Desayuna conmigo (domingo, 8.11.20) Velad

Días de esfuerzo y esperanza

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Aunque la vida sea un soplo, nosotros somos seres cuya conciencia de tales les hace avenirse mal con el tiempo que acompasa sus vidas. Aspiramos a mucho más. Ya los faraones buscaban la eternidad en la durabilidad de la piedra y en el poder de sus riquezas. Si bien el nacimiento comporta la muerte, como punto alfa y omega de todo acontecer, lo cierto es que, sea de forma consciente y meditada, sea de forma despreocupada como la de quien no sabe o no quiere saber, a todos nos preocupa e inquieta el “más allá” de nuestros propios días. Sea cual sea el cómputo y el emplazamiento de los años que cada uno vive, lo cierto es que todos ellos van precedidos de un “antes” que, como razón de ser y alimento cultural, se infiltra en su propio devenir, y serán seguidos por un “después” que prolonga, de alguna manera, su acontecer. Somos eslabón de una cadena que perdura.

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Las lecturas litúrgicas de este domingo abordan con más o menos acierto ese “después”. En la tomada del Libro de la Sabiduría, la primera, esta se convierte a sí misma en inicio, vianda para el camino y meta, es decir, la sabiduría compaña todo el recorrido vital del hombre. No es algo abstracto ni tiene la personalidad que el autor sagrado le atribuye, salvo que en ella veamos reflejado al mismo Dios, pero, si nos prestamos a ello, impregnará fácilmente cuanto somos y hacemos. Hablamos del puro sentido común de una vida que se alimenta de forma conveniente. La sabiduría, en definitiva, es el “valor” entendido en toda su profundidad y alcance, la acción que enriquece la vida en alguna de sus dimensiones.

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San Pablo, por su parte, dirigiéndose a los tesalonicenses, apuesta fuerte y pierde en la corta distancia al idear un final apocalíptico al que él confiaba llegar con vida. Es un texto que más sería para ocultar que para exhibir, pues obviamente el apóstol lleva siglos muerto y dio pie para fundamentan tantos interesados milenarismos como en el mundo ha habido, pero tiene la fuerza de una confesión de fe clara y directa al afirmar que, tras haber creído en Cristo, todos resucitaremos con él. La voz del arcángel y el son de la trompeta divina no parece que sean más que adornos florales de un gran espectáculo que, sin embargo, para la inmensa mayoría de los seres humanos llega calladito y sigiloso, como ladrón en la noche o como esposo celoso que se echa para atrás a la menor sospecha.

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Esto último se debe a que puede que la parábola del evangelio de hoy arroje más oscuridad que luz porque, realmente, el encuentro de las vírgenes con el esposo no se produce en un momento sorpresivo, sino que dura toda la vida, es decir, que no depende de la prudencia de proveerse a tiempo de “aceite” o de. in extremis, tener la diligencia de ir a comprarlo a tiempo a la tienda. Aunque muchos tengan la suerte o la desgracia, según se mire, de que la muerte les llegue de forma pausada, no son pocos los que mueren repentinamente a causa de accidentes o de quiebras orgánicas fulminantes. Solemos decir de los últimos que han tenido una gran suerte porque nos parece que, muriendo rápido, se han librado de horribles sufrimientos. Por otro lado, encarar la muerte de frente, como en el caso de los primeros, pone al descubierto la mediocridad o la entereza de muchas vidas. En definitiva, importa la vida, no un momento de ella. Hay muchos creyentes cuyo máximo afán es que ni ellos ni sus seres queridos se vayan al otro mundo sin los últimos sacramentos, como si su vida futura dependiera en exclusiva de un gesto final, como si uno pudiera salvarse por los pelos. Tuve un maestro de espiritualidad que decía que la muerte es como una fotografía que te puede dejar cara de tonto para toda la eternidad. Desde luego, la salvación no depende de una sonrisa oportuna, sino de la densidad de toda una vida. Siendo más exactos, deberíamos decir que la salvación no depende de nada de todo eso, pues es pura gracia de Dios.

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Tras reflexionar sobre los textos litúrgicos de hoy, entiendo que tanto la Sabiduría como san Pablo y Jesús nos exhortan a llevar una vida de sentido común, vida de predominio de los valores sobre los contravalores, o, si se prefiere, de las virtudes sobre los vicios, de la sensatez sobre la necedad, sabiendo que la sabiduría “nos sale al paso”, siendo “hombres con esperanza” y  comportándose como “vírgenes precavidas”. No es magia lo que nos predica el cristianismo para ordenar nuestra vida, sino cumplimiento decidido del mandamiento del amor. El cristianismo no nos habla del más allá, por extraño que parezca, ya que todo él está adscrito al terreno de la esperanza, sino de un más acá, duro y fértil, en el que ocurren los desencadenantes de la salvación, la cruz y la resurrección. En otras palabras: el cielo nos acompaña durante toda la vida y la muerte, ocurra cuando ocurra, sea temida o deseada, no es cambio de rumbo sino meta, consumación.

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A estos nutritivos alimentos litúrgicos de nuestra reflexión matinal se añaden hoy dos inquietudes que sacramentan el plus que la fe cristiana añade a la vida. El primero se refiere a una mejora importante de la calidad de vida al celebrarse hoy el “día mundial del urbanismo”, con el objetivo de “concienciar a las personas, pero sobre todos a los grupos de trabajo de planificación urbana, sobre la necesidad de generar ambientes sanos y gratos, con espacios verdes, para evitar el hacinamiento de la población y la contaminación”. Recordemos que tener ciudades y comunidades sostenibles es uno de los objetivos de la Agenda 2030 de la ONU.

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El que más o el que menos, todos tenemos experiencia de haber visitado lugares horribles para vivir en ellos y otros que nos han llevado a exclamar espontáneamente: “¡cómo me gustaría poder vivir aquí!”. Para el autor apocalíptico y para toda la Biblia el lugar emblemático es Jerusalén, tanto que, a la hora de idear el paraíso, lo imaginan como una “Jerusalén celestial”, una novia bellamente ataviada para recibir al esposo. Confieso que tuve la fortuna de patear a fondo Jerusalén y la verdad es que, fuera de la intensa emoción que produce saber que fue el teatro en que Jesús vivió la epopeya de nuestra salvación, si se me diera la opción de escoger un lugar donde vivir, preferiría más de una docena de las ciudades que conozco.

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El segundo alimento al que me he referido antes nos lo regalan los avances médicos que supuso para la humanidad el descubrimiento de los Rayos X, pues hoy se celebra también el “día mundial de la radiología”. “Wilhelm Conrad Roentgen, realizando en 1895 un experimento con rayos catódicos y ampollas de vidrio al vacío, notó que cuando la corriente atravesaba la ampolla, se producía un efecto fluorescente, algo que también ocurría sobre las placas fotográficas. Este científico llamó a su descubrimiento rayos x”. Tras ello, él mismo anunció al gremio científico que con esos rayos podía verse el interior del cuerpo de las personas. Y lo hizo con tal fortuna que en muy poco tiempo comenzaron a hacerse radiografías en los principales hospitales. La celebración de este día nos invita a agradecer como es debido el esfuerzo de cuantas personas, no sin riesgo para su propia salud, consiguen hacer una imagen del interior de nuestro cuerpo para descubrir mucho mejor la causa de sus carencias y dolencias.

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El día parece gritarnos: velad por vuestra salud y cuidad vuestro hábitat. Dos gritos en pro de la mejora de nuestra propia vida y de las ciudades en que vivimos. No son pocos los retos diarios, ahora agrandados por la presión de un virus destructivo, a los que debemos hacer frente. La vida es esfuerzo, lucha y sacrificio, pero también alegría y gozo. El domingo nos sorprende al enfrentarnos con un destino en el más allá que se fragua en el día a día del más acá. La sabiduría y la esperanza son nuestras armas para comportarnos ahora con sentido común y sentir ya, como gozoso ensamblaje, la disolución del tiempo en eternidad. La Jerusalén celestial que nos espera será síntesis y más de cuantos lugares bonitos hemos visto y de cuantas experiencias gozosas hemos disfrutado en ellos.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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