Lo que importa – 71 Retos eclesiales inaplazables

Un Espíritu inquieto no permite dormirse en los laureles

1

Cuando uno se confiesa cristiano y, situándose en el núcleo mismo del Evangelio, se deja inundar por la gracia y la alegría, claves sin las que la fe se vuelve árida e insípida, no queda más remedio que asumir con todas las consecuencias las exigencias de Jesús para ser discípulo suyo:  vende cuanto tienes, dalo a los pobres y ven y sígueme. Quien coloca estas palabras en el frontispicio de su vida y de su pensamiento no puede ser acusado de hereje ni de traidor a la fe, aunque sus propuestas resulten incómodas o sus consignas suenen desconcertantes a oídos demasiado acostumbrados a lo establecido. Desde la luz que brota de esa posición, es legítimo proclamar a los cuatro vientos, moleste a quien moleste, lo que parece más urgente para el bien de la Iglesia y, en definitiva, de toda la humanidad.

2

En este blog hemos sugerido ya que el Papa transforme el emporio vaticano en una casa de paz, como lugar de encuentros y consensos sin cortapisas ni exclusiones. También hemos pedido al Santo Padre que afronte, con valentía y sin evasivas, el tema de la sexualidad, fuerza vital que tantas veces ha sido sofocada, reducida a pecado y condenada. La Iglesia tiene la tarea de discernir sus honduras y su riqueza, no para imponer consignas restrictivas, fruto de ideologías caducas, sino para proponer caminos que sintonicen con la verdad del ser humano y le permitan gozar de toda la belleza conferida a su cuerpo por el mismo Creador. En la paz y la sexualidad encontramos dos fuentes inagotables de vida en las que nuestra Iglesia apenas abreva, pues la primera es reducida con frecuencia a declaraciones teóricas sin consecuencias prácticas, mientras que, en lo relativo a la segunda, se la persigue con un rigorismo malsano que corre el riesgo de apagar el fuego creador del Espíritu. Necesitamos —y lo digo a conciencia del oxímoron que enuncio— una lucha incesante por la paz y una emergencia de la sexualidad con toda su fuerza y hermosura dentro de la vida  cristiana.En suma, hablamos de una casa de paz que convierta el Vaticano en símbolo de reconciliación, en mansión abierta a toda la humanidad, y de una sexualidad, cuyo control ideológico y moralista es preciso criticar y denunciar por reprimir la dimensión positiva y creadora del sexo.

3

Conviene, además, levantar la voz contra ciertos lastres que han teñido de sombras el camino de la Iglesia. El mito del pecado original, con el que se ha marcado desde antiguo a toda la humanidad y sobre el que se ha cimentado prácticamente toda la dogmática, ha terminado provocando abusivas culpas heredadas, un imaginario de maldad congénita, a la vez que se ha utilizado, a menudo, como fuente y motor de poder político y de dominio económico. Afortunadamente, la dogmática, que ha pasado a un lugar secundario y ya no preocupa en exceso, no envía a nadie a la hoguera. También es urgente repensar un Derecho Canónico que, más que abrirle camino, ha sofocado demasiadas veces el soplo del Espíritu, subordinando la vida del pueblo de Dios a normas rígidas y excluyentes, pues parece retornar a la idea de que el hombre es para el sábado, tan duramente criticada y combatida por el mismo Jesús. Y, retomando el tema por su gran importancia, no menos necesario es la superación de la espiritualidad sexual tradicional, impuesta sin mirada crítica durante siglos y sin oposición teológica alguna, que solo ha servido -repito-para sembrar miedos, crear culpas enfermizas y desatar auténticos dramas de conciencia. En resumen, el pecado original requiere una reflexión crítica tanto sobre la doctrina que lo impone como sobre el uso que se hace de él para una manipulación social y eclesiástica; el Derecho Canónico contiene excesivas normas para el dinamismo que requiere una espiritualidad viva e ilusionante; la espiritualidad sexual tradicional ha sido una caudalosa fuente de culpas sobreañadidas y de angustias utilizadas como herramientas sumamente eficaces, ajenas a una auténtica espiritualidad saludable.

4

La lista de retos no termina ahí. Nuestra Iglesia —que, siendo santa, no deja por ello de ser humana— ha acumulado demasiadas omisiones históricas, pues no pocas veces ha callado ante los conflictos humanos más graves, inhibiéndose en situaciones y lugares donde se jugaba la dignidad humana. Por otro lado, ¿cómo aceptar, a estas alturas de la historia, que la mujer siga siendo relegada en el culto y en las estructuras eclesiales, cuando su igualdad con el varón en dignidad y capacidad es incontestable? El clericalismo ha mantenido durante demasiado tiempo un machismo estructural, que sigue expresándose en privilegios de protagonismo, de poder y de dinero, que chirría con fuerza en el siglo XXI. Las religiosas no son ni deben ser esclavas de los frailes, ni toda la Iglesia tiene por qué estar sometida a Roma como a dueña y señora. Grandes pecados eclesiales han sido las injusticias cometidas por omisión en pro de una injusta dominación patriarcal de la jerarquía y en perjuicio de una auténtica vida eclesial, además de por no prestar la atención debida al reparto justo de los bienes de este mundo.

5

Dentro de la espiritualidad sexual merece especial atención el celibato obligatorio para los clérigos de Occidente. Nadie niega el valor de la castidad como signo y testimonio de fe en el seno de la vida consagrada de clérigos y frailes, pero sería más fecundo si el celibato se acogiera como opción libre y no como imposición universal. ¿Qué mal podría causar que un hombre casado fuera ordenado sacerdote o que un presbítero pudiera casarse? Ningún evangelio lo prohíbe. Solo una tradición interesada, por lo general abusiva, se ha empeñado en confundir fidelidad con renuncia forzosa. Los tiros se dirigen hoy a otras dianas, a sabiendas de que no hay nada en la Escritura ni en la teología que demande el celibato obligatorio para quienes ejercen el ministerio sacerdotal en Occidente. Mantenerlo como imposición ha sido y sigue siendo, a veces, mucho más fuente de sufrimiento y de frustraciones que de santidad.

6

Volviendo a lo esencial, cabe preguntarse si la Iglesia realiza hoy un auténtico gesto preferencial por los pobres, como lo exigía Jesús con su palabra y su vida. De tener solo en cuenta la Iglesia de base, la que lucha en los márgenes o en las periferias, la que realmente acompaña al desarraigado, trata de dar de comer al hambriento y acoge al excluido, uno podría decir que sí, porque son multitud los cristianos que han convertido esos cometidos en la clave de su vida. Pero si miramos a Roma, las dudas se imponen con fuerza, pues no basta con enviar misioneros, sean clérigos, frailes, monjas o seglares, y apuntalar los lugares de misión con algunos dineros. El Vaticano parece más preocupado por su propia supervivencia política y por mantener intacta una doctrina como base inamovible de verdades intocables que por ser un lugar de acogida y lanzadera para cuantos buscan a Jesús y quieren seguir sus pasos. No es difícil toparse con sacerdotes asfixiados por una disciplina que los deshumaniza, con consagrados que se ven obligados a vivir una especie de soledad eclesial y con laicos minusvalorados e incluso despreciados por una institución que no sabe o no quiere apreciar el ardor del Espíritu que los anima. De poco sirve animar a los pobres a rezar si no tienen qué comer e inhibirse frente a tantos niños forzados a crecer al ritmo del estruendo de las bombas que caen sobre ellos. El mensaje proclamado por la Iglesia y la praxis cristiana corren a menudo por otros cauces.

7

Alguien podría pensar que hablo contra mi Iglesia con resentimiento, pero es todo lo contrario, pues lo hago desde el dolor que me causa lo que veo y el amor que profeso a su ser. Digamos que lo hago desde la fidelidad herida, paciente y esperanzada, de quien se esfuerza por ver en ella reflejado el rostro de Jesús. No denuncio por gusto, sino porque me escuece lo que veo y me hiere como un dardo lo que no debería callarse, dolor parecido al que me causan mis propias impotencias e inhibiciones de operario inútil, enviado a última hora del día a la viña del Señor. No trato de destruir ni ensuciar nada, sino de pedir a la Iglesia, en la que fervorosamente creo, y a su principal pastor, en el que realmente confío, que sean fieles a sus propias esencias, que trabajen en serio por un mundo más justo, repartiendo cuanto tienen (la salvación como preciosa obra de Jesús) y acompañen a Dios y a los hombres en el camino creativo que ambos deben recorrer juntos. Y lo digo con tanta claridad como humildad: incluso después del buen papa Juan XXIII, del bien elaborado Concilio Vaticano II y de la admirable obra del papa Francisco, en los aljibes de nuestra Iglesia sigue habiendo demasiadas aguas estancadas que no riegan los campos de la fe y, encima, huelen mal.

8

Por eso, con esperanza profética, me atrevo a desear buen ánimo al papa León XIV para que abra las compuertas de la Iglesia y deje correr sus aguas a fin de que fecunden nuestra tierra y devuelvan frescura y alegría a la vida cristiana, aun a riesgo de que el Vaticano, su gran y deslumbrante Vaticano, quede vacío. No caben componendas de ninguna especie para quien de veras se proponga seguir a Jesús. Por osado que resulte, me atrevo a decirle al papa León XIV: “también tú, antes de salir a la palestra, debes vender cuanto tienes para darlo a los pobres”. A los pobres sacerdotes, perdidos y desorientados por las pulsiones legítimas de su propio cuerpo; a los laicos, tan minusvalorados a la hora de aportar sus propios haberes, su granito de arena; y a las mujeres, las mejores y más numerosas fieles de la Iglesia, que a menudo se ven postergadas e incluso despreciadas por sus dirigentes, rabiosamente machistas. Afortunadamente, el Espíritu parece soplar con fuerza para que la nave de su Iglesia no zozobre ante el temporal que debe atravesar en los tiempos que vivimos.

Volver arriba