Desayuna conmigo (viernes, 25.12.20) Navidad, hecho y sentimiento

Ahora y después

Flor de Navidad
Es obvio que la Navidad se ha convertido en la exaltación de un sentimiento, expresado como deseo de felicidad, de luz, de bondad, de amor, de bienestar y hasta de sentido positivo de la vida. Nadie se saluda estos días de relación abierta e incondicional para maldecirse o vomitar improperios y maleficios. Sentimos la Navidad como un profundo deseo de paz, de amor, de comprensión, de entendimiento y de perdón. La Navidad amansa la fiera que ruge dentro, facilita que aflore el niño que realmente somos y abre las compuertas a la caudalosa humanidad que atesoramos. Contiendas insensatas ha habido que, por ser estos días lo que son, se detienen en tregua para que incluso los contendientes puedan pasarlos tranquilos, sin temor a una muerte inminente por el disparo de otro ser humano. Por ser la Navidad un hecho tan trascendental como tener un hijo, que ocurre en lo más íntimo del seno familiar, la familia cobra en ella un especial significado, hasta el punto de que, salvo por causa mayor, sus miembros dispersos tratan de reunirse y abrazarse, a pesar de las calamidades y los dispendios que ello pudiera originar.

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Sin embargo, la positividad de tantos deseos, tan bellos y densos, no oculta las condiciones de un discurrir humano envuelto en negatividad. La idea de bien y mal, de gracia y pecado, está muy enquistada en nuestra psique y agarrada a nuestro proceder. Deseamos tanta felicidad estos días porque generalmente llevamos una vida transida de dolor, de tristeza, de fracaso y de soledad. También los días de Navidad lo están. De tener alguna condescendencia histórica con el relato evangélico del nacimiento de Jesús, la narración bucólica de un hecho de tanta importancia humana, ocurrido en invierno y en el escenario poético de un pesebre caldeado por aliento animal mientras un coro de ángeles y un puñado de pastores de la estepa cantan arrobados las maravillas de Dios, deja entrever un montón de problemas y dificultades, causados por la extranjería y la suma pobreza de sus protagonistas. Desde luego, Dios nace en lo humano y, por ello, no esquiva lógicamente lo más escabroso y penoso de esa condición. De ahí, quizá, que las navidades, las nuestras de este primer tercio del siglo XXI, sean también días que nos llevan a afrontar a fondo los problemas que nos acosan y a intentar asimilar la pegajosa tristeza que su discurrir nos causa. Navidades de alegría y tristeza, de abundancia y carencias, de vida y muerte, de sosiego y sobresfuerzo, de palacios y pesebres, de harturas y hambres. Navidades, en fin, “humanas”, de tantas lágrimas como sonrisas. No deberíamos olvidar que, si bien las Navidades duplican las alegrías de muchos, multiplican las penas de quizá muchos más.

Navidad

Pero, más allá del piélago de sentimientos a que nos hemos referido, está el hecho sencillo, pero esplendoroso, de que Dios nace hombre, que es lo propio y especial de estos días, el meollo y la razón de ser de la más hermosa fiesta humana. Muchos dirigentes eclesiales, atentos solo a la superficie de lo que acontece, se quejan hoy de que la pulsión comercial a que estamos sometidos, que estos días se acrece por el caudal de la positividad referida, está borrando la huella divina de la Navidad al desviar su descomunal fuerza al jolgorio, a la borrachera y al atracón. He dicho “superficie de lo que acontece” porque, mientras estos sean días referenciados a la familia y a la amistad, el acontecer navideño seguirá conservando toda su lozanía y su fuerza de salvación. ¿Acaso importa que la cercanía de Dios se celebre, por lo general, en la frialdad de unos muros eclesiales con ritos arcaicos, o paseando en paz por calles bellamente engalanadas o, sobre todo, con banquetes o simples refrigerios realmente fraternales? Todas esas formas de hacerlo son auténticas celebraciones de la Navidad, expresiones de la “divinidad” que Dios mismo inocula en nuestros cuerpos y en nuestras almas. ¿Acaso la celebración de la  Navidad o de la cercanía humana del Dios que le da cuerpo necesita que haya templos, curas y obispos de por medio?

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Dejando de lado la razón histórica de por qué hoy se celebra la Navidad y no otro día, y sin parar mientes en la repercusión que su celebración tiene en todo el mundo y en las ricas y variadas formas de hacerlo, hoy me gustaría atraer la atención de los seguidores de este blog sobre el acontecer litúrgico, es decir, sobre que también este 25 de diciembre del infausto 2020 Dios se encarna en lo humano, asumiendo cuanto de positivo y negativo hay en nosotros. La grandeza y excepcionalidad del cristianismo radica en que, al introducir a Dios en lo más hondo de nuestra vida, desmonta por completo nuestra radical soledad. El cristiano no debe sentirse solo ni en la más oscura noche que pueda atravesar su alma. Dios sigue estando también con quien, en su desesperación, se sube a una terraza para lanzarse al vacío y en quien se adentra en un bosque para colgarse de un árbol. Este esencial convencimiento, que es lo más genuino de la Navidad, debería bastar para que los cristianos hagamos arder la faz de la tierra y corrijamos el disparatado rumbo de la sociedad en que vivimos. Nadie dispondrá nunca de un arma más poderosa para conseguirlo.

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Nuestra desgracia, incluso en Navidad, es que no somos capaces de admitir los hechos que celebran nuestros más preciados y valiosos sentimientos navideños. La deliciosa expresividad de estos días no tardará en volverse silencio; los abrazos, desprecios; la fraternidad, hostilidad y el cariño, indiferencia. No tardaremos en enrocarnos de nuevo en nuestra lacerante pobreza, en impedir que el espíritu penetre en nuestra carne y en optar por el placer que mata en vez de hacerlo por el esfuerzo que vivifica. Tras tanto y tan sostenido esfuerzo por confinar la covid-19, volveremos a abrir las puertas y ventanas de nuestro hogar a este mal bicho para que campee en él a sus anchas y nos siga utilizando como arma mortífera para seguir haciendo de las suyas.

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Ojalá que la fuerza del tiempo presente, que tanto nos encorajina por las prohibiciones a que nos vemos sometidos, quizá juiciosas pero que no lo parecen, nos haga percibir la sólida verdad de que la Navidad continúa más allá del 6 de enero, impregnando todos y cada uno de los días del nuevo año 2021. Necesitamos esa fuerza no solo para frenar definitivamente los estragos sanitarios del vulgar virus que ha puesto en solfa la vida humana, sino también para salir de los socavones económicos en que ha enterrado a media humanidad. Somos tan frágiles que un simple virus nos ha dado un sorpresivo jaque sin apenas dejarnos escape para seguir jugando. Pero la Navidad ha llegado oportuna para rescatarnos de la UCI al asegurarnos que la nuestra es una fragilidad “asumida” por la fuerza que viene de lo alto. En definitiva, la Navidad irrumpe en el devenir humano actual no solo como una vacuna sanadora que impone criterios de racionalidad en nuestros comportamientos, sino también como fuerza que nos lleva en volandas a una plenitud salvadora.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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