Modelo de humanidad Jesús de Nazaret, ¿exclusiva de la Iglesia católica?

¡No Interesa hablar de Jesús de Nazaret, El hombre subversivo!
¡No Interesa hablar de Jesús de Nazaret, El hombre subversivo!

¿Es acaso más cristiano quien, arrodillado ante el sagrario, pasa la mayor parte del día arrobado en efluvios místicos que un salvaje que protege y saca adelante sus crías en un medio inhóspito?

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Obviamente, el interrogante del título provoca un “no” rápido y rotundo por la sencilla razón de que no hay ni ideología ni organización social que pueda atrapar toda la envergadura de un “modelo”. No es hiperbólico afirmar que Jesús de Nazaret, modelo de humanidad, es patrimonio de todos los seres humanos y tampoco que, de hecho, su forma de vida y su enseñanza están hoy presentes de alguna manera no solo en el alambicado “mundo cristiano”, sino también en todo el complejo ámbito de la cultura humana. En el mundo cristiano, Cristo, el Jesús glorificado, es un todo que se ramifica en los distintos gremios nacidos de la conocida como escandalosa “desunión de los cristianos”, dispersión que tal vez no sea más que cumplimiento del certero adagio latino quod recipictur, ad modum recipientis recipitur, es decir, que quien recibe un don lo reviste con atuendos propios, incluso exclusivos.

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Directamente, en Jesús de Nazaret converge el peso de un “judaísmo” que surgió en la historia como gran esperanza en la expectativa de un “mesías” capaz de poner orden en las filas de un pueblo materialista, tan sobrecargado de mezquindades e infidelidades como cualquier otro, pueblo que en sus primeros tiempos fue abriéndose paso gracias a un nomadismo batallador y que ha sobrevivido disperso a lo largo de la historia seguramente por un etnicismo muy vindicativo que lo ha estigmatizado. Tras el infortunio original de Adán, de quien el pueblo judío dice proceder como único arranque, los israelitas saben que llevan la mochila sobrecargada de “pecados” en busca de un muelle de descargue. Además, en nuestro Jesús de Nazaret converge también, de alguna manera, la mejor fuerza devocional de un Islán que lo venera como gran profeta y se postra ante su mismo Dios.

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Más allá de las connotaciones religiosas aludidas y aun habida cuenta de que Jesús de Nazaret fuera seguramente un nazareo, es decir, un hombre enteramente entregado o “consagrado” a Dios, podemos asegurar que también confluye en él cuanto de humano hay en la vida de los hombres. La razón de tal dimensión no estriba en que él sea Hijo de Dios, no adoptivo sino natural o engendrado, debido a una elección singularísima, como profesa el Credo católico, sino a que el conjunto de su vida lo ha constituido en “modelo de humanidad”, que es lo más excelso que podemos decir de él. Seguro que esta afirmación decepciona e incluso disgusta no ya a quienes profesan el cristianismo con la fe del carbonero, como si con ella pretendiera derribar su ídolo, sino también a quienes han bruñido la suya a golpe de las más aquilatadas expresiones lingüísticas dogmáticas, como si pretendiera despojar a Jesús de su naturaleza divina. ¡Qué anticuada y vacía nos suena hoy la inaudita sentencia de que fuera de la Iglesia (institucional) no hay salvación, que tantas precisiones y matizaciones ha precisado!

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Necesariamente, Jesús nace contextualizado en la cultura de un pueblo que lo espera pacientemente como mesías libertador, predispuesto incluso a divinizarlo como redentor capaz de dar muerte en su muerte al pecado que introdujo el mal en el mundo. Al margen de cualquier fantasía, lo realmente constatable es que sus enseñanzas, acompasadas por el desarrollo de su vida, lo convierten en modelo de humanidad para todos los hombres, incluso en el supuesto de que él no hubiera sido consciente de tal alcance y aspirara a que el reino de Dios se implantase en este mundo de inmediato.

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Que Jesús sea el salvador del mundo por el vertido de su sangre al estilo de los sacrificios judíos ofrecidos a Dios como regeneración de la conducta pecaminosa del pueblo elegido, restaurando así el orden roto por la desobediencia de Adán, no es menos mítico que el relato de una “creación buena” que quiebra por la inaudita tragedia que supuestamente acontece en el Paraíso Terrenal. No importa el montaje teológico de san Pablo con los dos Adán, el viejo y el nuevo, pecador el primero y redentor el segundo, haciendo la lectura que él hizo del Evangelio cristiano. Para el hombre de nuestro tiempo, que el primer hombre, supuesto padre de toda la humanidad, haya cometido un “pecado original” en un lugar idílico y que, por ello, él solito haya desencadenado todas las tragedias que ha padecido y padecerá la humanidad no pasa de ser más que una ingeniosa trama literaria, a todo lo más una fábula para explicar algo tan evidente como los egoísmos humanos.

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No es creíble que haya habido un viejo Adán caído ni un pecado original, causa de todo el mal que padecemos, y mucho menos que se trate de un pecado que solo puede ser limpiado con “sangre divina”. Pero sí lo es que hay un hombre que rescatar de sí mismo, de la pérdida de su dignidad, y que hay una envergadura humana que restaurar y cuidar. Tal es la más excelsa misión confiada al Mesías largamente esperado, el enviado de Dios a este mundo para restaurar nuestra dignidad. Jesús no ha venido para derramar su sangre en la cruz y hacernos resucitar con él, sino para ser luz y camino, para ser modelo de comportamiento. Y, por mucho que les pese a los creyentes con la fe del carbonero y a los más escrupulosos guardianes del dogma católico, decir eso de Jesús es atribuirle una condición más densa y digna que la que pudiera suponer una filiación divina natural y una misión redentora mediante el sacrificio del derramamiento de su sangre en la cruz.

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Aun en el supuesto de que Jesús mismo nunca hubiera pensado en predicar el reino de Dios más allá de las fronteras culturales de su propio pueblo, es decir, que solo se sintiera agente de salvación para Israel, lo cierto es que, al convertirse en modelo de comportamiento humano, ni siquiera él mismo podría poner barreras a su acción benefactora. Si su misión fue la de “salvar”, el alcance de su figura, al comportarse como luz y camino, tenía que ser forzosamente universal. ¿Acaso solo podrían salvarse los judíos que, a imitación suya, llamaran padre a Dios con toda naturalidad, amaran a sus hermanos con todo su corazón y se entregaran a su servicio? ¿Hay alguna diferencia entre obrar así en el epicentro del cristianismo, en Jerusalén, y hacer algo parecido en la más profunda selva amazónica o en el más lejano extremo oriente? ¿Es acaso más cristiano quien, arrodillado ante el sagrario, pasa la mayor parte del día arrobado en efluvios místicos que un salvaje que protege y saca adelante sus crías en un medio inhóspito?

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En cuanto ejemplo de humanidad y más allá de cualquier posible especulación sobre su naturaleza, Jesús de Nazaret sigue siendo en nuestros días camino de retorno a Dios, fuerza de conversión y perdón para regeneración de nuestros comportamientos equivocados. Aunque los libros del Nuevo Testamento hayan sido escritos por intereses varios, lo cierto es que nos dan coloridas pinceladas para percibir en su vida una clara ejemplaridad, cifrada en la confianza suprema que debemos tener en Dios y en una comunión de hermandad con todos los demás seres humanos. Jesús es ejemplo esplendoroso de cómo podemos acoplar nuestra conciencia y nuestra conducta. De hecho, nos invita a elevar nuestra mirada al cielo para dar gracias a Dios en todo momento porque a él le debemos cuanto somos, pero sin dejar de mirar también a los demás seres humanos a fin de compartir con ellos cuanto hemos recibido. La hermosura de nuestra vida depende por completo de la generosidad con que lo hagamos. La oración y el servicio, alfa y omega de la trayectoria cristiana, desvelan cuantos enigmas y misterios nos acosan y acobardan sobre lo que realmente somos y hacia dónde debemos ir.

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Por tan convincentes razones, no me cuesta ningún esfuerzo valorar como es debido a cuantos seres humanos se cruzan en mi camino, cualquiera que sea su raza, su condición física y su cultura. Además, nunca me han parecido barreras infranqueables las distintas sensibilidades religiosas para entrar en cordial comunión con cualquier otro ser humano. Que mi interlocutor sea judío, protestante, musulmán, sintoísta, indiferente a toda creencia e incluso voceras de un ateísmo aguerrido es algo que no me coarta en absoluto para entablar con él una conversación sobre qué somos realmente nosotros mismos y qué sentido tiene nuestra vida.  Pero que nunca le pida a nadie que cambie su forma de pensar no es óbice para suplicarle, llegado el caso, que cambie su proceder si me parece perjudicial para él o para los demás. Basándome en mi dolorosa experiencia, a muchos fumadores les he pedido, por ejemplo, que dejen de fumar y, a quienes solo piensan en sí mismos, procuro hacerles patente su equivocación, pues sé que los egoístas se empobrecen, que los altivos terminan rompiéndose la crisma y que los endiosados no tardan en estrellarse contra la muerte. De una forma u otra, la vida misma hace justicia al pobre, humilla al soberbio y derriba las construcciones sin cimientos.

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Digamos en definitiva que Jesús de Nazaret es mucho hombre para que pueda apropiárselo un individuo o un grupo de individuos por muy numeroso que sea y por muy anclado a su doctrina que se sienta. Ante la imposibilidad de conocer la mayor parte de su biografía, muchos han hecho de su obra la lectura que les convenía y han exhibido, como gloria o vituperio, un nombre convertido en bandera o en signo de contradicción. Que él nos haya abierto una puerta a la trascendencia que sacia plenamente la inmanencia hambrienta que somos, enseñándonos a tratar a Dios como un padre de cuyo circuito benéfico afortunadamente nunca podremos evadirnos, y que nos haya servido como camino que sortea abismos y escala montañas, lo convierte en el mejor patrimonio de cada hombre y de la humanidad entera. En él se plasma un “reino de los cielos” que colma de bondad y belleza a quienes le siguen sin mirar atrás ni contemplarse a sí mismos en espejos de vanagloria. En este contexto, el ecumenismo se nos muestra como el desbroce de los muchos caminos que conducen a “Roma” (a la humanización de nuestro mundo) y la institución eclesial, desde el papa al último diacono, como un mero ministerio de apoyo para recorrerlos.

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PD. Dado que hoy celebramos el día de la madre y del trabajo, dejemos constancia siquiera, primero, de que el mayor honor y mérito de un ser humano es "duplicarse". No imagino otro acontecer humano de mayor trascendencia que el hecho de que una mujer sienta crecer otra vida en su vientre durante nueve meses y que, transcurrido ese tiempo, un nuevo ser humano venga a este mundo. Y digamos, en segundo lugar, que, lejos de ser una maldición que connota esfuerzo y sudor, el trabajo es la manera que un ser humano tiene para no sentirse un parásito, es decir, para ser, también él, constructor o creador de este mundo. De situarnos en la perspectiva de la creación, deberíamos reconocer, sobre todo, que en un día como hoy, el Espíritu fecundador se posa complacido sobre cada una de las madres y sobre cada uno de los trabajadores. ¡Supremo honor el de engendrar y el de trabajar! Sin duda, un gran día. De corazón y con profundo sentimiento de agradecimiento, ¡enhorabuena a todas las madres y a todos los trabajadores, desde los infantiles en el cole a los abuelos que adornan y hacen confortable la estancia en nuestros hogares!

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