, por muy legítimos y legales que sean, serán dineros inmorales, dineros robados.
Sin duda, el ritual de la lotería es muy hermoso y, ciertamente, comporta virtualidades positivas en todo lo referente a la ilusión que genera y a las relaciones de fraternidad que gesta. Ilusión y fraternidad son dos elementos muy positivos para la vida humana, pero es una pena que los incentivemos con el aliciente de la consecución de un dinero sin esfuerzo y que, por ello, no podrá llevar nuestra propia firma. Hoy saltarán de alegría muchos “afortunados” en España, a pesar de la incomunicación que impone la lucha contra el coronavirus. Los veremos exultantes y fuera de sí por la televisión, con la sana envidia de contemplar a quienes han sido “bendecidos” por el dios pagano de la suerte, un dios tan disminuido y enclenque que solo regala dinero. En la línea del ser, mucho más dios es tener salud, cosa que desgraciadamente hoy sabemos muy bien, y muchísimo más sentirnos útiles a la sociedad en que nos toca vivir. Suerte por suerte, a todos los lectores de este blog les deseo que hoy les bendiga la sensación de sentirse útiles para la vida de sus semejantes, que viviendo ellos ayuden a vivir a cuantos los rodean. A fin de cuentas, a eso se reduce el cristianismo que profesamos, a la caridad, a la donación, a la gratuidad y la gracia. ¡Suerte, amigos!
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